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martes, 31 de julio de 2012

Como ya dije antes, la computadora tiene sus ventajas para el escritor. Los procesadores de texto son una gran ventaja frente a lo que significaba escribir a mano o mecanografiado. Recuerdo que mi primera compu fue una AT 286 con monitor blanco y negro, 1 mega de memoria y un disco rígido del cual hoy se ríen los DVD.

Teníamos un windows 3.1 y usábamos como procesador de texto un programita llamado PW, que corría en DOS. Sencillito como era, para mí había significado un avance tan fundamental como el descubrimiento de la rueda para la humanidad.

Pero nada como la internet. Con ella, he podido investigar en horas lo que a Julio Verne le hubiera tomado años. Pero quizá a don Julio no le importaba tanto ser veraz con hechos y lugares, porque esa falta de información general que era característica del mundo le daba libertad para inventar lugares, hechos y personas sin preocuparse por lo que pudieran opinar los demás.

Y lo dicho me lleva a preguntarme, ¿por qué me preocupa tanto lo que puedan llegar a opinar los demás? ¿Por qué debo ser tan riguroso para documentarme respecto de fechas, costumbres, lugares, cuestiones técnicas que en realidad a nadie le interesan? Nadie, pero soy un hinchapelotas y necesito darle un marco real a las ficciones que creo

Al escribir "Memorias de un Romano Cualquiera" me dediqué a estudiar mapas de la época del reinado de Cayo Julio César Augusto, primer emperador de Roma, a interiorizarme sobre la arquitectura, la geografía, la moda, la gastronomía y las costumbres sociales del romano de aquella época. Estudié respecto a las embarcaciones, medios de transporte, carreteras y los tiempos que llevaba ir de un punto determinado a otro. Estudié los aspectos de la economía romana, escalas de pesos y medidas, unidades monetarias, valores de productos básicos de consumo común. Cuanto costaba un ánfora de vino, que equivalía a 3 modios o 26,25 litros, o un esclavo o un caballo. 

Todo esto lo pude investigar en un par de semanas gracias a la web, de noche, en mi casa, sin tener que preocuparme por quitar tiempo a mi trabajo de abogado para visitar museos y bibliotecas en países lejanos. Cuando escribí "SAFARI" pude recorrer el Congo con el Google Earth. 

Arturo Pérez Reverte puede darse el lujo de venir a Buenos Aires para recorrer las calles por las que transitarán los personajes de su última novela. Cuando escribió El Asedio, se mudó a Cádiz y se empapó de la historia de la ciudad que estuvo sitiada por los ejércitos napoleónicos en la Guerra de Independencia de España. Javier Moro, el último ganador del premio Planeta (ese, del que fui finalista) viajó durante varios meses a Brasil para investigar a Pedro I de Brasil.

Claro, los dos son escritores consagrados y millonarios que pueden darse el lujo de mudarse tres meses a otra ciudad o país para reconocer lugares, culturas y costumbres. Yo no. Me las arreglo con internet. 

Porque no alcanza una vacación de tres semanas para profundizar el conocimiento de un lugar. Mucho menos si uno lo que busca es relajarse un poco después de un año lleno de tensiones. Hace falta viajar como si fuera un trabajo.

Eso no implica que nunca investigue fuera de la web. Para "LAS ROSAS NO SABEN DE LÁGRIMAS" compré libros de historia, un libro de fotografías antiguas de Buenos Aires y la Argentina, visité el Museo Nacional del Traje y el Museo de Armas de la Nación. Caminé las calles del casco histórico de Buenos Aires, el Cabildo, los restos del Fuerte. Visité cada una de las iglesias de la época.

Pero claro, no fue un trabajo. Siempre que recorro mi Buenos Aires querido, es un placer.

Cada noche que me siento frente al teclado para escribir y me entra una duda sobre algo, agradezco que tengo una conexión a internet. Y puteo porque, como ya dije, quién me manda a ser tan riguroso en lo que hago. 

