CARTAS
DE UN AMOR
QUE
NO FUE
Por Juan Brian Doyle.
PRIMERA
Querida Tú:
Quizá te haya visto antes, quizá nos hayamos cruzado sin vernos muchas
veces antes de aquél día. Lo cierto es que en todas esas ocasiones en realidad
no te había visto. Hasta esa tarde en la que, por primera vez, te vi.
Recuerdo tu vestido. Largo hasta los tobillos, con su estampado alegre,
marcaba tu figura a la perfección. Recuerdo el vuelo de tu falda cuando te
dabas vuelta o girabas, y el brillo de tus ojos coronando esa sonrisa tuya que
siempre me cautivó. Recuerdo haberme quedado inmóvil en la salida de la
escalera observando cada detalle tuyo. Recuerdo que alguien que venía detrás de
mí por la escalera me puteó por no moverme.
No te conocía. Llegaste de otro turno con un grupo de amigas. Así que nunca
estabas sola. El tiempo pasó y nos fuimos acercando. Cultivamos una pequeña
amistad que fue perfume y espina para mi corazón. Si tenía que dolerme estar a
tu lado, que duela nomás. Peor hubiera sido no poder conocerte.
Hasta que ese día en la que la suerte quiso dejarnos varados en una zona
inhóspita tras un accidente tonto. Una desgracia con suerte que, aparte de un
bollo en la cabeza, me regaló un abrazo tuyo que aún atesoro en mi memoria. No
fue nada. Vos llorabas y pedías refugio. Yo te mostré mis brazos y te lo di.
Vos encontraste calma y consuelo. Yo te encontré. En ese momento supe que aunque
nunca me amarías, siempre tendría un lugar en tu corazón.
Preguntarás por qué esta carta. Por qué decir todo esto que te digo. Porque
todo silencio tiene su precio y ya no puedo pagarlo más. Porque cada vez que el
azar decide mostrarme una foto tuya siento las espinas que me lastiman pero no
el perfume que me reconforta. Así, dejo mi secreto libre, aunque es probable
que nunca sepas que estas letras son para ti. Como nunca supiste que eras la de
aquél cuento.
En fin, se ha dicho aquello que había condenado al silencio. Siempre he
sido ordenado para el amor, aunque el desorden reine en el resto de mi vida.
Por eso, jamás te hablé de lo que sentía. De lo que siento. Es posible que esta
carta sea una forma de no hacerlo. Así que me despido de ti con el afecto que
siempre te tuve, siempre te tengo y siempre te tendré.
Yo.
SEGUNDA
Querido Tú:
No puedo salir de mi sorpresa. No sé si fue el azar o el destino lo que
hizo que me cruzara con tus palabras, pero cuando las leí supe al instante que
esa a la que llamas Tú soy Yo. El detalle no era mucho, pero fue suficiente como
para que mi corazón me transportara a aquellos días que tanto compartimos.
Yo también guardé mis secretos. Tú no estabas solo en aquellos días, y cada
vez que hablabas de ella me quedaba claro lo mucho que la amabas. ¿Qué
esperanza podía tener yo? Es cierto que el corazón puede partirse para amar a
más de una persona, pero no todos estamos preparados para hacerlo. Yo no lo
estaba. Como, seguro, tampoco lo estabas tú. Sin embargo, no podemos negar
nuestros impulsos. Esas espinas y ese perfume de los que me hablaste, yo
también las sentía. No fueron pocas las veces en las que, cuando nos
despedíamos, me imaginaba que te atreverías a robarme un beso. Pero siempre
fuiste demasiado correcto.
No creo que haya sido miedo. Sé que no sos un cobarde. En todo caso fue esa
prolijidad que decís tener para el amor. En todo caso fue saber que cultivar en
mí expectativas de que hubiéramos podido tener un futuro juntos hubiera sido
algo cruel.
Aquí estamos. Cada cual hizo su camino y cada cual encontró la felicidad.
Sin embargo, la nostalgia de lo que no fue nos hace viajar a ese tiempo en que
éramos más jóvenes y no supimos ser irresponsables. ¿Por qué tanta corrección?
¿Por qué no más transgresión? No es un reproche. No te lo reprocho ni me lo
reprocho. Quizá ese misterio sin resolver es lo mejor que pudimos tener.
Recuerdo esa noche. Recuerdo mi desesperación. Pero, por sobre todo,
recuerdo ese calor irreal que me envolvió ni bien me tomaste en tus brazos. En
tus ojos supe ver que todo iba a estar bien. Y el llanto se extinguió.
No sé si quiero saber a qué cuento
te refieres. Te he leído muchas veces y no llego a vislumbrar a cual de tus
historias te refieres. Saber que te he inspirado me ha llenado de satisfacción.
Quizá hubiera preferido ser el alma de alguno de tus poemas, pero,
conociéndote, no le fuiste infiel con un beso, ¿por qué lo harías con un poema?
No quiero despedidas. Quiero saber que siempre seguiremos unidos por ese
afecto tan nuestro que nadie más que nosotros podrá jamás comprender. Por eso,
te pido que nunca me digas adiós.
Con todo mi cariño.
Yo.
TERCERA.
Querida Tú:
Cuánta felicidad me produce recibir una respuesta tuya. Te he leído y
releído mil veces y cada vez que lo hago encuentro un nuevo sentido a las
cosas.
Fui cobarde. Lo admito. Disfrazar mi miedo de prudencia es, al menos, un
acto de hipocresía al que en realidad debería calificar de canallada. Parece
que nuestras mentes estaban conectadas más allá de lo que queríamos admitirlo.
Más de una vez pensé en burlar las defensas endebles que me ponías y asaltar tu
boca con mis labios. Pero tenía miedo. Como tuve miedo de hablarte de lo que
sentía. Aún hoy tengo miedo. Quién sabe la avalancha que podría caer sobre
nosotros si nos encontráramos en ese beso. Porque, admitámoslo, jamás hubiera
quedado la cosa en un beso.
Soy cobarde. No tengo miedo de negarlo.
De todos modos, ya es tarde. Sé que sos madre, sabés que soy padre. Siempre
quise ser padre. Algo raro en un hombre. Yo quería tres cosas, ser un oficial
de caballería en el siglo XIX, volar al espacio profundo y tener hijos. Sabía
que la primera era imposible y que la segunda era improbable, por lo que me
aferré a la tercera con todas mis fuerzas. Y soy padre.
Estoy convencido que un padre se debe a sus hijos. Debe vivir su vida con
la convicción de que tiene una misión. Y esa misión se cumple si sus hijos son
felices. Nunca he podido poner a otra mujer en la foto familiar que a ella.
Incluso antes de conocernos, ella ya estaba en esa foto. Por ello mi cobardía.
La cadena de eventos que ese beso robado del que hablaste hubiera iniciado es
probable que sólo nos condujera al desastre.
No creo que un poema me convierta en un infiel. Pero sería deshonesto. El
cuento fue algo sutil e inocente. Ni siquiera en él pude hacer que tuviéramos
una aventura. Fue una metáfora de lo que tuvimos y de lo que nunca tendremos.
No sé que más decir sin perderme en mi propio discurso. No puedo terminar
una carta sin despedirme. Sería como no decirte hasta mañana cuando me bajaba
de tu auto cada noche que me acercabas a casa después de la facultad. Pero si
no quieres despedidas, no se me ocurre como cerrar estas palabras. Quizá sirva
un beso.
Yo.
CUARTA
Querido Tú:
Un beso sirve. Un beso siempre sirve. Sirve para evocar emociones viejas y
para cultivar nuevas. Sirve para sellar pactos o para traicionar a los que
amas. Sirve para dar un consuelo o para marcar a fuego un amor
Un beso me hubiera servido en aquél momento. Pero tenés razón, no me
hubiera alcanzado. Ni uno ni mil. Porque yo quería mucho más que un beso en aquél
momento. Vos estabas con ella, yo estaba sola. Vos estabas en medio de fuego
cruzado, yo no tenía nada. Y quería tener algo.
No estabas preparado para semejante batalla. Yo tampoco. Por eso no hice la
primera jugada. Podría haberte besado yo, seguramente todo tu mundo habría
temblado, seguramente muchas de tus estructuras se habrían venido abajo. No
creo que el resultado hubiera sido positivo. Pensando en abrir una puerta a la
felicidad, nos habría llevado a la antesala del infierno.
Tuve muchas malas experiencias. Amores no correspondidos, amores
traicioneros, amores enfermos. Otras cosas disfrazadas de amores. Y tuve amor.
No sé que tuve contigo. Porque me correspondías. Me lo has dicho y me lo has
vuelto a decir. Un amor que no fue. Un amor que dejamos en coma y que, por más
que lo desconectamos del respirador, se niega a morir.
Querido Tú, mirar al pasado sólo sirve para entender las heridas que
trajimos a nuestro presente. No debemos lamentarnos más. No debemos emitir
juicios ni imponer condenas. Acusarte de cobarde es absurdo. Lo tuyo fue un
acto de coraje. Coraje para decirle no a lo que tu piel te pedía. Es más fácil
dejarse llevar por un arrebato de concupiscencia que tomar una decisión
racional.
Lo que pasó, pasó. No podemos volver el tiempo atrás. Y si pudiera, no
querría hacerlo. Estoy feliz con mis decisiones. Y espero seguir siendo feliz
con las que he de tomar en el futuro.
No me rindo al pasado. Me entrego al presente y espero por el futuro. Quién
sabe las vueltas que tendrán nuestras historias. Quizá vuelvan a cruzarse en
algún punto. Quizá nunca se acerquen. Como sea, no voy a quedarme en lamentos.
Ni en prudencias. Viviré lo que me toque bajo el mandato de mi corazón.
Hasta ese entonces, te dejo un beso.
Yo.
QUINTA
Querida Tú:
Mi espíritu siempre ha sufrido el estigma de la nostalgia. Vivo en una
época en la cual la gente no se toma el tiempo para escribir cartas. Usan esos
monigotes horribles para reemplazar las palabras en sus mensajes. Es alarmante
ver a todo el mundo desconectado de la realidad en la calle. Todos con
auriculares en los oídos, todos con la mirada vacía.
Mi espíritu se formó en otra atmósfera a la que hoy se respira. Pasábamos
tanto tiempo en el bar de la facultad como en las aulas. Una mesa, un capuchino
con el aditivo de gotas de lo que cargara mi petaca, una conversación. Podíamos
ser dos, tres o treinta en torno a esa mesa. Y las charlas se prolongaban hasta
el momento en que los que explotaban el bar nos decían que se querían ir a su
casa. Pobres, lo que nos han aguantado.
