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jueves, 14 de noviembre de 2013

LA VIDA GRIS

Cada tanto ocurre, no es nada por lo cual alarmarse. Cada tanto, un mal libro captura la fascinación del público y lo convierte en un éxito editorial. "50 Sombras de Grey", que en realidad debería haber sido traducido "50 Matices de Grey", es un fenómeno mundial. Como lo fue "El Código Da Vinci". Y como ocurrió cuando el libro del Sr, Brown se convirtió en sensación, miles de autores se han lanzado a escribir novelas cuasipornográficas en las que nada sucede. Como en los filmes del género.

Al menos el Sr. Brown nos brindaba algo de entretenimiento. La historia del Sr. Gris es vacía de contenido y, por qué no decirlo, aburrida. No entiendo la fascinación del público femenino que llega a afirmar que un señor que dedica sus esfuerzos en aplicar todo su sadismo a una mujer puede convertirse en modelo de hombre. En verdad es algo retorcido. 

El gran problema es el contagio. Si con la historia del Sr. Gris alguien se convirtió en millonario, ¿por qué no intentarlo nosotros? Yo, ni pienso. Prefiero emular a Tolkien, que nos regaló el universo de la Tierra Media, o a Martin, de cuya imaginación febril nació Westeros. O a mi mismo, por qué no.

Porque la vida debe tener color, no me conformo con lo que el Sr. Gris nos ofrece. Por eso, cuando paso por una librería y veo la pila de libros de la saga, elijo seguir de largo.

Desde Buenos Aires, los abrazo

lunes, 21 de octubre de 2013

AMANTES DE LA CIENCIA FICCIÓN, DE PARABIENES.

Ayer vi la película Elysium, la última película del director Neill Blomkamp, protagonizada por Matt Damon, Jodie Foster, el mexicano Diego Luna y el sudafricano Sharito Copley, el protagonista de Sector 9, de la cual Blomkamp también fue director y guionista. La verdad que quedé complacido por lo que vi.

Una historia que es una metáfora de hoy. Los ricos viven en un mundo ideal en órbita sobre el planeta Tierra y los pobres, la gran mayoría de la humanidad, sobrevive como puede en el planeta. Los de arriba tienen todo para tener una buena vida, los de abajo se contentan con vivir el día.

Mucha acción, buenos efectos especiales y una buena historia hacen de la película un entretenimiento garantizado.

Desde hace un tiempo que los amantes de la ciencia ficción, que nos sentíamos ignorados por el cine, podemos estar un poco más felices. Películas como Sector 9 -o Distrito 9 en algunos lugares -, Upside Down, Another Earth, Elysium, Los Agentes del Destino y otras han llegado para crear un espacio que no parece que se cierre pronto.

Claro, eso significa que tendremos que aguantarnos más películas como Thor, Linterna Verde, Iron Man y otras franquicias que no llegan a cumplir con la expectativa de un fanático de la Ciencia Ficción.

Por suerte, Lucas no hizo más series de la Guerra de las Galaxias. Ya fue suficiente con eso. Lo que no está nada mal es el nuevo curso que le está dando Hollywood a una franquicia con tanto peso como Star Treck.

Yo estoy feliz con lo que está sucediendo. No me canso de comer pochoclos.

Desde Buenos Aires, los abrazo

jueves, 19 de septiembre de 2013

ORGULLO DE PADRE.

A menudo los hijos, se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción...

Así arranca la canción de Serrat, esos locos bajitos. Y aunque no se nos parezcan, las satisfacciones llegan de todos modos. 

Ayer fue un día especial en mi vida. Tan especial como el día en el que tuve en mis manos el primer ejemplar de Rubber Soul, tan especial como el día en el que me llamaron para decirme que había ganado el Concurso de Cuentos del Colegio Público de Abogados de la Capital Federal o cuando vi por internet que "La Trampa del Diablo" había sido elegida para ser finalista del LX Premio Planeta de Novela.

Miento. Ayer fue más especial. Fue como cuando sostuve a mi hija por primera vez. 

Quince años pasaron desde esa fecha. Hace menos de un mes bailé con ella el vals de los quince y ayer, a las dos de la tarde en la Sala 1 del Centro Cultural General San Martín, se apagaron las luces y pude ver a mi hija en la pantalla grande por primera vez.

Desde que comenzó a hablar que quiso ser actriz. Desde que comenzó a caminar quiso expresarse con todo su ser. Desde que tuvo conciencia de quién era ella, supo lo que quería para su futuro.

Actuar.

Ayer vi el estreno universal del documental "EQUIPO VERDE, ENTRENAMIENTO ADOLESCENTE PARA UN DOCUMENTAL" dirigido por la cineasta argentina Alejandra Almirón. El documental aborda el tema de la identidad, de ser parte de una generación complicada, una generación de chicos que convivieron con el golpe de estado, la guerrilla, la guerra y el retorno a la democracia. Y la visión de tres mujeres que relatan desde sus vivencias lo que era la educación en la argentina en los años 70.

Pero para mí fue mucho más. Fue ver como el sueño de mi hija comenzó a hacerse realidad. Y fue poder hinchar mi pecho con orgullo mientras se me piantaba un lagrimón.

El documental, encima, es muy bueno.

Desde Buenos Aires, los abrazo.


sábado, 3 de agosto de 2013

BUSCANDO EL FANTASMA DE UN AMOR. Episodios 1 a 4.

1.


Ayer me desperté muy temprano. Llovía con fuerza. Podía escuchar el agua que golpeaba contra la persiana de la ventana de mi dormitorio. Miré el reloj despertador, marcaba las 3.15. Salí de la cama, levanté la persiana y me acerqué al vidrio para ver la calle. Desde mi cuarto piso me era imposible verla, perdida debajo de las copas de los árboles. Pero podía escuchar el rumor del agua que se había juntado. No sé por qué, en ese momento, pensé en Camila. Mi Rosaura, ese amor de verano que me dejó una herida que aún no cierra. Qué será de ella.
Me acosté después de volver a bajar la persiana y me quedé con los ojos clavados sobre el techo de sombras hasta que la alarma me dijo que era hora de levantarme. Ayer era dos de abril. Otro aniversario más de Malvinas. No sé por qué festejamos. Será porque ellos no estuvieron allí. Ellos no perdieron amigos. Ellos no tuvieron que matar a sus semejantes. Porque esos enemigos se parecían bastante a nosotros.
Malvinas se quedó con Tomás y con Carlitos. Y con Enzo, que volvió a casa, sin volver. Malvinas lo mató. No ese tiro que se pegó en la cabeza mientras hablaba conmigo por teléfono. Nada de eso importa. Ayer fue feriado, como lo fue también el lunes. Todo sea para que el turismo tenga su momento. 
Después de desayunar encendí la compu. Al hacerlo, noté que algunas de las luces de mi modem estaban apagadas. Entonces llamé al proveedor de cable para quejarme y un contestador automático me informó que mi domicilio estaba en área de corte de señal. Prendí el televisor y comprobé que tampoco tenía el servicio de cable. Entonces encendí la radio. Puse una estación que pasaba música, no tenía ganas de escuchar malas noticias. Pero no pude abstraerme del mundo. La lluvia había sido tremenda. Trescientos milímetros en pocas horas. Miles de evacuados, miles más sin luz. Me di cuenta que era afortunado. Apenas estaba sin tele, algo que algunos pueden considerar saludable.
Quise viajar en subte a la radio, pero estaban interrumpidos. Entonces me tomé un taxi. No me gustan los taxis, pero no podía llegar tarde en un día feriado. No era justo para mis compañeros de radio. En el camino, la imagen de Camila me acompañó todo el tiempo. Hacía tiempo que me había convencido de que ella había desaparecido para siempre después de que nos separamos. San Bernardo había sido el escenario de nuestro adiós. Ella se fue al sur y nunca más supe de ella. 
Hasta ayer.

2.