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.

domingo, 29 de julio de 2012

FRAGMENTO DE MI ÚLTIMA NOVELA (aún sin título y en sus procesos iniciales)


Lorena Juárez había sido la maestra de la escuela de El Durazno durante los últimos treinta años. Había llegado allí recién salida de la Universidad con grandes planes y ambiciones, pero pronto se dio cuenta de que el Banco no estaba interesado en grandes proyectos. Tan sólo quería mantener funcionando una escuela en un lugar apartado que requería de los servicios básicos de educación.
No obstante su frustración inicial, Lorena se enamoró del paisaje y nunca quiso abandonarlo. Sus planes quedaron relegados frente a la perspectiva de una vida tranquila y feliz dentro de una pequeña comunidad que la había acogido con los brazos abiertos y a la cual nunca querría abandonar, ya que allí, en ese valle ondulado había encontrado el amor.
Valentín Escalante era un hombre de campo, duro y sin demasiados modales, pero era el hombre más atractivo con el cual Lorena había cruzado mirada jamás. Lo vio el día que llegó a la escuela. Ella apenas tenía veinte años y él ya era un hombre cuarenta, curtido por la vida a la intemperie. Era alto, de hombros anchos y manos ásperas. Llevaba un tupido bigote negro sobre el labio y el cabello siempre atado en una coleta debajo de la boina que lo protegía del sol. Montaba un caballo silla argentino palomino de crines doradas, sobre el cual siempre lucía alto e imponente.
La escuela era mucho trabajo y Lorena tenía que hacerlo todo por sí misma. Al Banco no le interesaban las goteras en el techo o la pintura ajada en las paredes. Tenía un presupuesto para el mantenimiento básico y tenía que hacer malabares para que alcanzara. Así que cuando no estaba dando clase a los niños se ocupaba de la limpieza y del mantenimiento del lugar.
Los locales, en un principio, tuvieron poca fe en ella. Muchas maestras jóvenes habían llegado para encontrarse con una escuela olvidada por el mundo y, al poco tiempo, habían solicitado su transferencia a otro destino. Pero para Lorena, El Durazno era un paraíso y no tenía intenciones de dejarlo, por lo que se esmeró en hacer de su lugar de trabajo –y vivienda –un lugar confortable. Al tiempo, el pueblo se dio cuenta de que Lorena había llegado para quedarse y comenzaron a mostrarse más dispuestos a colaborar en cualquier empresa que la maestra decidiera llevar a cabo.
Valentín Escalante, por su parte, tuvo noticias de que la nueva maestra había estado preguntando por él. Soltero, sin familia y con uno de los trabajos más importantes del pueblo –era el antecesor de Ramón –, nunca había pensado en casarse. Pero no podía negar que se había fijado en la joven de cabellos negros que había llegado al pueblo diciendo que era la nueva maestra.
La historia de amor que podría haber sucedido en cualquier comarca medieval de Europa se proyectó mil años al futuro y se encarnó en la historia de Valentín y Lorena. El cabalgaba sobre su corcel controlando sus dominios pero con su ojo puesto sobre la joven doncella de cabellos negros que cuidaba de la casa blanca que servía de escuela. Ella observaba al caballero que rondaba su morada desde lejos y en secreto ansiaba el momento en el que él decidiera que era hora de cortejarla.
El romance estaba implícito. Ninguna acción de ninguna de las partes hacía presumirlo, pero allí estaba. Era la comidilla de todo el pueblo. Que Don Valentín se había detenido a acomodar la silla de su caballo frente a la escuela, que Lorena había salido a tomar mate en la galería justo en ese momento. Que se habían saludado con la mirada. Que en ciertos momentos, las palabras sobran.
Entonces hubo una fiesta celebrando el final del año. Valentín llevó su guitarra y cantó para toda la concurrencia, aunque todos sabían que esos viejos poemas que entonaba estaban dedicados sólo a Lorena. Bailaron y al terminar la velada el caballo de Valentín quedó atado en el palenque de la escuela. Pero antes de que el sol saliera, el caballo había regresado a la casa del otro lado del vado.
Nunca se casaron. Nunca vivieron juntos. Ni siquiera una vez lo sorprendió el amanecer en la cama de su amada. Ellos lo preferían así. Todo el pueblo sabía lo que sucedía de noche, pero de día ellos actuaban como si no sucediera nada.

sábado, 28 de julio de 2012

INVENTARSE UNA VIDA

Si algo me encanta de mi libro "LA PANDILLA DE LA CALLE PERDIDA" es la convicción que genera al lector de que se trata de una novela autobiográfica.