Hoy nadie tiene tiempo para sentarse a conversar. Te cruzás con alguien en
la calle y le sugerís sentarse en un café y, enseguida sale la excusa. Te mando
un mensaje y arreglamos. Y ese mensaje nunca se manda.
Yo mismo hago eso. No sé porqué.
Es muy cierto lo que decís. Lo que pasó, pasó. Creo que yo me he rendido al
pasado. Creo que me cuesta entregarme al presente. Y cada vez espero menos del
futuro. ¿Será el alcohol el que habla o yo? No lo sé. Tampoco he tomado tanto.
Apenas un whisky o dos. Será difícil reconocer en mi lamento a la persona que
yo fui. Lleno de sueños e ilusiones. Lleno de esperanzas y proyectos. Hoy soy
un acaparador de frustraciones.
En el pasado te dije que no fue mi vocación sino la inercia la que me llevó
a recibirme. Nunca tuve la pasión que veo en muchos de nuestros colegas para la
profesión. Nunca tuve tu pasión para hacer esto que hacemos. Me resultó fácil
estudiar, no tuve muchas complicaciones en recibirme y tampoco me generó
demasiados problemas el ejercicio de la profesión. Pero la ausencia de amor a
lo que uno hace lo vuelve un acto vacío. Y el desencanto de ideales no
cumplidos comienza a pesar.
No sé por qué no estudié otra cosa. Siempre quise escribir. ¿Por qué no lo
hice? Si en clase, muchas veces, cuando algún profesor me aburría, me dedicaba
a escribir cuentos. Ellos pensaban que tomaba apuntes. Cuántos apuntes. Si
hubieran visto mi cuaderno…
Nunca vi mi afición por los cuentos como una posibilidad real de carrera.
Sólo como un hobby peligroso que me hacía, por momentos, perder la dimensión de
lo real. Pero, ¿qué es lo real? ¿Cumplir con un horario? ¿Cumplir con las metas
que otros fijan para ti? Lo real es el cheque que llega a fin de mes. Al menos
eso pensaba. Ahora creo que es una ilusión que nos han incrustado en el
inconsciente para que nos sometamos a los cánones que otros han fijado para que
seamos dignos miembros de la sociedad.
¿Qué tiene que ver esto contigo? Nada. Sólo el desvarío de un hombre que se
da cuenta que ha dejado escapar demasiadas oportunidades. Ni siquiera eso.
Estoy cansado, ¿sabés? La vida puede hacerte eso. Te puede cansar. Te puede
vencer. Han sido semanas difíciles. Meses. No sé si lo sabes, pero mi padre
estuvo enfermo. Cuidarlo ha sido más pesado de lo que hubiera querido. No que
no haya amado a mi padre, pero el dolor de verlo deteriorarse semana a semana
ha sido insoportable. Cuando era chico, él era un gigante que me protegía. Al
final, ni la sombra de aquél gigante permanecía. Lo más duro es darse cuenta
que, de repente, estás solo.
¿Mis hijos habrán visto ese gigante en mí? Yo nunca se lo dije. Tanto que
nunca dije. ¿Por qué? ¿Por qué nos cuesta hablar con el corazón?
Discúlpame por este lamento de madrugada, por la incomodidad que estas
líneas te puedan ocasionar. Pero este también soy yo.
Me estoy acostumbrando al sabor de estos besos que recíprocamente nos
enviamos. Sale uno, esperando ansioso lo que venga.
Yo.
SEXTA
Querido Tú:
Es fácil acostumbrarse al dulce. Cómo no. Recibir tus cartas ha sido algo
inesperado y aunque el peso de la melancolía tiña el color de tus letras,
disfruto mucho leerte.
No sé. No tengo tu capacidad para poner en negro sobre blanco mis ideas.
Mucho menos mis sensaciones. Sólo sé que desde que recibí la primera algo en mí
cambió.
Cómo explicarlo. Mi vida se había encarrilado en un sentido. Encontré un
lugar en mi profesión, encontré mi lugar como esposa y como madre. Mi vida transcurría
cumpliendo con los vencimientos que periódicamente tus obligaciones te
presentan. Inicio escolar, acto de 25 de mayo, ayudar con exámenes, vacaciones
de invierno, visitas al médico, exámenes finales, vacaciones. Trabajar de lunes
a viernes, atender cuestiones familiares, planear fines de semana, encontrar un
momento para estar con mis amigas y darnos un espacio –él y yo –para vivir
nuestra intimidad.
Mi vida está agendada. De día a día y de año a año. Es difícil que tenga un
sobresalto –, aunque los tengo –, tan difícil como que tenga una sorpresa. Vos
me sorprendiste. Y tus cartas abrieron un espacio en mi vida en el que nadie
más que yo tiene un lugar. Porque no soy ni madre, ni hija, ni esposa ni
hermana. Soy yo. Y por eso tus cartas se han vuelto tan importantes.
Lamento lo de tu padre. Nunca lo conocí. Es muy raro, nunca conocí nada de
ti. Pese a ello, creo que te conocía mucho. Ahora que lo pienso, nunca
conociste a nadie de mi familia. Ni a mis padres ni a mis hermanas. Da la
sensación de que, en lo inconsciente, siempre quisimos que esto que tenemos
fuera algo clandestino.
Hablar desde el corazón es muy difícil. Te deja muy expuesto. Hay quienes
pueden escupir te quieros a los cuatro vientos. Hay quienes creemos que no son
palabras que puedan decirse sin el respaldo adecuado en tus sentimientos.
No quiero dejarte esperando eso para lo cual estas palabras son sólo una
excusa. Aunque, confieso, este juego previo que hemos entablado me seduce
mucho. Un beso es el sello perfecto para estas palabras que te dedico. Recibí
el tuyo y envío uno en respuesta.
Hasta tus próximas letras.
Yo
SEPTIMA
Querida Tú:
Leerte me cambia el humor. Me estoy volviendo adicto a ti. Si no encuentro
en este lugar anónimo tus palabras, mi mente empieza a deambular por pasillos
oscuros.
Pienso en ti a cada momento. Cuando viajo hacia la oficina, cuando estoy en
una reunión con mis socios, cuando reviso mi correo electrónico. Si el teléfono
suena, puteo porque ese timbre horrible ha hecho que tu imagen se desdibuje. Al
bajar a almorzar pienso que vos podés estar en un lugar cercano comprándote
algo.
Elegimos caminos diferentes para nuestra profesión. Vos elegiste trabajar
en lo público, yo del otro lado del mostrador. Sin embargo, nunca nos ha tocado
cruzarnos. No sé dónde trabajas. Lo supe alguna vez, pero sé que tu cargo es
itinerante. Seis meses aquí, seis meses allá. Así es difícil seguirte el rastro.
Pienso en ti en este momento. Es tarde. Aquí todos duermen. ¿Dormirás tú? O
estarás despierta, mirando la pantalla de tu portátil, esperando ver mi carta
llegar. Pienso en ti a cada segundo. ¿Te lo dije? Pues lo diré de vuelta,
pienso en ti.
Ayer la nostalgia me abrumaba, hoy me siento con una fuerza que hace
décadas que no sentía. Siento que soy capaz de vencer cualquier obstáculo, que
puedo atravesar las barreras invisibles que nos separan.
Esa efervescencia que me ha invadido me da la fuerza para escribir sin
miedo. No me importa nada. El tiempo es nuestro para hacer con él lo que
queramos y lo que quiero es no alejarme más de ti. Aunque sea sólo a través de
estas cartas.
Con el deseo de saber más de ti, te envío ese beso que nunca te robé.
Yo.
OCTAVA
Querido Tú:
Afuera llueve y el sonido de las gotas que rebotan contra la persiana me
mantiene vigilante. Siempre me gustó la lluvia. ¿Te acordás de aquella noche en
la que salimos de la facultad para tomar el colectivo y la lluvia nos
sorprendió en el medio de la nada? Fue poco después del accidente del que
hablabas en tu primera carta. No teníamos paraguas ni lugar dónde buscar
refugio. Sin embargo, no hacía frío, el verano estaba del otro lado de la calle
y las noches, aún con las tormentas, eran tibias y agradables.
Recuerdo cómo me miraste cuando llegamos a la parada. Estábamos empapados y
algo me dice que mi blusa se había puesto transparente. Te sonrojaste, bajaste
la mirada y no volviste a mirarme a los ojos en toda la noche. Sí, sé que te
excitó ver la forma de mis pechos casi como si estuvieran al descubierto. Pues
sí, casi lo estaban, no había otra cosa que esa tela mojada sobre ellos.
Recuerdo ahora como me miraste mil veces. Cuando llevé ese catsuit gris a
la facultad, cubierta sólo por una campera de cuero. Sí, ese día me lo puse
para ti. Hay muchas cosas que hice para llamar tu atención. Y ahora sé que no
fue suficiente.
Llueve afuera. La tele pasa una película vieja. No puedo dormir. Saber que
estás pensando en mí me hace feliz. Y pienso en ti. Quizá nos hemos encontrado
en alguna otra dimensión, dónde nuestros pensamientos cobran vida y se unen en
un beso eterno.
Sí, pienso en ese beso que nunca nos dimos. En este momento lo hago. En
algunas películas de dudosa calidad dirían que soy una chica mala. De hecho, en
la que estoy viendo lo acaban de decir. Y qué identificada me he sentido.
¿Dejará de llover antes de que amanezca? Me gustaría salir a caminar este
mediodía. Estoy más cerca de ti de lo que piensas. Quizá, en mi pequeño paseo,
encuentre un sendero que terminará donde sea que te encuentres.
Llueve y tengo los labios secos. Quizá un beso tuyo me los humedezca.
Espero por él.
Yo.
NOVENA
Querida Tú:
Desde aquella noche, la lluvia tuvo un sabor especial para mí. Más de una
vez salí a deambular por las calles de Buenos Aires desprovisto de toda
protección climática cuando mi olfato –o el Servicio Meteorológico Nacional –me
decía que era probable que la lluvia viniera de visita a la ciudad. No me
importaba que fuera invierno o verano.
Ahora, más que nunca, amo la lluvia. Dicen que es un cliché del cine que
los protagonistas de una película de amor se besen bajo la lluvia. Eso es
porque no entienden lo que ello significa. La lluvia te despoja de todo, tus
prejuicios, tus miedos, tus inhibiciones. Te desnuda ante el mundo. Recuerdo
bien cómo se veían tus senos bajo esa remera empapada. Pero, más aún, recuerdo
cómo el cabello se pegaba a tu rostro, cómo tus ojos brillaban en la oscuridad
y cómo tu sonrisa me abrigaba el corazón. Recuerdo todo como si en este momento
estuviéramos allí.