Desde mi regreso a Argentina en el 2002 pasaron muchas cosas. Después de la renuncia de De La Rúa el 21 de diciembre de 2001 le sucedieron cuatro presidentes en dos semanas. Ramón Puerta duró dos días en el cargo, Adolfo Rodríguez Saa una semana y Eduardo Camaño tres días. El 2 de enero de 2002 asumió Eduardo Duhalde, quién finalmente tomó el timón del país para lograr estabilizarlo. Dicen que él fue el que inició el problema, movilizando a su gente para generar el clima de conmoción interior. Dicen que él controlaba la droga que entraba al país y muchas cosas más. Yo nunca vi pruebas concretas de nada. De hecho, nunca fue procesado por la Justicia. Eso no quita sospechas sobre el hombre, porque en un país como el nuestro, la justicia es muy relativa.
Durante un año y medio permaneció en el cargo presidencial. Asumió dos compromisos, convocar a elecciones para que un presidente electo asumiera el cargo el 25 de mayo de 2003 y no presentarse como candidato presidencial a las mismas.
Candidatos no faltaron. Menem quiso resucitar y no le fue mal. En primera vuelta salió primero, algo que muchos se olvidan. Pero el caudal de votos que obtuvo no alcanzó para tener un tercer mandato. Tuvo que competir en segunda vuelta con Néstor Kirchner, pero antes de realizarse los comicios entre estos dos candidatos, Menem decidió renunciar a su candidatura, motivo por el cual Kirchner resultó electo Presidente de la Nación con apenas un 22% de los votos. Lo curioso es que entre los dos, en la primera vuelta, no llegaban al 50% de los sufragios emitidos.
Duhalde le entregó a su sucesor un país con problemas pero bastante más ordenado. El país comenzó a crecer a partir de una economía que recibía millones de dólares gracias a un mercado internacional favorable para la producción agropecuaria. Kirchner retuvo a Roberto Lavagna, Ministro de Economía de su antecesor, en su cargo y todo parecía que iba a mejorar.
Entonces, el 30 de diciembre de 2004 ocurrió una gran tragedia Nacional. Esa noche me tocaba trabajar en la radio. Estaba haciendo mi programa cuando llega la noticia. Un local llamado República de Cromagnón se había incendiado. Las escenas que recuerdo haber visto en un primer momento eran de corridas, de gente cubierta de hollín, con la cara tapada con remeras para protegerse las vías respiratorias. Sirenas de ambulancias aullando sin parar, médicos desesperados por atender a todos los que se presentaban, los hospitales que colapsaban.
–Rescátense un poco porque se prende fuego el lugar –dijo el presentador antes de anunciar a Callejeros, la banda que iba a tocar esa noche. El local estaba habilitado para poco más de mil personas, pero se habían vendido tres mil quinientas entradas. Dicen que otras mil, la capacidad del local, habían ingresado sin entradas.
– ¿Se van a portar bien? –preguntó el cantante de la banda antes de empezar a tocar la primera canción. Lo preguntó dos veces y en ambas oportunidades la multitud contestó que sí. A partir de ese último sí, transcurrieron apenas dos minutos y medio antes de que se desate el infierno.
Desde el estudio de radio observaba el monitor sintonizado en un canal de noticias sin poder decir palabra. No podía creer que algo así pudiera estar ocurriendo. Se hablaba de un centenar de muertos. De cientos de heridos. Todo fue poco. Ciento noventa y cuatro víctimas fatales y mil quinientos heridos, muchos de ellos con secuelas que los acompañarán toda la vida. Mil quinientos heridos en un local en el que debería haber mil habla de la corrupción de un sistema que permitía a los empresarios hacer lo que quisieran.
Mucho ocurrió después de Cromagnon. Aníbal Ibarra fue destituido en su cargo de Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Bomberos, empresarios e, incluso, los directivos del servicio del Servicio de Asistencia Médica de Emergencia de la Ciudad fueron procesados. Algunos obtuvieron condenas.
Lo que siguió fue una campaña de clausuras e intimaciones de mejoras que alcanzó a escuelas, comercios de todo tipo. Pintura ignífuga, materiales prohibidos y muchas medidas más tendientes a evitar nuevas tragedias. No es que me queje por ello, el problema es que tuvieron que morir 194 personas para que esto ocurriera.
Sin embargo, esta tragedia no fue la primera de su tipo. Diez años antes, una disco llamada Kheyvis se incendió dejando un saldo de 17 muertos y 24 heridos. Se ve que la magnitud de este incendio no alcanzó para que se activen las medidas del día después. Porque nunca se toman medidas antes en este país, siempre son para que no se repita la desgracia.
Hoy, el foco está puesto en la ciudad de La Plata. Cincuenta muertos por lluvia. Parece increíble, pero es así. Porque todo esto ocurrió porque llovió demasiado.
Cuando volví a mi país lo hice con la esperanza de encontrar mi rumbo. Lo busqué en España y en los Estados Unidos, sin embargo, en cada lugar que viví fuera de Argentina no me hallaba a mí mismo. Aquí me siento en casa, con mis recuerdos, con mi historia, con mi herencia espiritual.
Creo que esta en mí ser un disconforme. No puedo evitarlo. Pero tampoco me la hacen fácil para que sea de otro modo. Cromagnon me dejó una marca indeleble. Como me la dejó Malvinas y la muerte de Enzo. Como me la dejó mi vieja, con su dolor por no saber qué había ocurrido con Gabriel, mi hermano, después de que un día decidió irse a luchar con los montoneros. Cromagnon fue un hito que cambió muchas cosas en esta ciudad, que cambió a mucha gente y durante mucho tiempo no pude pensar en otra cosa que en la gente que había muerto en lo que, para ellos, debía ser una fiesta. Jóvenes con sueños de amor, familias con niños, padres, madres, hijos. Todos envueltos en un infierno de humo y fuego.
Cada tanto paso por la calle Bartolomé Mitre, donde hoy un monumento hecho por la gente recuerda a los caídos del Rock. Siempre leo los nombres inscriptos en el muro. Es una forma de rendirles tributo, una forma de orar por sus almas. Cada nombre es una plegaria. Y un deseo para que estas tragedias no se repitan.
Ayer pasé por allí, a la salida de la radio. Recorrí el lugar, leí los nombres en voz baja y enfilé hacia Rivadavia para tomarme el 151 que me llevaría de vuelta a casa. Mientras me acercaba a la parada, vi una figura que esperaba en el colectivo. La luz difusa de la noche no permitía verla con detalle, pero al acercarme sus rasgos se me hicieron familiares. Ella se subió a un colectivo antes de que pudiera llegar a ver su rostro con claridad. Yo me subí al 151 que venía detrás. Me senté en el asiento del fondo y traté de reconstruir su rostro. Pero no podía. Las imágenes del pasado se superponían con aquella foto endeble que mis ojos habían registrado minutos antes.
Quizá mi deseo me haga ver visiones. Quizá ella haya sido ese fantasma que me ha perseguido durante tanto tiempo. Quizá sea ella. Mi Camila. Mi Rosaura. Aquella que me robó el corazón una noche de verano. Quizá sea hora de que me lo devuelva.

3.