Me ha pasado mucho. Tanto con personas que me conocen personalmente como con otras que nunca han tenido contacto conmigo y han llegado a comentar en Amazon mi novela. Así, ASPEA, de Vitoria, España, ha comentado en la tienda de Kindle española que


"Parece ser autobiográfico o al menos eso deja entrever el autor.


Para todos los de mas o menos su generación puede ser un pequeño espejo pese a los miles de kilómetros que separan mi vida y donde suceden los acontecimientos.


Resulta un viaje a la niñez, adolescencia y juventud del narrador que por muchos momentos es descarnado y triste pero al mismo tiempo alentador viendo como pese a todo se puede llevar una vida digna y salir adelante con sus ideas.
Se tocan temas de la Argentina desde los años 70 para acá que nos suenan por ser asuntos que todos hemos visto, Peron, la dictadura, política, los músicos, las desapariciones, las Malvinas etc.


Recomiendo leerlo sobre todo a la gente de ande entre los cuarenta y cincuenta ya que pese a la distancia geográfica en mas de un caso se puede ver reflejado."


No sé quién es esta persona a quién agradezco tan buen comentario. Lo juro. Lo único que sé es que me ha dado cuatro de cinco estrellas y que le gustó lo que escribí.


LA PANDILLA DE LA CALLE PERDIDA se escribió sola de un tirón. Hubo una cuota de investigación, aunque no demasiada. Comencé con la escena del principio y luego me dejé llevar por el texto. Es difícil de explicar, pero hay ocasiones en las que uno no tienen necesidad de planear una historia. Es como la vida. Ocurre, más allá de los planes que uno puede hacer. Ya lo dijo Lennon en "Beautifull Boy", o Allen Saunders en el Reader's Digest, veinte años antes. "La vida es aquello que te sucede mientras te ocupas en hacer planes".


Recuerdo haber investigado a Serú Girán, aunque no fue más que una excusa para escuchar una y otra vez su música. Recuerdo haber investigado la geografía de Malvinas, de Olivos, de San Bernardo. Pero yo no crecí en Olivos, nunca veraneé en San Bernardo ni tampoco tuve que combatir en Malvinas. Soy bastante más joven que Matías, el protagonista. Cuando ocurrió la locura de Malvinas, yo tenía apenas doce años. Después, cuando me tocó hacer el servicio militar en Malvinas, tuve contacto con muchos infantes de marina veteranos que habían ocupado durante semanas las trincheras llenas de agua antes de enfrentarse a los británicos. Nunca visité Barcelona ni los Estados Unidos. Gracias a Dios, no tengo amigos que se hayan suicidado. Algunos murieron prematuramente, como Diego Echenique, compañero de estudios en la universidad por el que sentía un gran aprecio, que falleció antes de llegar a recibirse a causa de un cáncer en el cerebro. Diego no era un gran amigo, era una persona a la que apreciaba mucho y al que admiraba por la pasión que sentía por la carrera que estudiábamos. Hubiera sido un gran abogado. Me extrañó no verlo el último año y un día me enteré que estaba enfermo. Se había quedado ciego a causa del tumor. Luego supe que murió. No conocí a sus padres, ni a sus hermanos. Ni siquiera tenía su dirección. Lo único que pude hacer por él fue ir a la iglesia que teníamos a la vuelta de la facu y rezar por su alma.


A veces pienso que podría haber sido mejor con él. Pero las cosas que pensamos en retrospectiva no pueden cambiar los hechos consumados. Sé que el aprecio era mutuo.