Nunca me sentí más débil ante ti como esa noche. Cuando faltaba poco para
que bajara del colectivo pensé en decir que te acompañaba hasta tu casa, que
quería estar seguro de que llegaras bien. Lo cierto es que no quería que
llegaras. Quería tomar un desvío hacia un nuevo infinito.
La lluvia no es un cliché. La lluvia es mucho más. Da vida, renueva el
mundo. Y a la vez es capaz de destruir todo a su paso, de derrumbar montañas,
de ahogar ciudades enteras, de enterrarlas en el barro.
La lluvia es la fuerza vital de la naturaleza. Una fuerza que nos ha
querido acercar desde siempre. Así que te digo, si este mediodía llueve, saldré
a la calle a buscarte. Con mis labios dispuestos a todo.
Hasta mañana entonces.
Yo.
DECIMA
Querido Tú:
¿Es una promesa tu última frase? ¿O tan solo un deseo? Pienso en mañana y
el corazón salta dentro de mi pecho. ¿Qué he de ponerme? Pregunta tan femenina como
irrelevante. Pero te juro que es lo primero que pensé cuando terminé de leer tu
carta.
El tiempo ha pasado, no soy la misma que fui. Como el que tú eras no es el
mismo que eres hoy. No somos los mismos que nos abrazamos aquella noche, no soy
la del cabello mojado y los ojos ardientes. No tengo la misma figura, mis
pechos no son los que se insinuaban bajo la lluvia. Mi culo no está tan firme.
No sé por qué te digo esto, si nunca me he sentido acomplejada por mi
cuerpo. Sí, engordé unos kilos con los partos y nunca los perdí. Pero no por
ello me he sentido gorda. Las mujeres a veces perdemos la perspectiva de la
realidad cuando nos mira la balanza. ¿Cómo se puede pretender tener el mismo
cuerpo a los 45 que a los 25? Imposible. ¡Parí dos veces!
Creo que lo que me ocurrió fue un volver a tener veinte años. Lo raro es
que cuando tenía veinte años, que fue más o menos cuando nos conocimos, nunca
viví en carne propia el drama del qué me pongo. Siempre tenía bien en claro
cuál iba a ser mi look para el día que empezaba.
Qué me pongo, ¿cómo pudo ser mi primer pensamiento? Ya sé, ya sé, no hay
por qué castigarse por un segundo de pánico. Pero no soy yo. No me pregunté qué
me pongo cuando fui a casarme, ¿voy a preocuparme por un posible encuentro
fortuito con vos? No, como diría mi hija, estoy quemada.
Lo único que sé es que me puse a temblar con tu carta. Y mañana, sea lo que
sea lo que me ponga, tendré un pañuelo rojo cubriéndome el cuello. Del mismo
color que estarán mis labios. ¿Te acordás lo que me dijiste?
Hasta mañana, te espero siempre.
Yo.
UNDÉCIMA
Querida Tú:
Qué importa lo que te pongas, si, al final, mi plan es despojarte de toda
tu ropa. Para mí, no es algo que te embellece, es un obstáculo para llegar a lo
que quiero. ¿Qué es lo que quiero? Te quiero a ti.
Esta tormenta es implacable. Los truenos hacen que coros de alarmas entonen
sus breves melodías en las calles, los relámpagos ciegan a la noche con su
resplandor. El agua golpea contra la persiana con tanta fuerza que me hace
pensar que está granizando. Y yo deambulo insomne por la casa, con tu carta
pegada a la pantalla de mi celular.
Entonces decidí entrar a tu perfil de facebook para espiarte un poco. Vi
tus fotos, vi a tus hijos, vi a tus padres, a tus hermanas y lo vi a él. Vi las
fotos de unas vacaciones en Pinamar, de otras en Miami y de una excusión a la
montaña en San Martín de los Andes. Pero había muchas fotos que no vi. Fotos
que seguramente están en algún álbum privado. Privadas de su libertad para
decirle al mundo lo bella que sos. Habría que armar un piquete para exigir que
las mismas sean liberadas. Quizá me presente yo a pedir que me designen
defensor de las fotos, para poder entrevistarme con ellas y discutir su
defensa. Entrevistarme con ellas. ¡Qué tarado!
¿Por qué no llega el alba? ¿Se habrá ahogado el tiempo con tanta lluvia? No
sé. Tengo fiebre de vos. Tengo sed de tus labios. Tengo hambre de tu carne.
¿Qué demonio se ha apoderado de mí? Es demasiado fuego hasta para el infierno.
Otro trueno, otro coro histérico desatado. El techo nuboso enmascara el
amanecer a tal punto que es imposible saber si el sol ya ha salido. La ciencia
dice que sí, mis ojos no pueden dar fe. Hora de ir a darme una ducha. Espero
que el cansancio no me gane. Necesito energía para caminar a tu encuentro.
Dejando el corazón en tus manos,
Yo.
DUODECIMA
Querido Tú:
No llovió. El marco que queríamos para tener nuestro propio cliché
romántico no se dio. Las nubes estuvieron ahí, rondando, dejando al día
huérfano de sol, pero la lluvia se tomó el día para darnos un descanso.
La mañana transcurrió lente. Entre expedientes y llamados telefónicos, pasé
el día con una falta de concentración que no es habitual en mí. No soy de mirar
el reloj mientras trabajo. No atiendo al público, salvo aquellos que vienen
especialmente a hacerme algún planteo o consulta específico sobre algún
expediente específico. A veces es un bálsamo dejar de leer las historias
interminables que se arman en estas carpetas para poder mirar a los ojos a
alguien y tener un breve intercambio de palabras. A veces. En general son
tipos, o sus equivalentes femeninos, que vienen con una falsa buena onda a
exigir algo que no estamos dispuestos a dar. A veces es gente genuina que viene
con una sonrisa a despejar una duda o a pedir ayuda con algo. Hace unas semanas
vino un recién recibido que tenía una cara de pánico que me inspiró una
ternura… Pobre, estaba más perdido que… ¡No se me ocurre remate para el chiste!
Al menos no ninguno que me parezca inteligente.
Bueno, la cuestión que el chico –tenía una cara de nene que pedía
inscripción al jardín de infantes –tenía un problema que pude solucionarle en
menos de quince segundos. Parece que hacía tres días que venía dándole vueltas
a la cosa y no le encontraba solución. Casi se pone a llorar cuando le dije cómo
arreglarlo. No es mi tarea decirle a los profesionales cómo arreglar sus
problemas, pero hay veces que no podes evitarlo.
Hoy no vino nadie a verme. Así que dejé que el día transcurra de dictamen a
dictamen. Entonces alguien vino a preguntarme si quería algo para comer. Miré
la hora en la compu y vi que ya eran más de las 13.30. Le dije que no, que
quería salir. Agarré la cartera, el abrigo y salí. Bajé por el ascensor más
cercano a mi oficina y salí por la puerta de Talcahuano. Bajé las escalinatas, caminé
hacia Lavalle y me di cuenta que no sabía dónde podías estar.
Casi me pongo a llorar. Busqué otra carta, a ver si mencionabas algún lugar
de encuentro. Nada. Entonces pensé que no había otro lugar por el que
caminarías que la plaza que estaba del otro lado de la calle. Levanté los ojos
y te vi. Ahí estabas, tan alto como siempre, tan lindo como siempre. Un poco
más viejo, un poco más gordo, pero el mismo. Estabas caminando por Tucumán
hacia la esquina de Talcahuano, más o menos a mitad de cuadra. Entonces te vi
atender el celular. Algo pasó. Cortaste rápido y miraste hacia la calle. Viste
un taxi que venía vacío y le hiciste una seña. Te subiste rápido y el auto
salió rápido, dobló en la esquina y pasó delante de mí. Te vi en el taxi,
escribiendo en tu teléfono. No sé por qué pensé que algo grave había ocurrido.
No sé qué. Algo más importante que esta fantasía nuestra.
No importa. Sólo espero que estés bien. No quiero darme manija con nada. No
quiero pensar que fue una señal, que quizá lo nuestro no debe ser. No quiero
pensar pero lo estoy pensando. Mierda, que difícil es mantenerse bien cuando el
espejo de tus ilusiones se cae a pedazos frente a tus ojos.
No importa. No importa. No importa.
¿Qué te alejó de mí esta vez?
Espero puedas escribir pronto. Yo espero. Yo te espero.
Yo
DECIMOTERCERA
Querida Tú:
Qué destino cruel este que se ha interpuesto entre nosotros. Llegué a las
doce y media a la plaza y comencé a dar vueltas. No me senté en ningún banco
porque estaban mojados y una cosa es mojarse con la lluvia y otra muy distinta
sentarse sobre un charco.
Estoy sin dormir. Y, aunque parezca mentira, no estoy cansado. Estuve con
una energía muy especial toda la mañana. Activo, imaginativo, voraz. Resolví
todo lo que se cruzó por mi camino. Para bien o para mal, lo hice. Alguno ha
dicho que lo importante de un líder es marcar el camino. Hacia el centro o
hacia el flanco, no importa, lo que importa es que tome una decisión. Esta
mañana he tomado cientos. No exagero.
Siempre alguien dice que no exagera, es porque lo hace.
Como te dije, a las doce y media llegué a la plaza. A las doce y cuarto
decidí que mi euforia necesitaba aire y me puse el piloto para salir a la
calle. Se ve que la tormenta de la noche anterior dejó al cielo sin lágrimas.
Pese al domo gris que envolvía a Buenos Aires, el suelo se mantenía seco. Salí
a caminar por Diagonal Norte, dejando la Casa Rosada a mis espaldas. Esquivé
obras de mantenimiento de calles, vendedores ambulantes, contingentes de
turistas brasileños, un tipo de pantalones ajustados rojos, remera rosa y
auriculares cantando con un falsete espantoso, el tráfico enloquecido y la china
que quería sacarle una foto al obelisco.
Llegué a la plaza y la recorrí por sus diagonales, por su círculo central y
por sus bordes exteriores. Me paré a la una donde manifiestas los jubilados los
miércoles y me quedé observando a cada mujer que entraba o salía del edificio.
Un colega me vio y me dio charla cinco minutos. Solía llamarlo mi amigo hasta
ese momento, pero su inoportuna interrupción lo ha pasado al bando de mis
enemigos, en el cual tiene el privilegio de ejercer el cargo de manera
unipersonal.
Me despedí a las 13.25 y comencé a dar una vuelta a la plaza. Talcahuano,
Lavalle, Libertad, Tucumán. Lo hice en cámara lenta, con la atención puesta en
todo lo que me rodeaba.