Si naciste un 29 de marzo, como yo, seguramente tu cumpleaños caerá en Pascuas cada tres o cuatro años. Este año, mi cumpleaños cayó en Viernes Santo.
Nunca tuvimos una fuerte tradición religiosa en nuestra familia, pero las Pascuas son fechas en las cuales nos acordamos que alguna vez fuimos bautizados en la fe católica. Lo cierto es que esto es más fuerte en el caso de mis tías Lidia y Susana, las que, quizá porque ya están entradas en años –Lidia tiene 74 y Susana 68 –, se han acostumbrado a cumplir con los ritos religiosos con mayor puntualidad. Van a la misa de las 10 todos los domingos en la parroquia de Jesús en el Huerto de los Olivos y se confiesan puntualmente cada dos viernes. Incluso han tratado de convencerme de que las acompañe cada domingo. Gabriel pone la excusa de que tiene que atender el negocio, pero Nancy, su mujer, las acompaña junto con mis sobrinos.
Gabriel se casó en el 2005. Cuando me lo dijo, un año antes, no podía creerlo. En ese momento él tenía 47 años y me presentó a Nancy, una joven contadora de 29 años que trabajaba en el estudio contable que llevaba los libros de los negocios. Primero pensé mal, que Nancy era una viva que había visto la billetera gorda de mi hermano y que había decidido hacerla suya. Pero apenas la conocí me di cuenta de que no era así. Gabriel había tenido la suerte de que una bella mujer se había enamorado de él vaya a saber por qué. No tuve duda de que su amor por mi hermano era sincero y de que iban a ser felices.
No pasaron seis meses desde la gran boda antes de que la noticia del primer embarazo llegara y al cabo de un año del parto de mi sobrino Elías quedó nuevamente embarazada, esta vez de una niña a la pusieron Marcia.
La presencia de mis sobrinos hizo que me habituara a ir a almorzar todos los domingos a comer a la casa de mi hermano con mi familia. Nancy cedía el control de su cocina a mis tías, las que se encargaban de preparar abundantes platos de pastas mientras ella se ocupaba de atendernos, lo que significaba abrir una botella de vino, cortar queso Mar del Plata en dados, salamín picado fino en rodajas y aceitunas endiabladas. A veces, Gabriel tomaba el toro por las astas y prendía el fuego en la parrilla para preparar unas tiras de asado, vacío o matambrito de cerdo. Pese a que teníamos el restaurante junto a la panadería, nunca comíamos allí los domingos, porque la casa de mi hermano nos daba una intimidad que en un lugar público era imposible tener.
El Viernes Santo del año 2013 fue mi cumpleaños cincuenta. Medio siglo sobre esta tierra no eran, según mis tías, motivo para desdeñar las prácticas de ayuno y abstinencia que la fiesta religiosa mandaba, pero mi hermano y su mujer las convencieron de que, al menos, nos juntáramos a tomar un té y compartir una torta en mi honor.
Entre los temas de conversación no pudo faltar la homilía dada por el Papa Francisco más temprano ese día. La noticia de que un Cardenal argentino había sido electo Papa había sacudido a la Argentina. Reacciones de todo tipo aparecieron de inmediato en las redes sociales. Desde una fría carta de la Presidente de la Nación a muestras de alegría que, en un punto, parecían exageradas. Tampoco faltaron las acusaciones de los grupos más extremos que obligaron a personalidades como Adolfo Pérez Esquivel a salir en su defensa. Yo era muy chico cuando todo eso pasó y no puedo dar testimonio de lo que sucedió. Sin embargo, sé muy bien que de la misma manera que había sacerdotes que tuvieron una cuota de complicidad con los militares que nos gobernaron entre 1976 y 1983, también sé que hubo muchos que arriesgaron el cuello por aquellos que fueron objeto de persecución por la dictadura militar, lo que a muchos les costó la vida. En Argentina siempre se tiende a parcializar las cosas para peor. Un sacerdote comete abuso sexual de menores y la Iglesia es un club de pedófilos. Yo no tengo simpatía por los curas en general, como tampoco la tengo por los políticos. Tengo simpatía por personas concretas a las que conozco y de la que puedo dar testimonio de su obra. Como aquél sacerdote que vive en las villas y lucha contra el narcotráfico o el otro que trabaja en el Hospital Tornú dando alivio a los enfermos que están solos, ayudando a conseguir alojamiento a sus familiares de pocos recursos para que puedan acompañarlos en su dolor.
Volviendo al tema, el viernes finalmente nos reunimos en la casa de mi hermano a las cinco de la tarde. Tomamos té con facturas y soplé las velitas que ardían sobre una torta de chocolate con crema. En realidad lo hizo Marcia con ayuda de Elías, ya que a ellos les entusiasma más la idea del cumpleaños que a mí. Mi hermano me regaló algo que nunca quise tener, un teléfono celular y cargado en él estaba el número de una amiga de Nancy a la que debía llamar. Nancy fue muy insistente en este punto.
Elías se apoderó del aparato apenas lo encendí y comenzó a darme clases sobre cómo utilizarlo mientras que Marcia, colgada de mi espalda, no dejaba de preguntarme qué jueguitos tenía el teléfono. Me sorprende la habilidad de los pequeños para aprender cosas a las que uno parece rehusarse. A mis ocho años, allá por 1971, apenas si sabía encender el televisor y darle vuelta al dial para cambiar de canal. Sólo había cinco canales en aquella época, pero se veían tres. El dos, hoy Amércia, se emitía desde La Plata, así que a Olivos no llegaba, y el nueve tenía señal si no soplaba mucho el viento. Así que estábamos relegados a ver canal siete, que luego fue ATC para volver a convertirse años más tarde en canal siete, canal once, hoy TELEFE, y el trece. Tampoco era que había mucho para ver. Prefería más salir con mis amigos a andar en bici por el barrio o a patear la pelota en algún potrero. Elías jamás ha estado solo con sus amigos en la calle. Si quiere andar en bicicleta, va con su familia a la costanera de Olivos, a la cual llegan en auto. Juega al fútbol en la escuelita en la que lo inscriben cada año. O en la consola de videojuegos que le regaló Papá Noel en las últimas Navidades.
A las siete y media de la tarde mis tías le pidieron a Gabriel que las acerque a la parroquia porque a las ocho era el Vía Crucis, y no querían llegar tarde. Pese a que Susana se la pasa todo el día en la panadería y Lidia en el restaurante controlando que todo funcione bien, no pueden caminar las siete cuadras que separan a la parroquia de la casa de Gabriel. Yo aproveché para despedirme también y me fui caminando despacio por Pelliza hasta Maipú, donde pensaba tomarme el 152 hacia la Capital.
Mientras viajaba a casa, saqué el regalo del bolsillo de mi saco y lo examiné. Había una docena de números cargados. Los celulares de Gabriel y de Nancy, el de su casa, el de la casa de mis tías, dos de la panadería y uno del restaurante. Bomberos, policía, emergencias médicas y correo de voz y un número más.
El de Diana Falco.
Me quedé contemplando la combinación numérica que mostraba la pantalla. La suma de ellos daba un número par. Pareja es una palabra que tiene como raíz la palabra par. Igual o semejante. Liso y llano. Compañero o compañera en los bailes. Conjunto de dos personas o animales que tienen entre sí alguna correlación o semejanza. Cada una de estas personas o animales en relación a la otra. El diccionario puede ser muy útil para confundirlo a uno.
¿Qué correlación o semejanza podía tener con una mujer que no había visto jamás? Imposible saberlo. Al menos, mientras no la conociera.
Miraba el número mientras pensaba en una excusa para no llamarla. Pero sabía que iba a ser algo inevitable. Nancy tuvo la gentileza de mostrarme una foto suya en el Facebook y no podía argumentar que no era lo suficientemente bella. Abogada, 31 años, nacida en el mes de julio de 1981 en Rosario. Hincha de Rosario Central, le gustan los perros y sale a correr todas las mañanas. Lo cierto es que yo sabía que si no la llamaba, Nancy me iba a castigar con su cháchara hasta que lo hiciera. Esto es como ir al dentista, va a ser una tortura, ¿para qué entonces aguantarse el dolor de muelas durante un mes? Así que apreté el botón llamar y me puse el artefacto en la oreja izquierda.
– ¿Hola? –dijo una voz dulce después de tres repiques.
– ¿Hablo con Diana?
–Sí, ¿quién habla?
–Soy Matías Robledo…
–El cuñado de Nancy.
–Sí, soy yo.
–Nancy me dijo que podías llamar.
–Sí, seguro te dijo que te iba a llamar, porque ya sabemos cómo es Nancy.
–No sé muy bien a qué te referís.
–Nada, no suelo hacer esto.
– ¿Hablar por teléfono?
–Llamar a mujeres que no conozco.
–Ah, ¿entonces?
–Si querés, mañana podemos tomar un café.
–Podríamos.
– ¿Por qué barrio vivís?
–Por Palermo, cerca de Plaza Serrano.
–Cerca de ahí está Sullivan’s, en Borges y El Salvador.
–Sí, lo conozco. Después te mando un texto con mi dirección y me pasás a buscar. ¿Te parece a las seis?
–A las seis me parece bien.
–Bueno, te mando un beso. Nos vemos.
–Chau –dije antes de cortar. Levanté los ojos y vi que el colectivo estaba en Congreso y Cabildo. Guardé el teléfono y me levanté del asiento para tocar el timbre y bajar en la siguiente parada. De pronto, me di cuenta de que estaba nervioso por tener una cita.
Qué boludo.

4.