LA PANDILLA es más bien mi anti biografía. No por eso es la biografía que hubiera querido tener. La que tengo, con sus defectos, me sienta bien.


Los abrazo desde Buenos Aires. Brian.



jueves, 26 de julio de 2012

Aún está con nosotros

Mi vieja Remington está en un rincón oscuro de mi casa, pero está. 

Esta vieja máquina de escribir portátil es un resabio de una época en la cual la vida era muy diferente a la de ahora. Estaba en casa de mi viejo y un día me dijeron que la iban a tirar a la basura. Antes de que pudieran perpetrar el crimen, la agarré por la manija y me la traje para casa.

Cuando mis hijas la vieron abrieron los ojos asombradas.

-¿Que es eso, papá?
Claro, ellas nacieron en la época de las computadoras y nunca habían visto un artilugio tan extraño. Mucho menos envuelto en su capullo. 

-Una máquina de escribir -respondí, y le quité la tapa a la Remington.
Hileras de teclas dispuestas como un teclado de computadora incompleto, un rodillo negro con palanca, una cinta de tela rojo y negra y un abanico de tipos con las letras metálicas que se movían conforme se apretaban las teclas.

Coloqué un folio en el rodillo y les dije que la probaran. Lo primero que se dieron cuenta fue que para usarla había que hacer una fuerza colosal. Al principio, el golpe de la tecla no lograba que las varillas con los tipos gráficos llegaran a tocar la cinta de tinta, pero a medida que ganaban impulso en sus golpes, las letras aparecieron en el papel. 

Confieso que la costumbre del teclado de mi PC me había hecho olvidar cuanta energía hacía falta para escribir una hoja completa en esa vieja Remington. Y pensar que había veces en que me sentaba y escribía hasta veinte folios completos. El sonido atronador de la máquina, la campanada cada vez que se llegaba al final de la línea, la mecánica de colocar los folios de manera correcta para que el texto estuviera centrado. 

Hace un par de inviernos, las llevé a visitar el complejo formado por la Casa del Virrey Liniers y de Ángel Estrada, una ubicada en la calle Venezuela 469 y la otra a la vuelta, sobre la calle Bolívar 466. La casa de Liniers pertenecía a la familia Sarratea y sirvió de vivienda al virrey cuando ocupó el cargo en Buenos Aires.

La familia Sarratea se emparentó por matrimonio con los Estrada y Don Ángel, fundador de la editorial Estrada, se convirtió en su propietario. En el edificio de la calle Bolívar, que esta conectado por dentro con el de la calle Venezuela, funcionó la editorial en sus primeros años.

Allí pudimos ver de primera mano como funcionaba una imprenta de 1869, la primera que tuvo la editorial. Había que poner letra por letra los tipos gráficos, había que entintarlos y después se ponía el papel y con un rodillo de madera se pasaba por el reverso de la hoja con fuerza. La tinta pasaba al papel y luego a secarse.

Hoy, tengo una impresora láser que imprime 12 folios A4 en un minuto. Hoy, si me equivoco al escribir, oprimo una tecla y el error desaparece. Al ver como funcionaba la Remington, mis hijas preguntaron cómo corregía si me equivocaba. No había correctores líquidos, ni siquiera la cinta de corregir que tenían al IBM con cabezal con forma de pelota.
No había nada de eso. Dependiendo del error, o se le daba dos o tres golpes con la letra correcta o se aplicaba la X con rigor para tachar.

Siempre dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Hoy tenemos muchos problemas, pero también muchas ventajas. Computadoras, celulares y otros artefactos hacen que importantes aspectos de nuestra vida sean más fáciles. 