¿Por qué sonó el celular en el preciso momento en que tú salías por la
puerta de Talcahuano? No lo sé. Mi socio había recibido el llamado inesperado
de uno de nuestros clientes más importantes que necesitaba reunirse con
nosotros. Atendelo vos, le dije. No, boludo, dijo él, pidió específicamente por
vos. Puteé, paré un taxi y me subí. Y mientras el taxi buscaba su camino hacia
Corrientes, comencé a escribir un borrador de esta carta. ¿Por qué no mantuve
mi atención en la escalinata? Mis ojos se hubieran llenado de ti.
Roma no se construyó en un día. No desesperes, por favor. Mañana será otro
día. Mañana no me esperes, porque ya estoy allí, esperándote.
Todo tuyo.
Yo
DECIMOCUARTA
Querido Tú:
Debo confesar que, después de verte partir en ese taxi, pensé muchas cosas
que no puse en papel. Pensé que alguien de tu familia te había llamado. Ella. O
alguno de tus hijos. Pensé, incluso, que te habías acobardado, que me habías
visto a la distancia y que el pánico se apoderó de ti. Pensé que ese llamado
telefónico no era real, que lo hiciste para disimular. Que el taxi fue el
primer refugio que encontraste.
Pero no, te fuiste porque tu socio te llamó. Porque un cliente pedía por
vos.
Perdoname que te diga esto, pero qué clase de prostíbulo tenés en el cual
los clientes piden por algún abogado especialmente y el abogado sale corriendo.
Sí, estoy furiosa. Si me hubieras dicho que tu hijo tuvo un accidente o
cualquier otra mentira, no hubiera tenido esta reacción. Pero que postergues el
encuentro con la mujer de tus sueños porque un cliente necesitaba reunirse con
vos, me parece algo, no sé, patético.
No quiero que me perdones por lo que dije. No necesito disculparme.
No sé por qué me hice tantas ilusiones con este encuentro.
Quedé herida. Mi herida primero me hizo sentir dolor, ahora me hace sentir
furia y no veo otra salida que culparte de todo esto que me revuelve las
entrañas. Tú hablaste de espinas y perfume. Yo ahora sólo siento esta esquirla
que se ha alojado junto a mi corazón y que, con cada latido, amenaza con
partirlo a la mitad.
Te odio tanto como te amo. Quiero gritar y patear y destruir todo lo que
tengo a mi alcance. Pero no puedo, porque tengo que ser la de siempre, la
esposa, la madre, la profesional. ¿Dónde queda lugar para la mujer? En mi
desierto. Un desierto que ayer convertiste en tierra arrasada.
Te odio. Te odio.
Te amo.
Mierda. Quiero decirte que no me escribas más, que no quiero volver a saber
de ti, que no quiero recordar más ese pasado que no tuvimos. Pero no puedo,
porque lo que verdaderamente quiero es hundirme entre tus brazos y perderme con
tus besos.
Mierda, te amo. No puedo pensar en otra cosa. Como te odio.
No sé cuándo aplacará este huracán que me ha encarcelado en su centro. No
sé cuándo podré salir de este infierno cruel en el que metiste. No sé nada. No
sé si quiero volver a saber de ti.
Te amo, te odio, que batalla más intensa se libra en mi interior.
No puedo seguir. No sé cómo despedirme. No lo haré. Ni dejaré mi firma esta
vez. O sí, la dejo. Quiero que sepas bien a quién lastimaste.
A mí.
Yo.
DECIMOQUINTA
Querida Tú:
Estoy sin palabras. No puedo salir del shock que tu carta me ha provocado.
La he leído una y otra vez y no encuentro una respuesta a tus reclamos. Ni
siquiera llego a entender bien lo que ocurrió.
No sé cómo empezar. Creo que no sirve justificarse. Creo que no sirve
inventar excusas. Creo que nada sirve ya. O quizá lo único que puede servir es
no decir nada y esperar que ese debate entre el amor y el odio que sientes se
incline a favor del primero.
No sé qué es lo mejor, por lo que haré lo que deba.
Anoche llegué muy tarde a casa. Después de escribir mi anterior carta tuve
una reunión de última hora que se prolongó, un after office para celebrar la
conclusión exitosa de una larga negociación y bebidas alcohólicas acompañadas
de aire. Para cuando llegué sólo quería dormir.
No recuerdo cómo hice para cambiarme. Lo hice, porque a la mañana no tenía
puesta la ropa del día anterior. Me tiré sobre la cama y dormí hasta la mañana
de hoy. Me levanté a las 8, tomé un café y me metí en la ducha. Cuando salí,
fui a chequear el celular y me di cuenta de que estaba muerto. No lo había
puesto a cargar la noche anterior y se había agotado la batería. Me vestí a las
apuradas, puse un cargador en mi attaché y salí a la calle. Tenía que estar a
las 9.30 en el edificio Otto Wulff, el que está en la esquina de Perú y
Belgrano, que seguro identificarás rápidamente por los ocho atlantes que luce
su fachada.
Apenas llegué, pedí permiso para poner a cargar mi teléfono. Entré a la
reunión, en la que me sirvieron un café que no hubieran servido a un preso en
la peor mazmorra de Saddam Hussein, y estuve metido en ella hasta las doce del
mediodía. Cuando salí a la calle, encendí el teléfono y vi que tenía una docena
de mensajes de voz, una chorrera de mensajes de texto y tu carta. Tenía la
opción de ir al café de la planta baja del edificio, pero sabés que pienso de
la franquicia de la sirena. Nada bueno. Así que me fui al Bar El Colonial, que
está en la esquina opuesta de Perú, una de las viejas leyendas del café de
nuestra ciudad. Pedí un café con leche con medialunas y comencé a revisar el
aparato. Revisé los mensajes de texto, contesté los relevantes e ignoré los
demás. Luego escuché y borré los doce mensajes de voz. Al final, entré a leer
tu carta.
Me doy cuenta de que si hubiera estado sentado delante de ti cuando
escribiste tu descargo tendría un par de piezas dentales flojas. Quizá así todo
hubiera sido más fácil. Pero las cosas son como son.
Durante muchos años he llenado mi vida de vacío. Eso me ha hecho perder el
rumbo. Ya te dije, nunca quise ser lo que soy. Quise otra cosa, pero no tuve el
coraje para hacerlo. Privilegié el dinero por encima de mi felicidad.
Privilegié una vida cómoda a una vida plena.
Mi trabajo es mi condena. No es un instrumento para llegar a mi realización
personal, es el amo que me hace marchar de sol a sol por este mundo sin pensar
en lo que realmente quiero.
Trabajo mucho. Salgo de casa a las ocho y media sin desayunar más que un
café hecho a las apuradas con una de esas cápsulas que Clooney tanto disfruta
en los comerciales. A veces salgo más temprano. Nunca llego antes de las nueve
de la noche. A veces llego más tarde.
No me extraña que me haya convertido en un extraño dentro de mi casa. Ese
extraño que firma cheques, reparte billetes y cubre los saldos de las tarjetas.
Un extraño al que, a veces, sus hijos se acuerdan de saludar. Si nunca estoy,
¿cómo podrían saber quién soy?
No quiero seguir así.
Lo que ocurrió ayer fue un acto reflejo. Me llamaron del trabajo, salí
corriendo. Soy esa clase de prostituta. La que está lista para poner el culo
para lo que el cliente quiera. Es probable que no hubiera salido corriendo así
si me hubieran avisado de la muerte de uno de mis hijos. Hubiera esperado cinco
minutos más para que me dieras un abrazo y desmoronarme en tus brazos. Pero soy
un perro de Pavlov. Suena el teléfono del trabajo y babeo.
No sé qué más decirte. No quiero volver a herirte jamás. Quiero enmendar el
mal que te he hecho. No quiero que vuelvas a sufrir por mi culpa. Quiero darte
lo mejor de mí. No quiero seguir siendo un esclavo de mi vacío. Citando al
gitano, quiero llenarme de ti.
Espero que me perdones. O, al menos, que me des otra oportunidad.
Siempre tuyo.
Yo.
DECIMOSEXTA
Querido
Tú:
Al principio no quise
leer tu carta. Mi enojo me lo impedía. Por otro lado, mi ansiedad me pedía que
dejara pagando a mi enojo y me avocara a la lectura.
Te leí. Y lloré. No me
preguntes porqué. No había nada en ella que justificara mi emoción. O quizá es
la nada que también siento en mi interior la que me llevó a identificarme tanto
con vos en la descripción de tu vida cotidiana y largarme a llorar por darme
cuenta que los sueños que alguna vez tuve quedaron relegados por la necesidad
de asegurar el curso de mi vida.
Tener seguridad no es
malo. No quisiera saber lo que es tener un hijo enfermo y no poder pagar los
remedios. No quiero saber cómo es el llanto de tu hijo cuando no podés
satisfacer tu hambre. Trabajé para llegar a un nivel de seguridad aceptable, un
nivel que muchos llaman cómodo.
Sabemos que la seguridad
es algo relativo. Una amiga se casó con un joven profesional que empezó su
propio negocio y se convirtió en millonario en un par de años. Compraron una
pequeña mansión y vacacionaban tres veces al año, una vez en Europa, otra vez
en Punta del Este y la tercera dónde se les antojara viajar. Cambiaban los
autos cada año y nunca se preocupaban por el dinero. Hasta que una tarde a su
marido le dispararon tres tiros en el pecho para robarle el maletín.
En poco tiempo perdió
todo. Tuvo que vender mucho de lo que tenían para pagar deudas. Tuvo que sacar
a sus hijos del colegio caro al que los mandaba. Tuvo que mudarse de la mansión
a un departamento de dos ambientes. Tuvo que encontrar un trabajo para pagar la
olla.
La seguridad no existe.
Entiendo que mi error fue
querer que vos me dieras seguridad. Que vos me realizaras esos sueños que yo
abandoné hace mucho. Que me llevaras a Andalasia, a Nunca Jamás, o a Muy Muy
Lejano, algún lugar donde sólo existen finales felices.
Entiendo, ahora, que a
cualquier lugar que quiera ir, no tendrá que ser porque alguien me lleve.
Tendré que encontrar el espejo y cruzar al otro lado. Y antes de hacerlo,
tendré que enfrentarme a mi propio reflejo.
Me enojé con vos por irte
a trabajar. Me enojé conmigo por no saltar delante de ese taxi y detenerte. Fui
pasiva, como siempre lo fui. Dejé que la vida me pase por delante sin atreverme
a ir a buscarla.
Te creo que no quisiste
herirme. Como yo no quise odiarte. Ni siquiera sé si esa herida que te endilgo
me la causaste tú.