Las expectativas que una cita generan pueden ser insospechadas. Uno debería aprender a preocuparse por lo importante y no hacer un mundo de aquello que por naturaleza es insignificante. ¿Qué importa si a la camisa que elegí le falta uno de los botones del puño? Arremángala y nadie notará la ausencia. ¿Qué importa que el jean no esté planchado? Te queda justo, con lo que nadie notará la arruga. Pero no. Busco aguja e hilo y coso el botón, enchufo la plancha y dejo el jean prolijo y sin raya.
Cuando terminé miré la hora en mi viejo reloj de pulsera y comprobé que eran las dos de la tarde. Revisé el celular otra vez para ver si estaba encendido y si había llegado el mensaje de Diana, pero nada. Entonces decidí que lo mejor que podía hacer era salir a dar una vuelta. El clima era agradable, el cielo estaba despejado y una caminata me iba a ayudar a calmar mis ansiedades.
Salí de casa y enfilé mis pasos hacia Avenida Cabildo. Caminé hacia el sur por la Avenida hasta llegar a Juramento y decidí meterme en la librería que estaba en la esquina. Allí me puse a revisar los volúmenes que había a disposición del público. La última de Pérez Reverte, una antología de Asimov, las 50 sombras de Gris. Nada parecía atraerme lo suficiente. Entonces, entre las pilas de libros inmensos, encontré un ejemplar perdido de “El lápiz del Carpintero”, un libro que me habían prestado hace menos de una década y más que un lustro. Pequeño y compacto, pero bien jugoso, como esas uvas rojas que se comen al final del verano. Era un libro que tenía varios años de circulación, pero que yo nunca había visto. Fue un amigo Gastón Terrero, que había regresado de Roma con una deliciosa botella de Chianti que me trajo de contrabando en su equipaje de mano, quién me lo prestó. Lo leí en una tarde de domingo lluvioso en la que simplemente no tenía ganas de mojarme para tomar el colectivo hacia Olivos. Lo leí sentado en mi sillón de lectura, con la botella de Chianti abierta sobre la mesa y la copa siempre llena. Al menos, mientras hubo cómo reponer lo que me tomaba. Al terminarlo, estaba más ebrio por la lectura que por la bebida y me dije que tenía que comprarme un ejemplar para mí. Fui a la librería el lunes, pero no lo tenían en existencia. Entonces, intenté quedarme con la copia de Gastón, pero él es muy quisquilloso respecto de sus libros. Dicen que sólo los boludos prestan libros, pero los más boludos los que los devuelven. No tengo dudas de que yo soy un gran boludo. La vida me compensó un poco por mi boludez ese Sábado de Gloria. Tenía una cita con una mujer hermosa y un ejemplar nuevo de “El Lápiz del Carpintero” para nutrir mi biblioteca.
Al salir de la librería, mi celular sonó. Lo saqué de mi bolsillo y vi que tenía un mensaje de texto de Diana.
No pases por casa, te encuentro directo en el bar. Pasame tu face, así te puedo reconocer.”
Con gran torpeza por mi inexperiencia, le escribí un mensaje declarándome culpable de un gran pecado.
Perdón, pero no tengo cuenta en facebook. Me vas a reconocer porque estoy con un jean celeste, una camisa fondo blanco cuadriculada con rayas finitas verdes y en mis manos tengo un ejemplar de el lápiz del carpintero.
Antes de enviarlo, me di cuenta que el mensaje era demasiado largo. Además, si bien era difícil, no era imposible que en ese bar hubiera otro hombre vestido como yo. Al fin y al cabo, era un pub irlandés y ellos tienen fascinación por el verde. Así que lo borré y redacté otro más breve.
Yo voy a llegar temprano. Llamame en cuanto entres al pub.”
El teléfono me decía que eran las tres y media de la tarde. Con el apuro por estar presentable, me había olvidado de almorzar y el estómago me estaba pasando factura. Me sumergí en las fauces de la red subterránea de la ciudad y abordé una formación que transitaba hacia el centro. Cinco estaciones más tarde, bajé del tren y subí por las escaleras mecánicas hasta la calle donde escruté la situación bajo la atenta mirada de Giuseppe Garibaldi, que sobre su caballo de bronce controla todo lo que ocurre en Plaza Italia. Doblé por Borges hacia abajo y caminé derecho hasta Sullivan’s, donde ocupé una mesa del interior junto a una ventana.
Nunca elijo las mesas de la vereda. Palermo está lleno de boliches que tienen más mesas en la vereda que dentro del local mismo. Es curioso, al menos para mí, ver como no hay espacio libre en las mesas de afuera mientras que el interior está desierto. Ello pese a que las de afuera están separadas por un cabello de ángel con anorexia y, muchas veces, en desnivel por el estado calamitoso de las baldosas sobre las que se apoyan las mesas. Y pese a que la superficie útil de las mesas exteriores pierde por robo contra la de las interiores.
Pero la gente, en general, no es como yo. Yo me rijo por la comodidad. La gente, por lo que es cool. Es mucho más cool tener una conversación sentado en una mesa a la vista –y a los oídos –de cualquiera que pase por la calle que hacerlo con la reserva que da el vidrio de por medio. Es mucho más cool fumarse los vahídos de los escapes de los coches que pasan por la calle que estar en un salón bien ventilado y con aire acondicionado. Es mucho más cool comer bajo el rayo del sol, con la triste protección de una sombrilla que se ha declarado incapacitada para cumplir con su labor que disfrutar de la sombra que un techo ofrece. Sin hablar del riesgo que se corre de que la lluvia convierta tu ensalada en sopa de verduras.
Yo no soy un tipo cool. Lo confieso. Y a mis años, soy bastante hinchapelotas. No pierdo el decoro en afirmarlo, ni me avergüenzo por expresar mis opiniones, como cualquiera que haya escuchado mi programa de radio puede atestiguar.
“El Ocaso de los Dioses” nació al poco tiempo que regresé a Buenos Aires. Yo hacía un programa para Barcelona por internet, el mismo que hice durante el tiempo que estuve viviendo en Estados Unidos. Al regresar a Argentina en el 2002, seguí trabajando para la emisora española, pero la distancia me hizo perder un poco la conexión con el público catlán. Por ese entonces, Sergio Zelaya, el propietario de una radio de Palermo, me contactó y me ofreció un espacio en la FM que manejaba. Me dio el horario de 22 a 24 de lunes a viernes y como era el final del día y los días les deben sus nombres a los dioses romanos, decidí que el nombre era apropiado. Sergio me dio el visto bueno y salimos al aire por primera vez en diciembre de 2002.
El programa es un poco un tributo al Rock. Hago entrevistas, paso la música que me gusta y doy mi opinión sobre lo que sea. Tengo una locutora que me asiste y que, con el tiempo, se ha convertido en una segunda conductora del programa. Por mi estudio, ya sea en persona o por teléfono, ha pasado casi todo aquél que ha sido parte del Rock nacional y que aún sigue con vida. Charly, Nito Mestre, Lito Nebbia, Raúl Porcheto, Baglietto, Marilina Ross, Calamaro, León Gieco, David Lebón, Pedro Aznar. El flaco Spinetta, que en paz descanse. Todos pasaron por mi micrófono y de todos me llevé recuerdos increíbles. Recuerdo cuando, entrevistando a David Lebón, le confesé que el disco Serú Girán había sido el primer disco de rock que había escuchado en mi vida. Le propuse que escucháramos Seminare, pero David hizo lo inesperado. Pidió una guitarra y la tocó en vivo.
Pero el rock no es el único que ha estado presente en mi programa. He tenido largas charlas con personajes a los que, por respeto, les converso desde mi silencio. Como ha sido el caso de la vez en que Enrique Pinti aceptó mi invitación al programa. No hablamos de política. Ni de actualidad. Hablamos de lo que era hacer teatro en una época donde te cagaban a palos o desaparecías por dar la opinión que nadie quería escuchar. Que nadie no, que los poderosos no querían escuchar. Había muchos oídos ávidos de opiniones libres. Muchas mentes deseosas de ideas nuevas. Mucha sangre que hervía por hacer del mundo un mundo mejor.
Ese día era sábado y no iba a hacer mi programa. Me iba a encontrar, sándwich tostado de jamón y queso en pan de centeno bajado con un café con leche de por medio, con una hermosa mujer que tenía voz dulce y un futuro incierto en mi vida.
Mientras esperaba, Manuel Rivas y su lápiz rojo me hizo compañía. La mesera se acercó a mí en dos ocasiones, la primera le dije que no necesitaba nada y en la segunda le dije que me trajera una cerveza. Miré mi reloj y noté que las seis estaban a la vuelta de un cuarto de giro, con lo cual la lectura se hizo imposible.
Cómo parecer calmo cuando la ansiedad te corroe es algo para lo cual deben haber escrito varios libros. Lo cierto es que yo no he leído ninguno de ellos. Llamé a la mesera, le pedí que retirara la botella de cerveza vacía y que me trajera una botella de agua mineral. Pero enseguida reculé y cambié mi pedido por otra cerveza y unas bandejitas para picar. Quería ir al baño, pero no quería dejar la mesa vacía ni quería arriesgar a que alguien se llevara mi libro. Iluso de mí. Quién iba a llevarse mi libro.
Me levanté, hice una visita relámpago a los sanitarios y salí con las manos oliendo al jabón líquido que había a disposición de la clientela. Entonces, el teléfono comenzó a vibrar en mi bolsillo. Lo saqué de camino a mi mesa y atendí sin mirar la pantalla.
– ¿Hola?
–Hola, estoy casi ahí.
– ¿Diana?
–Sí, ¿mi número te aparece como número privado?
Entonces miré la pantalla y vi su nombre escrito en ella. –No, perdoná, no estoy acostumbrado a usar estos aparatos.
–¿En serio?
–Ayer me regalaron mi primer celular –. Escuché su risa. Era cristalina. Qué lindo es escuchar una risa cristalina –. Me senté junto a uno de los ventanales del lado de El Salvador.
–Ok. Ya entro.
Entonces ella entró. Parecía más alta en persona que en fotos, aunque tenía unos tacos que la levantaban varios centímetros del piso. Llevaba el cabello en una melena corta partida al medio de la frente y con una onda suave. Era oscuro y se veía abundante. Su físico era el ideal para mí, sin la delgadez extrema de una modelo y con la dosis adecuada de curvas en los puntos significativos. Vestía una camisa corta verde manzana con una musculosa amarilla y un pantalón blanco. Sus ojos se escondían detrás de lentes oscuros, pero apenas dio dos pasos dentro del bar se los quitó y reveló un ámbar brillante. Su rostro era bello y armónico, quizá con una cuota de maquillaje innecesario, en el que resaltaban unos labios delgados y una sonrisa que nacía en los ojos y se plasmaba en los dientes impecables. Adivinó de inmediato quién era yo y se dirigió hacia mí. Yo la esperé junto a la mesa, atento a las señales de su cuerpo para saber cómo saludarla. Ella se inclinó para darme un beso y yo me encontré con ella a mitad de camino.
–Hola –dijo –, otra vez.
–Hola –respondí –, dejame ayudarte con…
Acomodé su silla mientras ella se sentaba y luego volví a ocupar mi lugar. La mesera hizo su aparición con mi cerveza y los platitos con queso, jamón, maní y palitos salados.
– ¿Qué querés tomar? –le pregunté.
–Traeme un agua tónica –le dijo directamente a la mesera, la que se retiró sin decir nada.
–Bueno –dije por la mera necesidad de impedir que el silencio formara parte del encuentro –, acá estamos.
Ella sonrió –. Qué dulce, estás nervioso.
–El problema son las expectativas.
– ¿Cuáles?
–Las que otros han puesto sobre mí. Tu amiga Nancy, mi hermano, mis tías.
– ¿Nancy ya no es más tu cuñada?
–Algo me dice que el título de amiga, en este caso, pesa más que el parentesco.
–No, no creo. Lo que me sorprende es que te afecte tanto.
–Mi familia es muy pequeña. Siempre lo ha sido. Y la hemos pasado difícil. Yo viví muchos años afuera y lo que más necesité en mi exilio fueron ellos.
– ¿Exilio?
–Voluntario. Me fui porque quise irme, pero no me sentí inmigrante mientras estuve afuera, siempre me sentí un exiliado.
– ¿Y ahora? ¿No extrañás el afuera?
–Extraño a algunos amigos que han quedado allá, pero no extraño el lugar. No como extrañé a Buenos Aires.
–Yo viví dos años en Nueva York y fue heavy.
– ¿Por qué te fuiste?
–Fui a estudiar. Hice una maestría en Derecho Internacional Privado. La verdad es que no me arrepiento, porque me ha abierto muchas puertas, pero lo sufrí horrores.
–Yo viví en Boston, Madrid y Barcelona. En Boston estuve con un amigo, en Barcelona, solo.
– ¿Fuiste a Harvard?
–No, yo no. Yo estudié letras acá. Estuve allá haciéndole el aguante a un amigo que tenía el sueño de graduarse antes de morir.
El silencio hizo su primera aparición.
– ¿Lo logró?
–Sí, por suerte lo hizo. Después lo traje a Buenos Aires –No pude evitar la sonrisa al recordar sus últimas palabras.
– ¿Qué? –preguntó ella.
–Nada, me acabo de acordar de lo último que me dijo. Moribundo y todo, tenía un sentido del humor increíble.
– ¿Qué te dijo?
–No lo entenderías. Como dicen los ingleses, es un chiste privado. Así que sos abogada.
–Sí, trabajo en un estudio de Puerto Madero.
–Estudio paquete. ¿Te explotan mucho?
–Sí, entro todos los días a las 8 y no sé cuando salgo –dijo, y luego, como justificándose, agregó –, pero me gusta lo que hago.
–Si no fuera así, supongo que no lo harías.
–Sí –dijo –, supongo que sí.
– ¿Y qué haces cuando no estás en la oficina?
–Como, duermo, a veces me encuentro con alguien a tomar algo. Y otras cosas que no vienen al caso.
La moza llegó con la botella de agua tónica y un vaso largo, el que llenó a la mitad. O dejó medio vacío. Le agradecimos y se marchó con tanto sigilo como se había aproximado. Diana tomó un sorbo y yo hice lo mismo con mi cerveza. Luego agarré un dado de queso y me lo llevé a la boca.
–No me dejes comiendo sólo.
–Está bien, paso.
– ¿A dieta?
–Un poco.
–Yo debería ponerme a dieta, no para bajar de peso, más bien para ordenar un poco mis hábitos alimentarios.
–Se te ve bien.
–A vos muy bien y eso no te impide estar a dieta.
El piropo entró con tanta sutileza que ni se dio cuenta de que se había ruborizado. –Bueno –dijo –, es un poco de mantenimiento.
–Como los autos, un service cada 1500 kilómetros.
–Depende de qué tipo de service hablamos.
Ahí fui yo el que sintió el calor en sus mejillas. Ella se rió. La charla siguió por otras dos cervezas y una pizza que compartimos cuando dieron las ocho y ya estábamos con la mandíbula dolorida de tanto reírnos. A eso de las nueve y media pedí la cuenta y ella quiso compartir el gasto. Le dije que no había problema y, cuando la camarera llegó con el ticket le entregue mi tarjeta de crédito antes de que Diana tuviera tiempo de abrir su bolso. Ella quiso discutir y yo me disculpé.
–Lo que ocurre es que es un acto reflejo de tanto comer solo –le respondí. Firmé el cupón de la tarjeta y se lo entregué a la mesera con un billete adosado a modo de propina –. Otro acto reflejo –dije antes de que sus protestas se formalizaran.
Salimos de Sullivan’s y la acompañé a su casa. Era un coqueto edificio sobre la calle Serrano, nombre de Borges del otro lado de la plaza con forma de diamante que está en la intersección de estas dos con Honduras, dos cuadras antes de llegar a Avenida Córdoba. Entonces se produjo el momento de la definición. O me daba el besito de las buenas noches, o me invitaba a subir.
–Me gustó conocerte –dijo ella –, pero no soy de las que invitan a un hombre a su casa en una primera cita.