En enero de 2001 yo aún me resistía a comprar un celular. Mi mujer estaba de 8 meses de gestación y estábamos pendientes de un parto que podía llegar en cualquier momento. Entonces, el 24 de ese mes, mientras estaba en la oficina, comenzó a llover. A eso de las 18 salí del estudio, me dirigí a la estación Tribunales del subte D y me metí en un tren que me devolvería a casa. Mi jefa estaba de vacaciones, así que me había dejado su teléfono para que atendiera las urgencias de los clientes que pudieran llamar. Era un viejo Star Tac de Motorola sin pantalla digital, el de los números rojos. 
Al llegar a la estación Plaza Italia, el altavoz anunció que el servicio no continuaba por problemas técnicos. Resignado, bajé con la intención de tomarme un colectivo, pero al llegar a la calle me di cuenta de que eso no iba a ser posible.

Gracias al celular de mi jefa, mi esposa se mantuvo tranquila gracias a los llamados regulares que le hice durante las tres horas que me llevó ir de Plaza Italia a Núñez. No me imagino esa situación buscando un teléfono de Entel de los naranjas con cospeles especiales 
Eso, si hubiera tenido un aparato en casa.

Sin embargo, sobrevivimos a una época más difícil en ciertos aspectos que esta. Como, antes de nosotros, la gente sobrevivía a épocas en las que no tenían agua corriente, luz o, siquiera, un baño completo.

Sobrevivimos y seguiremos sobreviviendo. Y tendremos nuevas anécdotas que contar.

Los abrazo desde Buenos Aires. Brian.

miércoles, 25 de julio de 2012

He empezado esta entrada cuatro veces ya. No sé si esta vez, mis palabras serán ejecutadas por el botón "SUPRIMIR" como las tres veces anteriores. Esperemos que no, porque es tarde, me duele la espalda y no me vendría mal ir a dormir.

En mi computadora hay montones de escritos destinados a convertirse en novela que quedan en el intento. "Las Rosas no saben de Lágrimas", mi novela épica de la argentinidad, es uno de estos casos. Con casi 350 folios escritos, que representan el 10% de la historia que pretendo escribir, es un proyecto que me resisto a descartar. Ya he descartado "ATHSMA", una novela que se me fue de las manos, tres novelas ambientadas en la segunda guerra mundial, "EL GENETISTA", novela que escribí de pe a pa pero que nunca corregí -y probablemente nunca corrija -, una novela de ciencia ficción sobre el origen de la Federación de Planetas Libres, un par de novelas policiales -el policial no parece ser mi género -y un par de aventuras históricas que mezclan héroes, amazonas y villanos.

Pero también están algunos de mis orgullos. "SINFONÍA EN CONSTITUCIÓN" es uno de ellos, la única de mis novelas que no he publicado en la tienda Kindle de Amazon.com.

Esta novela transcurre en 24 horas. Empieza a las 08.00 am de un día cualquiera y termina, más o menos a la misma hora, del día siguiente. Los protagonistas son personajes marginales. Un chico de la calle, una prostituta, una chica que se ha convertido en la esclava de un pastor corrupto, un mafioso, un policía y una señora de alta sociedad que está harta de todo.

Originalmente quise ponerle "LIBERTANGO", ya que a lo largo de toda la novela homenajeo a Piazzola y su música. Pero después se me ocurrió hacerla como una sinfonía. Cuatro movimientos, un Finale y un saludo final. Así la estructuré y quedó de maravilla. Mi amiga Heidi me ayudó con las correcciones, pero nunca llegó a nada, pese a que la postulé en un par de concursos.

Y está una novela de la cual no puedo hablar. Por eso vuelvo a "LAS ROSAS NO SABEN DE LÁGRIMAS".

El verano pasado me pasé los tres meses corrigiéndola. Al menos, lo que tenía escrito hasta ese momento. La novela se supone que transcurre entre 1806 y 1866 y recién voy por 1813. Los escenarios son variados: Buenos Aires, Montevideo, media España, Paraguay, Mendoza, Chile, Perú. LA acción abarca hechos como las invasiones inglesas, el 2 de mayo en Madrid, la revolución de mayo, la guerra de independencia española, la campaña de Belgrano a Paraguay, el cruce de los Andes, la campaña al Perú, la Guerra con el Brasil, las guerras civiles, Caseros, el dictado de la Constitución Nacional, Cepeda, la unificación nacional y la guerra de la Triple Alianza.