Estoy cansada. No sé si
quiero seguir escribiendo. No hoy. Quizá mañana. Cuando vea tu próxima
respuesta, en la cual espero que contestes a la pregunta que da vuelta en mi
cabeza hace varios días.
¿Me amas?
Yo.
DECIMOSÉPTIMA.
Querida
Tú:
Sí.
Es la única respuesta que
tengo.
Sí.
Parece una locura que
estas cartas me hayan devuelto el alma, pero así es.
Sí.
Parecemos dos personajes
sacados de una novela de otro siglo, viviendo un amor por correspondencia.
Sí, te amo. No me importa
nada. Esto que me aprieta el corazón, este yunque que me deja sin respiración
es el amor que tengo por ti y ya no soporto más mantenerlo oculto. Cuando te
escribí la primera carta pensé en desahogarme, pensé que lo más probable es que
nunca la leyeras.
Sí, sí, sí. Te amo.
Mierda. Me siento un
pelotudo escribiendo lo que escribo. Pero por no escribirlo me sentiría peor.
Nunca fui expresivo. Nunca dejé a mi corazón hablar con libertad. Siempre
anduve con cuidado con mis emociones. No más. No más. No.
Espero haber contestado
tu pregunta. Espero que quieras preguntarme otras. Espero que pueda responder
desde lo que siento, y no desde lo que mi yo pacato mi dicte.
No puedo más. Confesar ha
sido liberador, y agotador. Espero por ti.
Yo.
DECIMAOCTAVA
Querido
Tú:
Me fui a dormir esperando
tu respuesta y apenas me levanté esperé verla. No sé por qué, si tus respuestas
suelen llegar al amparo de las sombras. ¿Qué habría cambiado para que te
atrevieras a dejarte ver a plena luz del día?
Al salir del trabajo a
eso de las 15 decidí que no estaba apurada para llegar a casa. Salí del Palacio
de Tribunales por Talcahuano y tomé esta calle hacia Avenida Santa Fe. Hacía
sol, así que fui sin apuro. Ya había chequeado el teléfono antes de salir para
ver si me habías escrito. Y no, no lo habías hecho. No es un reproche, es un
hecho.
Dios, qué difícil es
escribir de manera coherente con lo que me pasa por dentro. No me aguanto a mí
misma, es oficial, voy a explotar. Tomo aire, respiro profundo y trato de
calmarme. De algo tienen que servir todos esos años haciendo yoga.
Vuelvo al relato. Al
llegar a Avenida Santa Fe me pregunté por qué había ido hacia ese lugar. Miré a
mí alrededor y decidí que iría a Retiro a tomar el tren para ir a casa.
Entonces tomé por Arenales y bajé sin apuro. Crucé la Avenida 9 de Julio y poco
antes de llegar a la esquina de Esmeralda vi un local de lencería de reojo.
Estaba en la vereda opuesta a la que yo recorría. Me detuve un instante y me di
cuenta de que allí había un camisolín negro muy sensual que me estaba mirando.
Aproveché el cambio de semáforo para cruzar y entré al local. No había nadie
más que la vendedora. Que bien podría haber sido un vendedor, porque sus rasgos
eran llamativamente masculinos. Apenas la saludé me di cuenta de que no estaba
tan equivocada en mis apreciaciones.
Le pedí el camisolín, me
lo mostró, y en su voz ronca me dijo que tenía algo mejor para mí. Y debo
reconocer que sabe su negocio. Me hizo pasar al probador con ambas prendas e
intercambió sus pareceres conmigo. Fue tan raro. No me gusta cambiarme enfrente
de otras mujeres cuando entro a un vestuario, siento un millón de ojos que me
observan y me siento intimidada. Pero en ese negocito tan bien puesto, no me
preguntes por qué, no me molestó que Lulú –sí, así se hace llamar la vendedora
–me mirara mientras me cambiaba. Será porque en realidad no lo hacía. Yo me
desnudé frente a ella probándome prenda tras prenda mientras ella me daba
charla pero ella no me observaba, me veía sin observarme, hasta el momento en
que yo decía listo. Entonces me observaba con atención y me señalaba las
virtudes y defectos de cada prenda.
Al cabo de seis cambios
de vestuario, Lulú me dijo que había encontrado lo mío. Cerró la cortina, me
dejó vestirme y me preparó lo que me iba a llevar dentro de una caja de tapa
rosa con motivos negros que fue a parar a una bolsa de cartón negra con motivos
rosa, como si la bolsa fuera el negativo de la caja.
Pagué de contado y sin
culpa. No iba a dejar que quedara un rastro en la tarjeta de crédito. Saludé a
Lulú con dos besos y seguí camino hacia la estación. Tomé el tren Mitre, Ramal
a Tigre, y me bajé en la estación Olivos para llegar a casa. Caminé por Ricardo
Gutiérrez hacia Maipú, compré unas cajas de ravioles en la fábrica de pastas
que está antes de llegar a la esquina de Estrada y de ahí caminé las cinco
cuadras que tengo hasta casa.
Llegué, dejé las pastas
en la heladera, puse la bolsa junto a mi cama, de mi lado, oculto a la vista de
quién entrara a mi dormitorio, y me fui a dar una ducha. Fue una ducha larga,
de esas que relajan. Cuando salí del baño, envuelta en mi bata, me lo encontré
a él dentro del dormitorio examinando la bolsa de Lulú. ¿Y esto? Una sorpresa,
le dije. Que linda sorpresa. Me dijo que quería ver cómo me quedaba. Le dije
que no era momento, que había que esperar un momento en que estuviéramos
tranquilos. Esta noche, me dijo, y dejó la bolsa donde estaba.
No sé porqué llegó tan
temprano. No le pregunté. Llegaron los chicos de sus actividades de la tarde,
preparé la cena y para cuando me fui a la cama él ya me estaba esperando con la
caja en la mano. Por dentro hervía de furia. No compré esto para vos, idiota,
quería gritarle, pero qué remedio, no estoy lista para hacerlo. Así que sonreí,
agarré la caja y me fui a cambiar al baño.
Salí envuelta en mi bata.
Cuando entré al dormitorio, cerré la puerta y a su pedido, me la quité. Él me
miró embobado y me pidió que fuera hacia él.
No te voy a contar
detalles. Ahora él duerme a mi lado, satisfecho por haber tenido sexo. Habrás
notado que dije que tuvimos sexo, no que hicimos el amor. Eso es porque hace
mucho que no hacemos el amor con él. Nuestros encuentros son masturbaciones
compartidas en las cuales no existe ninguna conexión entre nosotros. Es lo que
hay. A veces satisfacen. Hoy, no.
Él se quedó dormido
enseguida, yo no. Yo encendí la tele y esperé sus ronquidos para bucear en mi
teléfono por alguna perla perfecta dentro del seno de una ostra. Y la encontré.
Lágrimas silenciosas rodaron por mis mejillas. Lágrimas que brotaron gracias al
orgasmo que tus palabras hicieron nacer en mi alma. Leer que me amas fue algo
mágico que borró de mí el deseo de lamentarme por haber malgastado aquello que
Lulú me ayudó a elegir para ti.
Qué ganas de tenerte conmigo
ahora. Que ganas de huir hacia tus brazos. No esperemos más para nuestro
encuentro. Mañana. Ya mismo. Que no puedo más de esta ansiedad.
Te amo.
Yo.
DECIMONOVENA
Querida
Tú:
Ese regalo qué tú quieres
darme, él jamás podrá robármelo. No es algo que puedas comprarle a Lulú o a
nadie más. No es algo que pueda empacarse para regalo. Es algo más.
Somos esclavos de
nuestras vidas. Vidas que construimos atados por cadenas invisibles que nos
cuesta mucho romper. Si pudiera, saldría ya mismo a buscarte. Sabes que no hay
nada que mi alma y mi cuerpo desee más. Si pudiera, usaría una topadora para
demoler mi vida y comenzaría a construirla nuevamente a tu lado. No me importa
él, no me importa ella. Pero están ellos. Los tuyos, los míos. Y no podemos ser
tan irresponsables.
Pero eso no quiere decir
que me resignaré a vivir la vida que he llevado hasta hoy. Me rehúso a hacerlo.
Quiero ser feliz. Si para ello tengo que pasar por el trauma de un divorcio,
pasaré. Trataré de que no sea una hecatombe, pero si he de sangrar, sangraré.
No quiero algo
clandestino contigo. No creo que nuestro amor lo resista. No puede moverse al
amparo de las sombras, necesita la luz del sol para poder crecer. Y yo quiero
que crezca. Yo quiero que las lágrimas que nuestras rupturas nos provoquen
abonen la semilla que estas cartas vieron germinar. Quiero que sea fuerte para
resistir las tormentas que nos toque pasar.
Dios. Qué difícil es
escribir esta carta. Quizá haya sido la decisión más difícil que haya tenido
que tomar en mi vida. Reservar mis pasiones para otro momento, uno en el que
los conflictos no nos atormenten más.
Yo creo que ella quiere
el divorcio tanto como yo. Ofreceré términos que le garanticen un buen pasar y
seguridad suficiente como para no tentarse a iniciar una guerra total. Ella no
me ama. Como yo no la amo. Creo que, incluso, hace tiempo que me engaña con
otro hombre. No me interesó mucho indagar en ello. Si ella estaba tranquila con
su amante, no se sentía impulsada a buscar pelea conmigo.
Nunca quise tener
conflictos. No soy un peleador. Soy un conciliador nato y sé que hay que
reasignar algunas cosas para tener lo que más se quiere. No me importa la casa,
no me importa el auto. Ni siquiera me gusta manejar. No me importa nada de lo
que adquirí con ella. Que se lo quede todo. Sólo quiero mi libertad para irme
contigo y un espacio para poder seguir siendo padre de mis hijos.
Si aceptas mis términos,
estoy dispuesto a darte lo que necesitas para que puedas encarar tu lucha con
él. Espero que sigas mi ejemplo y uses el diálogo como arma principal en tus
batallas. Espero que no te ciegues por las cosas materiales. Sólo quiero que te
centres en el amor. Y todo lo demás se acomodará solo.
Si no aceptas mis
términos, no sé, quiero que propongas los tuyos. Creo que una vez que nos
encontremos nos será muy difícil pensar. Y para tomar estas decisiones
necesitamos tener las ideas claras.
Si aceptas mis términos,
encontrémonos en lo de Lulú el próximo lunes a las tres de la tarde y que él te
surta con las prendas necesarias para que sea testigo del desfile más
impresionante que jamás veré. No prometo contenerme, quizá Lulú tenga que
colgar el cartel de cerrado. Por lo que me has dicho, no creo que plantee
objeciones a nuestro pedido.