–Me parece justo –le respondí. Entonces, me apoyó una mano sobre el pecho mientras se ponía a distancia de un suspiro. Era media cabeza más baja que yo con esos tacos altísimos. De pronto, me pareció que crecía. Entonces, sus labios se encontraron con los míos para darle vida a nuestro primer beso.

jueves, 1 de agosto de 2013

BUSCANDO EL FANTASMA DE UN AMOR RECORRE LA ARGENTINA Y SU HISTORIA

Marcos ha decidido emprender un viaje especial. Cansado de tener el corazón roto por los fantasmas de su pasado, se ha subido a su auto y se ha adueñado de las rutas de Argentina para tratar de encontrarle un sentido a su vida. Desde cada destino, cada noche, hará su programa de radio y encontrará una compañera de ruta inesperada.

Buscando el Fantasma de un Amor, la novela en directo de FACEBOOK ha llegado a setenta entregas y ciento noventa seguidores, con un alcance de sesenta mil personas que siguen, semana a semana esta romántica historia.

Descubran la Argentina, sus pueblos, su gente y su historia. Y descubran que se esconde detrás de los fantasmas en https://www.facebook.com/elfantasmadeunamor?ref=hl

Desde Buenos Aires, los abrazo.

martes, 30 de julio de 2013

MI BUENOS AIRES QUERIDO. por Juan Brian Doyle. Texto completo.

1. LA VOZ DEL CIELO

Claribel tenía una voz celestial. Cantaba cada viernes por la noche en los bailes que se organizaban en el club Comunicaciones, el mismo en el cual sus padres se habían conocido veinte años atrás. Ella se vestía con sus mejores galas para subir al escenario: un vestido corto rojo con lentejuelas que devolvían destellos a las lámparas que la alumbraban, acompañado por unos zapatos de charol negro, medias de red al tono y una cinta de raso, también negra, atada al cuello para protegerse la garganta del frío. Bien podría haber estado desnuda, porque tenía el don de hacer que su público cerrara los ojos para poder concentrarse en las notas que brotaban de su garganta. Dicen que, cuando comenzaba a cantar, el tiempo se detenía. Dicen muchas cosas. Sin embargo, casi ninguna es verdad.
Su leyenda comenzó el día en que, a la mitad de su última canción, el público la vio levitar sobre el escenario. Una nube misteriosa se formó sobre las tablas y la energía la elevó con tal suavidad y sutileza que parecía que bailaba en los brazos de un ángel. Allí mismo, una mujer que había permanecido muda los últimos treinta años, pegó un grito y comenzó a soltar un rosario de palabrotas dirigidas, en su gran mayoría, a su difunto esposo y a su suegra. Uno de sus hijos, que había quedado privado del uso de sus extremidades inferiores, se levantó de un salto. Los músicos, presas del pánico por el alboroto que crecía como un huracán, soltaron sus instrumentos y corrieron detrás de bambalinas. No obstante, Claribel permaneció firme en su cantar, sin perturbarse ni por la ausencia de música ni por la histeria que se había apoderado de la multitud. Entonces, clavó un Do de pecho que hizo temblar la tierra. Los árboles perdieron sus hojas, las flores se cerraron y el escándalo cesó. Una constelación de estrellas se reflejaba en las lágrimas que habían brotado de cada par de ojos presente y un aplauso ensordecedor hizo que el sol brillara en plena noche.
La voz corrió de barrio en barrio y pronto cientos de personas afligidas por sus penurias comenzaron a acampar cerca de aquellos lugares donde se decía que La Voz del Cielo se presentaría. Club Comunicaciones, El Porvenir, Defensa y Justicia, Defensores de Belgrano, Atlanta. En la puerta de cada una de esas instituciones se agolpaban hordas desesperadas por saber si allí cantaría ella. Pero Claribel, asustada por lo que le había tocado vivir, había decidido que lo mejor para ella era mantenerse en el anonimato. Hasta que una tarde fue de paseo al jardín japonés donde, conmovida por la belleza de aquél parque, decidió dejar que su voz se suelte. Fue sobre un puentecito de madera, en una de las islitas artificiales, rodeada de flores, peces de colores y aves curiosas. En pocos segundos la gente comenzó a agolparse y, sin preocuparse por la belleza del  vergel, avanzaron sobre el césped, los árboles, las flores y los arroyos. Ella cantaba con los ojos cerrados y ellos contenían la respiración para no perturbarla. Pero al buscar más sosiego descubrió que estaba rodeada y lanzó un grito de horror que abrió los cielos de par en par. El viento se arremolinó en torno a la islita levantando una pared de agua que la escondió de la mirada de los presentes. Luego, un rayo fulminante cayó dentro del vórtice y, de inmediato, el viento se calmó. Todos se quedaron atónitos al ver que ella ya no estaba entre ellos. Se fueron cabizbajos, sin preocuparse por los destrozos que su presencia había provocado al lugar.
No fueron pocos los que creyeron que el ángel con el cual ella había bailado en el escenario del Club Comunicaciones había bajado del cielo para llevarla al lugar al cual pertenecía. Yo no creo nada, ni siquiera creo que mi hermana haya existido alguna vez. ¿Por qué habría de hacerlo? Si hoy de ella no me queda nada.