¿Ambicioso yo? Nooooo.

En el medio, escribí la novela de la cual no puedo hablar y comencé otro proyecto que aún no titulé y que quizá sea mi mejor trabajo de ficción futurística. No puedo decir que sea ciencia ficción, ya que técnicamente no hay elementos científicos. Es más bien una proyección sociológica de lo que vendrá.

La verdad que estoy cansado. Estoy estresado porque la novela innombrable está concursando otra vez y espero sinceramente que la tercera sea la vencida. Mejor me voy a dormir.

Los abrazo desde Buenos Aires. Y si les gusta, comenten. Brian.



martes, 24 de julio de 2012

Cada escritor tiene su proceso. En mi caso, cada vez que escribo algo tengo un proceso que poco tiene que ver con el proceso anterior. Quizá eso se llame evolución.

Empecé a escribir de muy chico. No me refiero a cuando, en primer grado del primario, aprendí a dibujar, con una caligrafía que nunca fue demasiado prolija, mis primeras letras. Ya desde pequeño se notaba que no era un dotado para el dibujo. Me refiero a cuando, de manera espontánea, decidí agarrar mi lapicera Parker 45 color bordó que me manchaba los dedos guioné los dibujos de mi amigo Ale Anderson a los que le dimos forma de comic y bautizamos "Sam contra el Barón Rojo".

Gracias a Dios, yo me quedé con ese cuaderno de tapa blanda de 48 hojas que, cuando mi padre vendió la casa que teníamos en Ezeiza, se perdió junto con todos mis cuadernos escolares que mi madre atesoraba en uno de los placares. Quizá esa historia infantil, escrita cuando teníamos entre diez y once años, haya alimentado el fuego de algún asado. Pero algo quedó de todo eso, una semilla que hizo que hoy, treinta y dos años después de haber tenido esa iniciativa, me encuentre sentado frente a la pantalla de mi compu escribiendo estas líneas.

Evolucioné. No tengo duda de ello. En el camino quedó mi primera novela, un escrito espantoso de ciencia ficción que llenó unos doscientos folios a un espacio mecanografiados por una máquina Remington portátil que aún conservo en alguna parte (eso, si mi mujer no la tiró a la basura sin mi conocimiento). Siempre pensé que iba a tomar esas páginas y convertirlo en algo decente. Para empezar, iba a ponerle todos y cada uno de las tildes omitidas (cerca de medio millón), a poner las mayúsculas al principio de cada oración y que iba a colocar los guiones como corresponde. Pero esos folios desaparecieron. No creo que haya sido un ladrón literario con ánimo de plagiarme. Más bien creo que fue algún alma caritativa que quiso evitarme un bochorno en mi futuro.

Si me pusiera a enumerar cada una de las cosas que escribí y quedaron en el camino, tendría que hacer una lista llegaría de la Tierra a la Luna, porque si hay algo por lo que me destaco es por haber sido muy prolífico. Al pedo, pero prolífico. Escribí durante la secundaria, durante la facultad y hasta que nació mi primera hija. Después, por necesidad y por falta de tiempo, dejé de hacerlo. 

Pasaron muchos años hasta que volví a hacerlo. El culpable es mi amigo Walter, que en aquél entonces trabajaba en el mismo estudio jurídico que yo. Él ocupaba el despacho contiguo al mio y, dado que me lleva varios años de ventaja en el ejercicio de la profesión de abogado, era habitual que me corriera a su escritorio para discutir la estrategia a seguir en un caso determinado. Aunque reconozco que lo que al principio era una necesidad luego se convirtió en un hábito que amenizaba el tedio de lo jurídico.

Resulta que un día en el que estaba concentrado en algo importante, como podía ser una partida de solitario en la máquina, se metió en mi despacho con un ejemplar de la revista "Abogados" y me comentó que había un concurso de cuentos para abogados. Leí las bases. No había premio en dinero, ni siquiera estaba claro si iban a entregar un diploma al ganador. Había que escribir un cuento que ocurriera dentro de una mediación o una conciliación laboral.