Estas palabras que te
escribo me queman los dedos. Su fuego sube por mis venas y me consume el
corazón. Qué dolor tener que decirte pronto, que dolor dulce será esperar.
Porque pronto seremos
uno.
Con desesperado amor,
Yo.
VIGÉSIMA
Querido
Tú:
Esas palabras que te
quemaban los dedos me han quitado la venda que me hacía correr ciegamente hacia
el abismo. Inmolarse por amor no es amar, es cometer un acto de estupidez.
Es cierto lo que dices.
Este juego que empezamos no tiene sólo dos piezas sobre el tablero. No hemos de
bailar un tango suicida, hemos de armar una coreografía que ponga a cada uno en
su lugar.
Parir sin dolor no es
posible. Por más epidural que te pongan, siempre hay dolor. Pero ese dolor lo
aceptamos porque sabemos que no habrá nada que nos dará más felicidad que lo
que viene de ese dolor.
Nuestro amor tendrá que
afrontar el dolor que nos cueste hacerlo realidad. Por eso, acepto tus
términos. Tú habla por tu lado, que yo hablaré por el mío.
Mis lágrimas ya han
sellado esta carta con la sinceridad de mi corazón. Te espero el lunes en lo de
Lulú para darnos ese abrazo que una vez nos dimos. Para darnos el beso que
nunca nos dimos. Para encontrar juntos el camino hacia la felicidad.
No puedo creer la
serenidad con la que lloro. Será porque detrás del llanto se esconde mi
felicidad.
Tuya.
Yo.
VIGESIMOPRIMERA
Querida
Tú:
Qué día largo ha sido el
día de hoy.
Con tu respuesta en mi
retina, decidí que tenía que ocuparme de mí. Fui hasta la oficina, le di
instrucciones a mi secretaria para que cancele todas las reuniones que tenía
pautadas para el día de hoy y hasta el final de la semana. Luego me reuní con
dos de mis colaboradores para entregarles el manejo de todo aquello que no
podía esperar a la próxima semana. Finalmente, saludé a todos hasta el lunes
siguiente y me fui a comprar un par de valijas medianas y otra especial para
trajes.
Regresé a casa. Estaba
vacía. Fui a mi dormitorio a empacar. Puse mis camisas de vestir, mi ropa
sport, mi ropa interior, medias en una y el calzado en la otra. Los trajes y la
campera fueron a la dedicada a ello. Pensé en llevarme algunas cosas de higiene
personal. Sólo puse con los zapatos dos frascos de perfume y un desodorante.
Luego llevé las valijas al living y fui a la cocina a prepararme un café de
cápsula. Sentado en la mesa de la cocina, con el café humeando bajo mi nariz,
me comuniqué con un amigo que tiene inmobiliaria para preguntarle si tenía un
dos ambientes por la zona de tribunales para alquilar. Me preguntó si
necesitaba un bulo, le dije que no, que era algo más permanente. Y que estaba
apurado. Me dijo espera media hora que te aviso.
Me tomé el café. Llamé a
mi mujer. Quizá no quieras leer esta parte, si es así, saltéate los párrafos
que siguen hasta que veas que te diga que retomes la lectura.
Retoma la lectura aquí.
No quiero que te saltees nada.
Como dije, llamé a mi
mujer. ¿Dónde estás? En el gimnasio. ¿Tenés para mucho? Una hora, ¿por? Estoy
en casa, ¿podrías venir? ¿Ahora? Sí, ahora. Bueno ahora me ducho y salgo para
allá.
Estoy seguro de que ella
no estaba en el gimnasio. Está a tres cuadras de casa, no me hubiera costado
nada ir hasta la puerta para esperar a que saliera. Nunca iba a salir.
Seguramente estaba en algún hotel con su amante.
Llegó la señora que
trabaja en casa cargada con cuatro bolsas del supermercado. Se sorprendió al verme.
Vio las valijas y me preguntó si salía de viaje. Sí, en un rato, le dije. Me
preguntó si necesitaba algo y le dije que siguiera haciendo sus cosas.
Tardó media hora en
llegar. Apenas entró, con el cabello aún mojado, vio las valijas. ¿Qué pasa?
Tenemos que hablar. Le dije que no podíamos seguir así. Ella se puso a la
defensiva. ¿Así cómo? Así, con esta vida falsa. Vos con tu amante, yo con el
mío, que es mi trabajo. Vos no me amas, yo no te amo y estoy cansado de fingir
que sí. Así que te vas de casa, me dejás. Sí, te dejo. No te la voy a hacer
fácil. ¿Por qué no? Si yo quiero que sea fácil para los dos. Ella se puso a
llorar. No le creí las lágrimas. Si querés pagarle a un abogado, le dije, es tu
problema, yo sólo quiero irme de casa. No me importa seguir manteniéndote como
hasta ahora. Y no quiero que los chicos sufran de más.
Me fui. Lloré. Nunca
pensé que lo haría, pero lo hice, mientras viajaba en la parte de atrás de un
remise hacia un hotel.
Dos horas más tarde fui a
ver el departamento que mi amigo me había conseguido sobre la avenida Santa Fé
entre Libertad y Talcahuano. Arreglé el precio del alquiler y me puse en
campaña para conseguir las garantías que me pedían. No fue difícil. Un seguro
de caución emitido por una aseguradora que asesoro fue suficiente. Mañana
firmamos el contrato. Me fui al hotel, comí algo en la habitación y salí a
buscar a los chicos al colegio.
Los llevé a un café a
tomar la merienda y les conté todo. No todo, les conté que me fui de casa. Lo
tomaron a mal. Ellos tienen una mirada simple de las cosas. Yo me voy, soy el
villano del cuento. Los llevé a casa. Mi mujer me dijo que haría las cosas por
las buenas. Estoy seguro que habló con alguien.
Volví al hotel. Me di una
ducha y me tiré desnudo sobre la cama. Y entonces decidí escribirte.
Esta carta parece una
crónica. Me cuesta pensar en lo que siento. Estoy roto. No hay duda de ello. No
era posible que fuera de otra manera. Creo que la imagen de la topadora no se
aplicaba a mi familia, se aplicaba a mí.
Cómo te necesito. Y cuán
lejos está el lunes.
Perdona si no escribo
nada más, pero necesito irme a dormir.
Tuyo.
Yo.
VIGESIMOSEGUNDA
Querido
Tú:
Qué difícil es todo esto.
Celebro que hayas tenido el coraje que yo no tengo para enfrentar esta
situación.
Ayer llegué a casa y
encontré a mis hijos en el living mirando televisión. Los saludé y, como
típicos adolescentes, apenas me prestaron atención. Me preguntaron qué comíamos
y siguieron con la suya una vez que les confesé que haría milanesas.
Mis hijos son muy simples
para algunas cosas, para ellos, cualquier cosa puede arreglarse si hay
milanesas.
Pelé papas, las corté en
bastones y las puse a remojar para sacarles el almidón. Saqué la carne, los
huevos, la leche y un paquete de perejil de la heladera. Batí tres huevos, le
agregué leche y sal y piqué finito el perejil para echarlo en la mezcla junto
con dos cucharadas de pimentón. Batí nuevamente y llevé la preparación a la
heladera. Luego me ocupé de la carne. Nalga cortada no muy finita. Saqué el
martillo del cajón y machaqué uno por uno los cortes para hacerlos más tiernos.
Dos kilos y medio de carne. Después saqué el paquete de pan rallado y preparé
una asadera con un fondo de pan. Abrí la heladera y comencé a empanar las
milanesas con doble pasada por el huevo.
Durante todo ese tiempo
pensaba en el momento en el que tenía que hablar con él. Cuando lo haría. Qué
le diría. Cómo argumentaría. Cómo me justificaría. Y me di cuenta que no tenía
el valor para hacerlo.
Dios. Vos la miraste a
los ojos y le dijiste no va más, y dejaste que la ruleta decidiera tu número.
Yo no me atrevo a acercarme a la mesa. Ni siquiera me atrevo a acercarme a la
puerta del casino. Mierda, cuánto miedo puede acumularse en tu interior. Nadie
te prepara para ello.
Sonó el teléfono. Era él.
No vendría a cenar. Algo del trabajo. Nunca sospeché de él. Es época de
vencimiento de impuestos. Él es contador. No es de extrañar que llegue tarde.
Siempre ocurre alguna vez en estas épocas. Sin embargo, lo que debería haberme
causado alivio, ya que el miedo a tener la charla que tenía que tener me estaba
asfixiando, me causó ira. Justo hoy, que necesito hablar con vos, vas a venir
tarde, le dije. Y sí, se lo dije de bronca, sin pensar, porque si lo hubiera
pensado, quizá no lo hacía. De qué querés hablar, me preguntó. De mí, de
nosotros.
La conversación se
desmadró. Le dije que necesitaba un tiempo. ¿Qué es un tiempo, querés
separarte? No, no, respondí, asustada, sólo necesito un tiempo para pensar en
mi vida. ¿Querés hacer un retiro espiritual? Algo parecido, pero sola, quiero
irme una semana sola a pensar. ¿A dónde querés ir? No sé, a un lugar tranquilo.
¿Al campo? Puede ser. Andá, me dijo, voy a tratar de escaparme lo antes posible
así llego antes de que te duermas y hablamos.
Cortó.
Hice las papas fritas,
las milanesas y llamé a mis hijos a comer. Hablamos de cosas triviales. Al
final, levanté la mesa y lavé los platos. Mandé a mis hijos a la cama y me fui
a dar una ducha. Cuando terminé, me sentía muy cansada. Pero no me gusta
acostarme con el cabello mojado, así que encendí la tele y puse una película.
Al rato él llegó. Lo escuché en la cocina. Lo escuché sacar algo de la
heladera. Probablemente se hizo un sándwich de milanesa. Probablemente se
preparó algo para tomar.
Al rato subió. En ese
momento me di cuenta que este tipo de charlas no deben tenerse de noche. Yo
estaba sentada en la cama, en camisón, con el cabello envuelto en una toalla.
Él había tomado. Se puso a llorar apenas me vio. No sé qué le pasó. No sé qué
pensaba. Quizá tenía más claro que yo lo que estaba sucediendo. ¿Me vas a
dejar? No supe qué responder. Quise decirle que sí. Pero ese miedo que sentía
mientras preparaba la cena no se había marchado. Seguía ahí, vigilándome.
No, no te voy a dejar, le
dije, como si fuera una promesa, pero necesito este tiempo para mí. Bueno,
anda, haz lo que tengas que hacer, yo me ocupo de los chico, pero vuelve.
Lloré toda la noche.