2. DE PADRE A HIJO

–Papá
–Que pasa, hijo.
–Quería hablarte de mi hermana.
– ¿De Claribel?
– ¿Tengo otra hermana?
–No, tenés razón, ¿qué querés saber?
– ¿Por qué no hay fotos de ella en ningún lado?
–Es difícil de explicar.
–Todos hablan de ella, que fue una santa, que fue un ángel.
–Pará un segundo, Gabriel. Aunque no lo entiendas, creo que te merecés saber toda la historia.
–Te escucho.
–Claribel no es mi hija, al menos no mi hija biológica.
– ¿Y de mamá?
–Tampoco.
– ¿Cómo?
–Fue hace unos treinta años. Mejor dicho, fue el 12 de febrero de 1966. Tu mamá y yo éramos novios, ella tenía veinte años, yo veintidós. Habíamos ido a bailar al Comunicaciones.
–Por los carnavales.
–En aquella época todo el mes de febrero era Carnaval. Era sábado y todos los sábados había bailes en el club. Tu mamá no se sintió bien y decidimos irnos. Salimos por la puerta de Tinogasta y San Martín y caminamos por la avenida hacia Bolivia, donde doblamos a la derecha. Tu mamá vivía en Bolivia y Baigorria, ¿te acordás de la casa de tu abuela?
–Si, me acuerdo.
–La cuestión es que cuando llegamos a la esquina de lo de tu abuela escuchamos el llanto de un bebé. Nos acercamos y allí encontramos a Claribel. Nos casamos dos semanas más tarde y adoptamos a tu hermana.
–Eso no me explica por qué no tienen fotos.
–No, pero al menos te explica algo del origen de tu hermana.
–OK, ahora explicame lo de las fotos.
–Bueno, aquí viene lo difícil de entender.
–Hagamos la prueba.
–Cuando encontramos a Claribel nos dimos cuenta de que no era un bebé normal. Para empezar, no tenía un rostro.
– ¿Cómo?
–Así, como lo dije. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas, ni boca. De hecho, ni siquiera tenía forma de bebé. Más bien era como una bola sin forma y sin color. No tenía cabello, no tenía brazos ni piernas, ni siquiera tenía piel. Pero tu mamá la tomó entre sus brazos y comenzó a cambiar. Después de unos minutos, Claribel era Claribel.
–No entiendo.
–Se formó como una bebé hermosa. Ojos oscuros, piel clara, una naricita preciosa, una boca fina y delicada, y le creció rápidamente una mata de cabello rojizo. La cuestión que cuando la llevamos a casa de tu abuela ella era una bebé perfectamente normal. Miento. Era una beba perfecta.
– ¿Y las fotos?
–Cada vez que quisimos fotografiarla la película se velaba. Pero sólo en las fotos que estaba ella. El problema era que ella irradiaba demasiada luz.
– ¿Luz? A lo sumo la reflejaba.
–No, no, era luz propia. Te dije que no lo entenderías. Nosotros recién al final lo entendimos. Nos dimos cuenta que Claribel en realidad era un ángel.

3. BAJO LA ESTATUA, UN RECUERDO

Perturbado por las palabras de mi padre, salí de mi casa, que por aquél entonces quedaba en la esquina de Pedro Lozano y Concordia, y comencé a caminar sin rumbo definido para tratar de acomodar mis emociones. Pensé en Claribel, pero la imposibilidad de ponerle un rostro a su recuerdo me llenó de congoja. Pensé que si realmente era un ángel sin rostro humano, al menos debería recordar los momentos que compartí con ella, si acaso éstos existieron alguna vez. Recordaba a mi madre, que murió muy joven cuando yo tenía nueve años. Mi hermana me llevaba ocho años, por lo que ya casi era una mujer. No recuerdo que haya ido alguna vez al colegio. Según supe, de pequeña demostró que podía leer y escribir, que podía hacer cálculos matemáticos y que nada de lo que le enseñarían en la escuela le sería de utilidad.
Recuerdo una mano cálida sobre mi hombro mientras el cajón que contenía los restos de mamá bajaba al foso que habían cavado para ella en el cementerio de la Chacarita. Recuerdo una voz tierna suspirándome al oído las palabras de alivio que tanto necesitaba. Recuerdo eso más que nada, que no hubo palabras, que no hubo consejos ni frases hechas. Ese suspiro vacío de todo contenido intelectual que era puro alivio.
De pronto, me encontré frente al Cid Campeador y me di cuenta que mi periplo no había sido casual. Allí, bajo la protección de la espada del caballero  español, mi padre le había robado el primer beso a mi madre. Allí le había dicho te quiero, allí se habían jurado amor eterno. Decidí que debía volver a casa y que debía perdonarlo, porque, sin saberlo, me había pasado los últimos trece años odiándolo por algo de lo cual no era culpable. Él había decidido mantener calientes las cenizas del amor que sirvió de base para fundar un hogar para que nuestras almas nunca sintieran el frío de la soledad. Yo me había negado a entenderlo. Me había negado a pensar que ese amor, en apariencia extinto, podía ser germen de felicidad.
Por suerte, siempre alguien está para darte un cachetazo y hacerte entender. Mi Buenos Aires querido, cómo te lo puedo agradecer.