Vos, que decís que escribís , me desafió¿por qué no presentás algo?

Primer culpable, Walter. 

Entonces abrí el Word y empecé. Diez minutos más tarde, "Un Conflicto Sobrenatural" estaba listo.

Le mandé el escrito por mail a Walter y éste me corrigió dos tildes y un par de comas. Me dijo, sorprendido, que le gustaba (aunque él lo niegue, así fue) y lo imprimimos allí mismo. Puse como pseudónimo "EL VIKINGO", lo ensobré y lo llevé al día siguiente a la sede de la calle Corrientes al 1400 del Colegio Público de Abogados.

Tres meses más tarde, la recepcionista del Estudio me llamó por el interno y me dijo que tenía en línea a la Dra. Itatí Di Guglielmo, a la que conocía de haber ido a varias conciliaciones laborales en su estudio. Ella siempre me recordaba porque la primera vez que fui a una conciliación laboral con ella como conciliadora fui con mi hija mayor, que tenía tres meses en aquél momento, colgada de una mochila y con su cabeza apoyada contra el lugar donde late mi corazón. Saludé a la Dra. Itatí por el teléfono y ella me dio la noticia. Y yo no podía creerlo. No sólo me iban a dar un diploma sino que el grupo de teatro del Colegio había decidido actuarla.

El cuento fue publicado en la Revista "Abogados" y luego en una Antología de cuentos premiados en concursos organizados por el Colegio. Lo que más recuerdo es que la Dra. Itatí me dijo que había habido cuentos buenos, pero que el mío había ganado por robo.

Segundo culpable, la Dra. Itatí.

Empecé a escribir más seguido. En un cuaderno espiralado de 96 páginas empecé a escribir cuentos en el subterráneo. Rubber Soul fue escrito en los viajes de ida al trabajo y corregido dentro de mi oficina en el estudio. En el camino conocí por la web a Pato Campolieti, una profesora de literatura en varios secundarios que se desvive por los adolescentes atormentados que Dios pone en su camino. Ella me ayudó con las correciones de Rubber Soul, libro de cuentos que apresuradamente publiqué por Editorial Dunken. Pato no sólo me ayudaba con lo técnico, siempre me dio un soporte espiritual que necesitaba con desesperación.

Tercer culpable, Pato.

En paralelo, ocurrieron muchas cosas. Era 2005 y el diario La Nación online abrió un foro de cuentos con una consigna semanal. Era un concurso que daba premios honoríficos al mejor cuento de menos de 180 palabras entre los usuarios registrados que los presentaran respetando la consigna. 

La primera semana ganó Rosario Collico con "Es 25 de mayo", a la semana siguiente gané yo con "La Chalupa Submarina". Pese a que sabía que no iba a volver a ganar, ya que el diario había anunciado que no repetirían ganadores, no dejé de participar. Allí conocí a Haydeé "Heidi" Guzmán (nadie le dice Heidi, sólo yo), una persona genial que era muy prolija en sus escritos y muy sabia en sus consejos. Ella fue la que terminó de moldearme como el escritor que comenzó a evolucionar hacia algo bueno. Gracias a ella y a Pato, terminé de corregir "La Pandilla de la Calle Perdida", mi primera novela, y gracias a ellas hoy soy capaz de corregir mis propios escritos. 

Cuarto culpable, Heidi Guzmán.

Mi proceso fue duro, desalentador y lleno de espinas. No sé si me gané el odio de mucha gente. Si lo hice, no fue algo buscado. Sí me doy cuenta que en el ambiente de los que escribimos, es difícil encontrar gente generosa. Pero que los hay, los hay.

Comencé a escribir la primera columna de este blog como lo hago con casi todos mis escritos, cuentos y novelas por igual, sin mucha idea de lo que quería decir. Se ve que tengo mucho atorado, porque las palabras salieron como tiro. Ya veremos que nos pasa en la próxima.

Desde Buenos Aires los abrazo. Brian.