Lloré en silencio. Lloré con la amargura que me provoca la situación. Lloré
pensando en la traición que había cometido hacia nuestro amor. Ese amor al que
no le dimos una oportunidad.
No me esperes el lunes.
Me voy a ir mañana por una semana. No me esperes la próxima semana. No me
esperes. No quiero prometer nada. No quiero decidir nada. No quiero que nuestra
vida esté signada por esta maldición que es amarnos. Quiero ser libre. No lo
soy. Pero no es sólo él el que me ata. Mi prisión fue construida por una sola
persona. Yo. Y yo soy mi carcelero, mi celador, mi torturador.
¿Me odias? Espero que sí.
Quizá saber que me odias ahogue la culpa que siento. ¿Me amas? Espero que sí.
Saber que me amas hace que todo esto tenga sentido.
¿Podrás perdonarme? No lo
sé. Tampoco importa. Lo importante es que yo pueda perdonarme de una vez.
Perdóname. Ámame. Pero no
me esperes. No puedo prometer nada. Sólo que te tengo en mi corazón.
Yo.
VIGESIMOTERCERA
Querida
Tú:
No puedo odiarte. Nunca
podré hacerlo. Aunque tu carta me ha causado un dolor que no puedo aún llegar a
medir. Creo que nunca lo haré. Llevar las unidades de pesos y medidas al plano
de las emociones es algo que no debe hacerse. El dolor es algo tan subjetivo e
incomparable como el amor.
No puedo odiarte. No
puedo dejar de amarte. Me duele tu decisión, pero no podría amarte si no fueras
libre de tomarla. Y si así lo has querido, no hay nada que pueda hacer para
oponerme a tu voluntad.
Espero que puedas salir
del laberinto en el que llevas encerrada desde hace tanto.
Debo ser justo. No me fui
de casa por ti. Lo hice por mí. Y no voy a dar marcha atrás. Ella tampoco
quiere volver atrás. Resulta que está mejor ahora que me fui. Pero no me
importa. Lo que me importa es lo que vendrá.
Hoy compré lo básico para
amueblar mi departamento. Una cama, una mesa, unas sillas, heladera y un
televisor. No necesito más por el momento. Supongo que con el tiempo compraré
más, pero no es mi intención quedarme aquí durante mucho tiempo. Quiero algo
que sea mío. Ya que, de pronto, siento que no tengo nada. No tengo a mi familia,
no te tengo a ti. Vuelvo a ser yo y mi trabajo.
No puedo prometer que no
te esperaré. Llevo haciéndolo por más de dos décadas. Desde la noche de aquél
abrazo. Quizá te espere hasta el fin de los tiempos. No quizá. Lo haré. Te
esperaré por siempre. Y visitaré solo el local de Lulú. No nos encontraremos en
su local, lo haremos en mi casa. La que, espero, alguna vez será nuestra.
Así que, cuando vuelvas
de tu retiro, escríbeme. Estoy listo para escuchar lo que quieras.
Confieso que esta carta
es la que más me ha costado escribir. No ha sido el dolor de tu anterior
misiva. Ni siquiera la perspectiva de que aquella haya sido la última que
reciba. Lo cierto es que no quiero condicionarte. No quiero que pienses, pobre,
él hizo todo esto por mí y yo no hago más que decepcionarlo. La decepción de no
verte el lunes está, pero peor sería que fueras a encontrarte conmigo por
lástima u obligada por una promesa que no te sientes en condiciones de cumplir.
Ni siquiera has prometido nada. Te hice una propuesta, la aceptaste para luego
retractarte. Son cosas que pasan.
Lo importante es que he
podido reinventar mi vida en un sentido que me resulta mejor para mí. Lo
importante es que vos puedas pensar en tu vida y decidir con total honestidad
qué rumbo querés que tenga tu viaje por este mundo de ahora en más. Lo
importante es que seamos felices. No es relevante si ello ocurrirá estando
juntos o cada cual por su lado, lo importante es que ocurra.
Desde el fondo de mi
corazón, te deseo una semana fructífera. Y espero que respondas esta carta, ya
sea para decirme que quieres darle una oportunidad a esa historia que aún no
hemos empezado a escribir o para despedirte de mí con el mismo afecto con el
que me abrazaste aquella noche. Tengo una botella de vino que espera ser destapada
en el momento que esa carta llegue.
Recuerda. No te odio. De
eso puedes estar segura.
Siempre tuyo.
Yo.
VIGESIMOCUARTA
Querido
Tú:
Estar sola estos días fue
más difícil de lo que creí. El silencio de la soledad puede ser abrumador.
Me siento tentada a
escribir con términos difíciles, utilizando para ello recursos como el
oxímoron, la metáfora y el símil. Pero quiero escribirte desde el corazón, así
que voy a intentar que la simpleza sea la que rija mis palabras.
Huí al campo, a una finca
que mis padres compraron poco después de que mi papá se jubilara y que, a la
larga, se convirtió en lugar para escapadas de marzo a diciembre. Allí no había
nadie. Los caseros, un peón que se ocupa de las pocas vacas que tenemos y la
hija de los caseros, que como estaba de vacaciones en la escuela no tenía mucho
que hacer y entonces me rondaba para ver si quería su compañía.
Desde que llegué hasta
que me fui, el frío estuvo presente. Hacía rato que no recordaba noches tan
gélidas en esa casa. El hogar ardía toda la noche con varios leños gordos
destinados a dar calor durante toda la noche, aún así, necesitaba dos frazadas
entre la sábana y el acolchado para sentir algo de calor en mi cuerpo cuando
iba a acostarme. Cuando despuntaba el alba, el parque, verde durante el día,
tenía un aspecto blanco azulado fantasmal por las heladas que se hacían fuertes
poco antes de la primera luz. Durante el día, el viento soplaba suave pero
constante, impidiéndole al sol entregar su calor a la tierra.
En ese freezer natural me
dediqué a pensar en mi vida. Mi infancia, mi juventud, las decisiones que
marcaron mi pasado. Primero me pregunté por qué estudié derecho. Por qué no
hice otra cosa. No habría podido ser médica. Me enfermo cuando veo sangre.
Quizá podría haber sido una cantante, una reina del rock, una estrella pop.
Quizá, pero creo que mi vida hubiera sido muy vacía. Recorrer escenarios del
mundo sin llegar a ver el mundo es algo triste. Y después está el aislamiento.
No se puede ser una estrella de nada y salir a la calle. Así que no estuvo mal
decidir ser abogada.
Trabajar en la justicia
es algo que se dio solo. Conseguí un trabajo en un juzgado, me recibí y seguí
trabajando allí. Y pasaron todos estos años en los que hice carrera. Fui de
puesto en puesto hasta llegar a dónde estoy. ¿Estoy conforme? No lo sé. A veces
pienso que me hubiera gustado probar en el sector privado para ver qué pasaba.
Después pienso que por ahí terminaba siendo uno de esos abogados mediáticos que
viven más en los estudios de televisión que en tribunales.
Me casé con él. Nacieron
mis hijos. Vivimos una vida que se fue gastando de a poco. ¿He sido feliz? Sí,
no puedo negar que lo he sido. ¿Sigo siéndolo? No, ahora no lo soy. La pregunta
más importante es la que viene. ¿Es él el culpable de mi infelicidad? No puedo
mentir en esta, así que la respuesta no puede ser ni un sí ni un no.
Dos árboles pueden ser
plantados al mismo tiempo y uno de ellos puede crecer más rápido que el otro.
Quizá uno se conforme con cierto nivel de crecimiento mientras el otro quiera
llegar a ver qué hay más allá del firmamento. La cuestión es que no hemos
marchado al mismo paso en nuestra relación. A él le gusta su paso, a mi me
parece demasiado lento. ¿Es su culpa? No, claro que no. ¿Es mí culpa? No, por
supuesto que no. ¿Quién es culpable entonces? A veces no hay culpables. Sólo
cosas que pasan.
La siguiente pregunta es
la que quizá más me costó contestar. ¿Lo amo? Pienso, pienso y pienso. Y no
llego a un sí ni a un no. Lo amé, eso no me genera dudas. No sé si lo amo como
lo amé, pero algo hay. Entonces, volvemos al principio de los principios. El
amor puede sea algo eterno, pero es tan cambiante como eterno. El amor es algo
vivo que debemos alimentar a diario. Hay que darle los nutrientes que hagan que
se mantenga fuerte y no hay que dejarlo morir.
Sí, lo amo.
Una pregunta más, tan
difícil como la anterior. ¿Es esto que siento por vos real? Que doloroso es
pensar en ello. ¿Qué es esto que hay entre nosotros? Un recuerdo, un abrazo que
quedó allá en el tiempo, una ilusión que estas cartas que nos hemos escrito, una
pasión que nuestra imaginación ha alimentado. No, no creo que sea eso. Creo que
en nosotros siempre quedó un ascua que apenas tenía fuerza para arder y al
reencontrarnos recibió aire y combustible. Y esa ascua solitaria prendió una
pequeña hoguera que nos abrigó en un momento en el que el frío de nuestra vida
se hacía insoportable.
Prometí no irme en
palabras poéticas. Qué remedio, ya lo hice.
Lo dicho hasta ahora no
responde la pregunta. No sé si lo que tenemos, esto que tejimos con nuestras
cartas, es real. Tenemos un deseo. Pero un deseo puede ser algo posible o algo
imposible. Deseo comer cuando tengo hambre. Deseo beber cuando tengo sed. Deseo
vivir por siempre feliz.
No sé si el deseo que
tengo de ti es posible o imposible. No sé si entregarme a tus brazos me va a
llevar a vivir feliz por siempre o si va a saciar un apetito tan inconstante
como el hambre y la sed. Primordiales, sí, pero después de beber la sed se
extingue y de aquél deseo ya no queda nada. Hasta que la sed vuelva a emerger.
No sé qué es lo que
tenemos. Nada. Todo. Algo. Debemos ponerlo a prueba. Y estoy dispuesta a
hacerlo. Así que mañana, después del trabajo, iré a tu departamento. Ven a
buscarme a las tres de la tarde por la puerta de Talcahuano y llévame a ese
lugar que tanto miedo me genera. Llévame al lugar al que no quisiste llevarme
entonces. Yo me dejaré llevar.
Tengo el corazón
dispuesto. Que los hechos nos digan qué es lo que hemos de ser.
Encendida de deseo, te
espero,
Yo.
ÚLTIMA
Queridos
todos:
Ayer a las tres de la
tarde yo estuve al pie de las escalinatas del Palacio de Tribunales.
Lloviznaba. Yo había salido sin piloto. De hecho, no lo tenía porque había
quedado en la que había sido hasta hace poco mi casa. Pero no me importaba. En
la esquina, un vendedor ambulante ofrecía paraguas. Compré uno y me dispuse a
esperar.