4. LOS MÁRTIRES MUEREN DE PIE

Después de una larga charla con mi viejo decidí buscar el alma de mi ciudad. No me pregunten por qué, ya que no sabría darles una respuesta. Lo cierto es que al día siguiente decidí salir con mi libreta de apuntes a recorrer Buenos Aires en busca de historias que pudieran llenar el vacío que habitaba entre los renglones de mis páginas.
El azar me llevó al viejo barrio del Abasto, el mismo que había escuchado cantar a las mejores voces del tango. Allí recorrí senderos nuevos para mis ojos, me encontré con rostros distintos y, sin darme cuenta, me encontré visitando una ciudad distinta, aunque era la misma.
En la esquina de Gardel y Jean Jaurés me crucé con un viejo ciego que esperaba sentado en una banqueta vieja a que su sombrero se llenara de las limosnas que necesitaba para sobrevivir un día más. Saqué de mi bolsillo un solitario billete de a cinco y se lo coloqué en la mano. Él agradeció con su sonrisa a medio construir y soltó una bendición extraña. “No me bendiga, mejor cuénteme una historia de éstas calles” le dije en voz baja, y el viejo tosió para adentro para encontrarse con las palabras.
–Supongo que como es muy joven nunca escuchó hablar de Pascual Vidal –comenzó a decir –, yo era muy chico en aquel entonces y él ya era leyenda.
– ¿Quién fue?
–Un anarquista, el anarquista, el único político que prometió y cumplió.
Pascual había nacido durante la revolución del 80, en una oscura casa del barrio de Balvanera. Su madre murió en el parto en el mismo momento que su padre fallecía en una barricada defendiendo la autonomía de la ciudad. Creció en un orfanato de monjas, a las que, muy pronto, aprendió a odiar. Al cumplir los quince se escapó y comenzó a trabajar por la comida y por una cama caliente durante las noches descargando cajones de fruta para un tano que tenía una verdulería en la esquina de Sánchez de Bustamante y Humahuaca. Trabajaba de sol a sol y poco tiempo le quedaba para otras cosas. Un día de 1907 escuchó en la esquina de Pueyrredón y Corrientes la voz de Asunción Menéndez, esposa del Corcho Menéndez, que pregonaba por los derechos de los obreros que eran explotados con jornadas interminables y pagas miserables. Esa noche fue a una reunión de los anarquistas y, de inmediato, comulgó con sus ideas.
–Todos los jueves se reunían para discutir planes de acción destinados a reunir más adeptos y fondos para comprar armas para hacer la revolución. Después de dos años de estas reuniones, Pascual decidió que era hora de actuar.
Con la ayuda de tres de sus camaradas decidió atacar una patrulla de la policía para requisarles las armas. Dos revólveres y algunas balas fueron el pobre botín conseguido, insuficiente para enfrentar a las hordas de vigilantes armados con fusiles que salieron a barrer el barrio para encontrar a la banda de asesinos de policías. Pascual salió a la calle con su premio y prometió enfrentar hasta la muerte a la opresión encarnada en aquellos hombres vestidos de azul que atropellaban sin miramientos a cualquiera que tuviera cara de culpable. “Y si he de morir” dijo”, moriré de pie.”
El viejo hizo silencio durante un largo momento, como tratando de encontrar las energías para seguir con el relato.
–Pascualito era un buen tipo, la había pasado mal de pibe y ahora quería ajustar cuentas con el destino. Salió de su escondite con las dos armas que había robado y se enfrentó a nueve policías que se formaron como un pelotón de fusilamiento para ejecutarlo. Eso fue acá, en esta cuadra. Acá estaban los polis, y allá, a mitad de cuadra, se plantó él con los dos caños en la mano y comenzó a disparar.
El problema fue que Pascual no tenía idea de cómo usar un arma y sus disparos se perdieron en la nada. En cambio, los nueve ejecutores fueron certeros en las ocasiones que descargaron el cañón de sus Mauser. Sin embargo, Pascualito no caía. Siguió disparando aún cuando los cartuchos de los dos tambores habían sido gastados. Con sus ojos abiertos los miraba y gatillaba, esperando el momento en que su corazón dejara de latir. Los policías, aterrados, soltaron sus armas y se largaron a correr por Jean Jaurés hacia Córdoba. La gente, gente de esta cuadra, salió a la calle a recogerlas y a asistir al héroe de la tarde.
–Pero Pascualito no respiraba. Su cuerpo permanecía de pie, inmóvil, con los brazos levantados y las armas en sus puños. Estuvo así toda la tarde y toda la noche, hasta que la propia Asunción Menéndez llegó a comprobar lo que había ocurrido.
“Hoy los anarquistas hemos aprendido una lección” dijo ella “. Hoy nos han mostrado el cómo. Dejemos de hablar del por qué y pongámonos en acción por una Argentina libre.”
– ¿Tenés un pucho pibe? –me preguntó de pronto el viejo.
–Disculple, pero no fumo, jefe.
–Qué cagada. A Pascualito lo enterraron en secreto en los terrenos donde hoy está el shopping. Lo enterraron de pie, como murió. Dicen que cuando construyeron el edificio, allá por el año 30, un obrero se encontró con sus huesos. Parece que la calavera los miró feo y no se animó a sacarlo. Así que ahí está, enterrado en el corazón de su barrio.
Le agradecí la historia y seguí camino. Había algo en ella que me atraía, pero en general no me cerraba. Un político que cumple... Seguro que el viejo estaba tomado.

5. LA PUERTA

Esa noche no podía dormir. Había cenado pesado, un guiso de esos que se arman con las sobras de la semana anterior y que se sazonan con varias copas de vino tinto rebajadas con soda de sifón, un postre vigilante de tres colores, con buen queso Mar del Plata, batata con cerezas y membrillo bien duro, de los buenos. Me preparé un té de boldo para ayudar a las tripas a procesar todo aquél menjunje, pero lo único que logró fue provocarme un hipo con perfume a ajos que me hacía inmune a las mordidas de los vampiros. Entonces me puse el gabán y la bufanda y pegué la calle otra vez para perseguir una idea que había comenzado a circular en mi cabeza mientras revolvía sin parar la horrible infusión.
“Si Claribel era un ángel” pensaba “, seguramente la ciudad tendrá sus demonios.”
Para estas búsquedas insensatas no hay brújula más adecuada que los mandatos del corazón. El problema era que, en esos momentos, el pobre estaba agobiado por el peso del estofado y no podía pronunciar palabra, así que me subí al primer colectivo que pasó por Avenida San Martín y terminé caminando por las calles del centro de la ciudad.
En una esquina rara, las cinco esquinas de Libertad, Juncal y Quintana, me encontré con un tanguero de otra época. Sombrero de ala caída, traje negro a rayas, pañuelo atado en el cuello y un cigarrillo en la boca. Me puse en la parada del colectivo 67 simulando esperarlo y lo observe de lejos. Curioso era aquel pitillo interminable, que pese a enrojecerse su brasa a cada instante parecía no consumirse. Cerré los ojos para tomar el coraje necesario para encararlo, pero cuando los abrí descubrí que sólo medio paso nos separaba.
–Lo que Usted busca –me dijo sin que le pregunte nada –, lo encontrará en la intersección de Tres Sargentos y Reconquista en el momento en que la luz le quita su dominio a las sombras.
De inmediato, eché un vistazo al reloj y advertí que el alba se presentaría en menos de una hora. Quise agradecerle, pero ya no estaba allí. Así que apuré el paso por Juncal para llegar a tiempo al punto designado. Plaza San Martín, Florida, Paraguay, Reconquista, Tres Sargentos. Llegué montado en el viento, aún durante el reinado de las sombras, mientras el rumor del sol agitándose sobre el río. Esperé con paciencia durante varios minutos hasta que el aire comenzó a cambiar. Allí fue que advertí que en una pared de piedra se abría una puerta negra de la cual emergió un hombre peinado a la gomina enfundado en un traje gris que escondía su mirada detrás de un par de anteojos negros.
– ¿Lo conozco? –preguntó con tintes agresivos.
–No lo creo. De lo que estoy seguro es que yo a Usted no lo conozco –mentí. Más de una vez lo había visto en los noticieros atendiendo a los periodistas desde la sala de prensa de un Ministerio.
– ¿Va a entrar?
–Todo depende.
–Si quiere entrar le quedan unos segundos nada más.
– ¿Adónde lleva?
–Pensé que lo sabía.
–Creo saberlo, pero quiero estar seguro.
El fulano dibujó una sonrisa macabra. –No lo dude, esa es la puerta del Infierno. Pase, será bienvenido.
Tragué saliva y di un paso atrás. Las luces del día comenzaron a fortalecerse y la puerta comenzó a desdibujarse. No lo pensé, son cosas que no se piensan. De otro modo, no se hacen. Cerré los ojos, salté hacia el umbral y la puerta se cerró a mis espaldas.