Ayer a las tres de la
tarde miré el reloj de la computadora y comencé a guardar todo. Había estado
muy ocupada todo el día. Después de mi pequeño retiro espiritual, tenía mucho
trabajo acumulado y no había tenido tiempo para pensar en él. Cerré todos los
programas, le di el comando de apagar y agarré mis cosas para salir.
Tardó cinco minutos más
en salir. La llovizna comenzaba a espesarse. Cuando la vi cruzar el umbral de
la puerta sentí una patada en el pecho. Allí estaba, con su cabello recogido en
un rodete, cubierta por un tapado de paño rojo que le llegaba hasta las
rodillas. Debajo de este, un sweater negro y pantalones del mismo color. De su
hombro derecho colgaba una cartera negra. Me sonrió.
Me apuré a bajar. Saludé
a la gente de seguridad y crucé el umbral. Llovía poco, pero llovía. Yo no
había llevado paraguas. Tenía uno en mi escritorio, pero no iba a subir a
buscarlo. Bajé la mirada hacia la vereda y lo vi, enfundado en un traje azul
marino, camisa blanca, corbata a rayas rojas y amarillas y zapatos negros de
lustre perfecto. Su cabello peinado hacia atrás, su sonrisa haciendo guardia en
sus labios. Nuestros ojos se encontraron y bajé rápido las escaleras para
encontrar refugio debajo de su paraguas.
Tantos años sin vernos y
no supe como saludarla. Quería devorarla a besos, pero sabía que no era
apropiado en ese momento, en ese lugar.
Tenerlo tan cerca me
aceleró el corazón. Que largo que nos miramos bajo ese paraguas sin decir una
palabra. Creo que a los dos nos costaba respirar. Tanta emoción. Tanta
efervescencia.
–Hola
–Hola
Un beso en la mejilla fue
nuestro primer contacto. Mis labios en su mejilla, tan suave, tan lívida.
Su boca se posó en mi
piel y sentí que me marcaban a fuego. Mis mejillas se incendiaron, mis ojos se
cerraron, para disfrutar ese anticipo eternamente.
– ¿Querés que tomemos un
café?
–Prefiero que tomemos un
taxi.
Qué idiota, querer
tantear el terreno después de lo que nos hemos dicho.
Que dulce, pero no me
interesa perder el tiempo en la mesa de un bar.
– ¿A casa?
– ¿A dónde más?
Tenemos casi cincuenta
años, no nos hace falta jugar a los novios. Ir al cine, comer en una casa de
comidas rápidas, juntar las monedas para el hotel alojamiento que coronará una
noche para recordar, es cosa de adolescentes. Ella tiene que volver a una
familia, yo tengo que terminar de pensar cómo voy a continuar con mi vida.
Ahora estamos para hacer una apuesta, una en la cual podemos ganarnos un futuro
o un olvido.
Subimos al taxi. Él le
dio la dirección al taxista y apagó su celular. Fue un viaje corto, casi no
tuvimos charla. Estábamos nerviosos los dos. Diez minutos más tarde subíamos en
el ascensor hasta el sexto piso. Nos mirábamos sin decir nada. Se notaba que se
estaba conteniendo. Qué ganas de dar el primer paso.
Entramos a mi
departamento. Casi me dio vergüenza que lo viera tan desnudo, tan sin nada. Me
justifiqué. Aunque no hacía falta. Ella no dijo nada, no le importaba. Le
pregunté si quería tomar algo. Un café estaría bien, respondió. Dejé el
paraguas mojado en un rincón de la cocina y fui directo a mi máquina de café. Le
pregunté qué cápsula prefería. Suave, intensa, con sabor a vainilla.
Me gusta el café intenso.
Las cápsulas son un lujo que a mi casa no había llegado. Qué seductor un hombre
que no tiene muebles en su casa pero no le falta un surtido de cápsulas. Habla
de un hombre que sabe lo que le gusta. Me quité el abrigo. En el departamento
hacía calor. Quería quitarme el sweater. Abajo tenía una camisa de gasa negra
que permitía un acceso visual a mi lencería de encaje. No lo hice, tenía miedo
de que se le cayeran las tazas cuando me viera.
Bebimos café de parados
junto a la máquina. No sé de qué conversamos. Ella me dijo de su día, mucho
trabajo después de tantos días fuera del juzgado. Yo la oía, pero me costaba
escucharla. Sus ojos me tenían hechizado.
Con qué pasión me mira.
No creo que haya registrado ni una palabra de las que dije desde que llegué a
esa cocina. Yo hablo y hablo y hablo y no digo nada interesante. Son los
nervios. Hace tanto que no estoy con otro hombre que no sea mi marido. Hace
tanto que otras manos no me desvisten. Él también está nervioso. No se quitó el saco. Creo que
él también quiere ocultar algo.
Dejamos las tazas en la
pileta de la cocina y cuando se ofreció a lavarlas me acerqué peligrosamente a
ella. La rodeé con mi brazo derecho por la espalda y mi mano la tomó por la
cintura.
Casi me desmayo. Parezco
una histérica freudiana. Pero es así. Sentirlo tan cerca, mi pecho apoyado
sobre el suyo, sus manos que me retenían sin que yo pudiera, o quisiera,
ejercer algún tipo de resistencia. Su boca, sus ojos, su boca.
El beso llegó. Aplazado
por veinticinco años. Veinticinco años esperándolo. Dulce, embriagador. Me
olvidé de las bolsas con las prendas que había comprado en el negocio de Lulú.
Me olvidé de dónde estaba la cama. Me olvidé de los protocolos, de las reglas,
de todo.
Que fuerte es que un
huracán sople en tus pulmones. Que fuerte que un rayo te atraviese de lado a
lado. Qué fuerte que sientas que esa boca que no es tuya no puede despegarse de
tu boca. Qué poder el de una pasión para desatar a la vez la furia de fuegos
infernales y el sosiego de vientos celestiales dentro de tu pecho.
No sé cómo llegamos a la
cama. Nuestra ropa quedó regada por el camino. Ella sobre mí, yo sobre ella. La
ley de la gravedad dejó de existir para nosotros. Nos besábamos, nos
acariciábamos y yo hacía lo posible por no explotar antes de tiempo.
Que rápido que se puede
acelerar de cero a cien. Que difícil mantener el control. Cada beso que se
posaba sobre mi piel, cada vez que su lengua recorría mi cuerpo, cada caricia,
cada vez que sus dedos me masajeaban. Cuanto placer, cuanta energía liberada.
Cuán difícil permanecer pasiva, recibiendo sus atenciones. Quería quitarle la
iniciativa, pero quería que él no se detuviera.
No puedo recordar el
orden. De pronto estaba boca arriba sobre la cama y ella se había sentado sobre
mi pelvis y su cadera bailaba rítmicamente. Sus pezones estaban duros. Quería
morderlos, besarlos, lamerlos. Quería escurrir sus pechos en mis manos. Pero a
la vez quería que ella terminara su danza conmigo en su interior. Qué delicia
de mujer.
Tenerlo dentro de mí fue
una droga. Sentía que me estimulaba al ritmo de un redoblante que aumentaba su
intensidad a cada golpe sobre el parche. Pum, pum, pum, pum, pum. Hace cuánto
que no sentía esto. No puedo decirlo.
Se desplomó sobre mí,
roja, casi sin aire, después de acometer con una intensidad explosiva que
amenazó con destruirnos.
Recostada a su lado, vi
cómo aún seguía erecto. Pese a que había acabado dentro de mí. No pude
resistirme. Bajé, lo tomé con mi mano derecho y comencé a acariciarlo. Suave y
duro a la vez, bello, apetitoso, irresistible.
En un momento, sentí que
mi corazón no iba a aguantar tanto placer junto. Su mano me acariciaba con
firme suavidad. Su boca me contenía con un cálido rumor que estremecía cada
conexión nerviosa en mi cuerpo. El sonido de sus labios que chasqueaban humedad
sobre mi glande era una música que me conmovía. Su cabello sobre mi vientre,
sus pechos sobre mi muslo. Qué veneno salía de esa lengua que me mantenía paralizado
mientras ella me devoraba vivo. Mis ojos permanecían cerrados mientras sentía
con mi cuerpo como todo en el universo cobraba sentido.
Cuanta tensión había en
su cuerpo. Cada fibra, cada centímetro de su piel, cada cabello se encontraban
cargados con un poder casi sobrenatural. Nunca fui fanática del sexo oral, no
me gusta el sabor de los jugos que humectan el glande. Pero con él no me
importaba el sabor. Es más, cuanto más lo sentía, más me excitaba.
No quise detenerla en su
obra maestra. Pero no podía seguir pasivo. La acosté boca arriba y fui derecho
a penetrarla. Sus gemidos alimentaban mi motor, cuanto más gemía, más fuerza
sentía en mi interior.
Cuando acabó, respiraba
tan fuerte que pensé que moría. Pero su sonrisa eliminó toda sospecha de crimen.
No le dije que la amaba.
No le dije que lo amaba.
No le dije que lo nuestro
era real.
No le dije que dejaría
todo para estar con él.
No le pedí que dejara
todo para estar conmigo. De hecho, no quería que lo hiciera. El momento que
pospusimos veinticinco años había revelado la verdad.
No lo amaba.
No la amaba.
Sólo tenía una cuenta
pendiente con él.
Sólo tenía una cuenta
pendiente con la vida.
Le di un último beso
antes de levantarme de la cama. Recogí mi ropa y fui al baño. Cuando salí, él
ya estaba vestido. Había preparado otra cápsula de café. Decliné la invitación.
No sé qué será de
nosotros en adelante.
No sé qué decisiones
tomaré para mi vida.
Sólo sé que estas cartas
me enseñaron una cosa.
La ilusión de lo que no
tuvimos puede opacar la realidad de lo que podemos llegar a tener.
Me fui después de darle
un beso en la mejilla. El se quedó arriba tomando café.
Cuando cerró la puerta
supe que no habría más cartas. Supe que no habría más encuentros como este ni
de ningún otro tipo.
Esto que ocurrió fue un
recuerdo del pasado que pospusimos veinticinco años. Pero ya es pasado otra
vez.
No volví a saber de ella.
No supe más de él. Nos
eliminamos de facebook mutuamente.
No volví a espiar sus
fotos. No volví a buscar noticias suyas. Seguí adelante con la mía.
Y yo con la mía.
Y si nosotros no sabemos
el uno del otro, no vemos porqué ustedes lo deban saber.
Por eso les decimos hasta
nunca,
Nosotros.