6. ENEMIGO MIO

Al cerrarse la puerta me encontré rodeado por la más absoluta oscuridad. A tientas, intenté avanzar, pero la consistencia pegajosa del aire me impedía moverme con libertad. Tanto esfuerzo me dejó muy pronto agotado, por lo que me dejé caer al suelo para tratar de recobrar la energía que parecía que el lugar me arrebataba succionándola por mis poros. En algún punto creo que me quedé dormido. No puedo asegurarlo, pero cuando abrí los ojos ya podía distinguir algunas formas entre las sombras.
En un rincón –si es que en aquel espacio existen los rincones –, podía ver a un hombre abrazado a un tubo de ginebra. Era una de esas antiguas botellas cilíndricas con una terminación en forma de cúpula en la zona del pico y que necesitan de un corcho ancho para ser tapadas. En la mano tenía una jarra metálica, con mango al costado. Se servía dosis generosas de un alcohol que parecía no acabarse nunca, de las que daba cuenta ni bien servidas, y lloraba desconsolado. Pude advertir que no se trataba de un hombre de nuestra época. Vestía una levita de grueso paño negro y a su lado, junto a sus pies, yacía un sobrero de copa. Me miró por un instante con ojos vacíos de todo sentimiento y continuó con su ritual de servir y vaciar la copa. Quién sabe por qué motivo no atacaba el pico de la botella directamente, capaz que esa espera era parte de su castigo eterno.
De pronto, me di cuenta que estaba sentado en una silla de madera oscura frente a una mesa redonda de tablas mal clavadas. Una mujer vestida con un delicado y diminuto vestido de terciopelo rojo se acercó con intenciones de venderme sus servicios. La miré dos veces antes de decirle nada. Sus piernas eran largas y estaban enfundadas en finas medias de red negras que se enganchaban en un portaligas de encaje que apenas asomaba por la parte inferior de la falda. Su cuerpo crecía sobre ellas en la más absoluta armonía de formas, pero su rostro permanecía oculto bajo un extraño velo que parecía estar formado por algo similar a una densa neblina invernal. Le hice una seña para hacerle entender que no tenía interés en lo que tenía para ofrecerme y se dio vuelta para marcharse. Entonces, pude ver las extrañas espinas que crecían en su espalda, como si fuera una rosa con espinas y todo.
–Qué hace aquí –preguntó de pronto una voz poco amable. Del otro lado de la mesa se había sentado un hombre de traje color canela y sombrero de paja que me miraba con su único ojo sano. Una horrenda cicatriz bajaba desde lo alto de su frente atravesando la cuenca vacía de su ojo derecho para extinguirse a milímetros de la comisura de los labios.
–No lo sé exactamente –comencé a decir –, encontré un ángel en Buenos Aires, supuse que debería haber un demonio.
–Demonios y ángeles hay en todas partes, no hay nada extraordinario en su hallazgo.
–El ángel era mi hermana.
– ¿Busca su antípoda?
–Quizá.
– ¿El suyo o el de su hermana?
– ¿El mío?
– ¿Por qué se sorprende? Todo ser tiene su opuesto, su enemigo, su Némesis.
–Nunca pensé en ello.
–A otro con mentiras. ¿Quiere verlo? Vaya hacia allá, hacia esas cortinas negras. Descórralas y encontrará la verdad.
La verdad. Que miedo que mete esa palabra. ¿Realmente quiero saberla? Al menos eso me pregunté en ese instante. Todos en el lugar giraron sus cabezas hacia mí mientras avanzaba sin prisa hacia el cortinado. La presión de miles de ojos en mi nuca me hizo temblar. Tomé la cuerda y tiré de ella con un golpe seco y fuerte, la tela se corrió y un espejo quedó al descubierto. – ¿Qué es esto?
–En ese espejo verás el rostro de tu peor enemigo –dijo la voz mientras se alejaba. Me acerqué con cautela y descubrí una superficie opaca sin lustre ni brillo. Parecía más un trozo de obsidiana poco apto para capturar reflejos. Sin embargo, al acercarme más pude percibir ciertas imágenes que me provocaron una gran amargura. Deformado por los años, con las huellas propias de una vida derrotada por los agobios que provocan las penas mal purgadas, el rostro de mi enemigo me resultaba demasiado familiar.
“Mi vida está condenada al fracaso” pensé “si mi peor enemigo soy yo mismo.”
Enterré el rostro entre mis manos para que nadie se diera cuenta de las lágrimas que la revelación me había arrancado. Ahogué los sollozos, contuve la respiración y deseé morir. Pero es imposible morir en el infierno.
Entonces, una canción comenzó a escucharse. Venía desde lejos, y un impulso me llevó a perseguirla. Allí estaba la puerta que antes había traspasado; allí también estaba el demonio que vigilaba la entrada. No me impidió la salida, quizá no tenía aún derecho sobre mi alma. Traspasé el umbral y respiré otra vez. Amanecía en aquél rincón de Buenos Aires y yo tenía la esperanza de que todo pudiera cambiar.

7. NO LLORES, BUENOS AIRES

Caminé por Reconquista hasta Córdoba, subí hasta Florida y recorrí la peatonal vacía, sumido en mis pensamientos. A cada paso, contaba las manchas en el suelo, calculaba la distancia entre las baldosas, buscaba códigos extraños donde no había nada. El viento arremolinaba papeles, levantaba basuras y sacudía bolsas vacías de celofán. Las nubes se agolpaban y las primeras gotas se dejaron sentir. Miré el cielo como un acto reflejo y se me cruzó la letra de una vieja canción de los Everly Brothers que el trío noruego A–ha rescatara veinte años después.
“Lloraré bajo la lluvia”.
No estaba mal la idea.
Me arrojé dentro de la estación Florida del subte B y recorrí sus pasillos desiertos para llegar hasta el andén. Esperé apoyado contra una columna a que llegara la formación que me dejaría en Chacarita, con el deseo de sostener un pucho entre los dedos. Hace años que no fumo, sin embargo, esa necesidad de sostener el caño, jugar con el filtro, tenerlo colgado del labio, pitando de a ratos para matar el tiempo, se me hacía urgente. Ahí me acordé de una vieja película en blanco y negro que había visto muchos años atrás cuando TELEFE era canal 11 y cuando el cine nacional aún tenía un espacio en la tele. Recuerdo que el presentador era Gogo Safigueroa, ya fallecido, y que era una película de los cincuenta. Los automóviles negros, enormes, un tango y el humo del cigarrillo. Creo que ese era el título del film. Humo de cigarrillo. Alguna vez la busqué en Google y no la encontré.
El inconfundible chirrido de los frenos llegó a la estación antes, incluso, que las luces del vagón que encabezaba la caravana. Se detuvo suavemente y abrió sus puertas para dejarme entrar. De un rápido vistazo pude ver a los que serían mis acompañantes durante los siguientes minutos. Un ciruja, abrazado al cartón de vino barato; un par de laburantes, aún con sus uniformes de vigilador puesto, que habían recibido su relevo; una dama de la noche con ojeras inmensas y un pibe escapado de otra película. Me senté en diagonal a la mujer, tratando de no mirarla. Se notaba que el cansancio que cargaba no era de una noche sino de toda una vida. No tendría más de treinta y, no obstante, parecía que su reloj adelantaba unos veinte años.
En cada una de sus detenciones las puertas se abrían para dar la posibilidad a los pasajeros de subir o bajar del vagón, pero la mayor parte de estas chances eran totalmente desaprovechadas. La mujer se bajó en Malabia y en Dorrego me levanté para quitarle un peso a mis piernas. El ciruja roncaba, el pibe jugaba con su celular, los vigiladores conversaban en silencio. Éstos últimos bajaron conmigo en Lacroze y caminaron en dirección a la estación de tren para continuar el largo viaje que terminaría en sus camas. Yo salí a mojarme en la lluvia que caía con ganas. Hacía un frío terrible, pero mi gabán era impermeable, así que avancé hacia los arcos de piedra que marcaban la entrada al cementerio con valor.
El Cementerio de la Chacarita es una necrópolis gigantesca donde miles y miles de porteños se encuentran disfrutando de su último descanso. Hileras interminables de cruces, monumentos funerarios, bóvedas familiares y los nichos, aquellas monumentales cajoneras subterráneas que organizan en prolijas filas y columnas el pequeño espacio de adoración que les queda a los vivos para visitar la memoria de los suyos. En una ocasión, cuando la abuela de una ex novia falleció, mi ex me dijo que quería ser cremada y que sus cenizas fueran esparcidas al viento en algún lugar alto.
–Así –dijo con una falsa melancolía en su voz –, quién quiera estar cerca de mi recuerdo, sólo deberá ponerse de cara al viento –. Sus palabras no me llegaron entonces, pero allí, mientras caminaba bajo la lluvia por el sembradío de cruces, habían adquirido sentido.
Tardé cerca de una hora en encontrar la tumba de mi madre. Hacía mucho que no la visitaba y en un paisaje tan parejo es difícil mantener puntos de referencia. Me senté junto a la cruz y acaricié el retrato gastado que la identificaba. Le hablé durante una hora y media, contándole las cosas que hubiera querido contarle de no haberse ido, preguntándole las cosas que hubiera querido preguntarle si aún estuviera conmigo. Entonces estuve listo para matar a esa bestia interior que durante tanto tiempo se alimentó de mi alma. Lloré mucho, por qué negarlo. Lloré más de lo que se puede llorar en toda una vida. Y después me quedé en silencio junto a ella. Entonces noté que el suelo se ponía blanco. Levanté la cabeza para ver que la lluvia se había endurecido y que los copos de nieve llenaban el aire. Sin darme cuenta, empecé a sonreír. Me levanté del suelo y me limpié la cara con un pañuelo. Entonces escuché a alguien suspirarme al oído.
–Todo va a estar bien –decía mientras una mano cálida recorría mi rostro. Era ella, que había regresado para despedirse. Sus alas enormes estaban abiertas y se agitaban lentamente para mantenerla flotando.
–Claribel... –dije lleno de incredulidad.
– ¿Todavía pensás que no existí?
– ¿Cómo está mamá?
–Feliz. ¿Y vos?
Lo pensé un segundo. –Creo que también –respondí, y ella me regaló una última mirada antes de desvanecerse entre un manto de niebla. En el suelo encontré un copo de nieve que se había petrificado para siempre. Cada vez que lo veo me encuentro con esa sonrisa otra vez.
No sé como terminar esta historia. No quiero caer en los lugares comunes, como decir que me fui caminado entre la nieve con una melodía entre los labios. Lo cierto es que en las calles de Buenos Aires encontré los pedazos de una foto rota que el viento había dispersado.
No llores, Buenos Aires, que nosotros lloraremos por vos.

Qué mierda. Mejor me quedo callado.