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miércoles, 29 de agosto de 2012

ENCUENTRO CON EL MANCO VILELA


Este cuento lo escribí en el año 2005, al poco de publicar "La Pandilla de la Calle Perdida". Fue el primer cuento que me dejó dinero, ya que pude venderlo a la Revista Genoma. Acá se los comparto. Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.

En el verano, durante las noches de luna llena, cuando estoy por San Pedro, me gusta acercarme al mirador que hay sobre el río, junto al mástil, y desde ahí contemplar las aguas que se mueven lentamente bajo el manto de luz plateada, y la vista se me pierde río arriba, esperando ver llegar al espectro del Manco Vilela.
La primera vez que lo vi fue cuando tenía seis años. En aquellos tiempos apenas llegaba al borde del murallón, y mi padre me tuvo que levantar en brazos para que no quedara bloqueada mi vista. Y allí lo vi, navegando río abajo, los restos de lo que había sido el lanchón Místico, que con su único cañón de seis pulgadas instalado en la proa, había salido a desafiar a la flota invasora.
El Manco Vilela, según cuenta la historia, se había atado el muñón al remo que estaba a su cargo para no dejar de remar. Veterano de las guerras de la independencia, y de muchos combates entre argentinos, el Manco había conseguido ese apodo en la batalla de Ombú, durante la guerra con el Brasil, y tras estar en el hospital de sangre durante varios meses se le dio la baja por incapacidad.
Sin embargo, su vocación por la defensa de la patria era más fuerte que la realidad que se le imponía, y cuando comenzaron a precipitarse los hechos fue uno de los primeros en responder al llamado del Restaurador de las Leyes, siendo rechazado de plano, por su condición de minusválido.
Sin embargo, fue a ver al General Mansilla, quien había sido su comandante en muchas batallas, incluso en aquella que le costó la mano derecha, y le dijo:
-Mi General, Usté sabe que valor no me falta, algún trabajo habrá para un veterano como yo en la batalla.
Mansilla lo miró en silencio unos segundos, y dijo: -Siempre hay lugar para otro defensor de la patria.
El lanchón recibió un impacto de metralla que barrió a todos sus ocupantes, que agonizantes cayeron al río, para encontrar en él su descanso eterno. Pero el Manco quedó atado al remo, y el remo se sostuvo en la lancha destartalada, que bajó el cauce del río pasando frente a San Pedro esa noche del 20 de noviembre de 1845.
Y yo, ciento treinta años más tarde, veía al espectro del manco navegando tristemente en su derrotero. Mi padre me cuenta que nadie se atrevió a detener al Lanchón, ni los franceses, ni los ingleses, ni los pobladores ribereños que lo veían avanzando desafiante por el brazo del río.
Años más tarde, cuando la inocencia de mis seis años había quedado olvidada, el recuerdo del Manco Vilela navegando envuelto en una burbuja de niebla luminosa aún persistía en mi memoria. Mi inocencia perdida fue reemplazada por un escepticismo furibundo, que me hizo creer que todo había sido una ilusión inducida por mi padre, hombre de gran talento para inventar cuentos y hacérmelos creer.
Sin embargo se me hacía difícil descreer de lo que mis ojos me habían mostrado, y en varias oportunidades había viajado a San Pedro para contemplar el río de noche, no pudiendo ver otra cosa que las aguas mansas murmurándole a la noche su romance inmemorial.
Sólito es creer que los temores de la infancia nacen de fantasías bien fundadas, pero que al final son sólo eso, fantasías. Lo insólito es que en mi caso la fantasía había sido una vivencia que se mantenía tan fresca en mi interior cada una de las veces que estuve de pie, en medio de la noche, buscando al espectro flotando por el cauce del Río Baradero. Sin embargo lo único que encontraba era la soledad y el silencio, y nubes de mosquitos que se hacían un festín con mi sangre.
Reconozco que mi decepción crecía con cada noche que pasaba, y el sentimiento de frustración me quitaba todo ímpetu para seguir con mi cruzada. Al fin y al cabo, ¿cuál era el sentido de mis vigías? ¿Por qué me desvelaba esperando al fantasma? No lo sabía, pero quizás era ese deseo de creer que en esta tierra aún vive y respira la magia, y que a través de ella podía unirme a un pasado que añoraba. Ya que la muerte había sido cruel conmigo, y me privó demasiado pronto de las historias de mi padre.
Era el 14 de enero de 2005 y yo estaba viendo el sol posarse río arriba, con sus rayos filtrándose entre las hojas de los sauces. La escena me fascinaba. Por una vez estaba abajo, y no en el mirador a donde mi padre me había llevado, y conforme la luz cedía terreno a la sombra y la luna se hizo más visible, pude darme cuenta que algo raro sucedía más acá de la línea de fuego que se perdía a lo lejos.
Era un punto blanco, que brillaba sin irradiar, y que parecía deslizarse suavemente al compás de las aguas. Estaba lejos, a varios cientos de metros hacia el oeste, y la costa no me permitía acallar mi ansiedad caminando contra la corriente.  Entonces recordé haber visto un bote solitario amarrado un poco más abajo y corrí hacia él para abordarlo. No había rastro alguno del dueño de la embarcación, por lo que decidí que era cosa de un minuto lo que iba a necesitarlo y que el dueño no notaría su ausencia.
Remé con tal energía que al girar la cabeza después de unos minutos pude ver claramente que era él: el Manco Vilela.
Hice girar el bote ciento ochenta grados, solté los remos y esperé a que el lanchón destartalado se pusiera a la par de mi bote. Era una visión increíble. El lanchón conservaba la pieza oxidada de seis pulgadas en la proa y el Manco se encontraba sentado en el medio del bote, apoyado sobre el remo que se hundía en el río del lado que yo me encontraba.
Entonces, cuando estuvimos a la par, levantó la cabeza y me miró con su rostro desencajado. Nunca imaginé las heridas que la metralla le había provocado. Su espalda estaba tan desgarrada como la de un pobre Cristo tras recibir cien azotes. Su cabeza parecía campo de práctica de un  leñador, y sus ojos... simplemente no estaban.
Sin embargo esas cuencas abandonadas me miraron, y ese rostro partido me sonrió.
-¿Ganamos?  -preguntó.
-Sí, -le respondí.
-Que bueno, -me contestó, -¿me ayuda a desatarme?
Lo ayudé, me pidió un cigarrillo, que se cayó al río apenas lo solté para depositarlo en su mano, y siguió su marcha. El espectro comenzó a esfumarse y pronto ya no pude verlo.
Al volver al lugar donde había encontrado el bote una voz familiar me preguntó:
-¿Encontraste lo que buscabas?
Al alzar la vista pude ver a mi padre, de pie, tal como lo había visto la última vez que salió de casa antes de que lo atropellara ese borracho que confundió la vereda de casa con la calle. Sonreía.
-Papá...
-Me alegra que estés bien, y me alegra que tengas tu vida tan bien hecha. Pero no te descuides, que nunca sabés cuanta cuerda queda en el ovillo
Hablamos un rato y finalmente me dijo que se tenía que ir. Subió al bote y comenzó a remar corriente abajo. El Manco Vilela de pronto estaba sentado con él, pero su cuerpo ahora no mostraba heridas. Es más, ya no era Manco. El bote de remos comenzó a navegar por otras aguas que las del Baradero, y lentamente se fue fundiendo con las estrellas que iluminaban la noche.
Me fui caminando para el auto con la sensación de haber recuperado algo perdido, como si las filtraciones de mi alma hubieran sido selladas para siempre.

Era hora de olvidarse de los fantasmas del pasado, para poder disfrutar de las realidades del presente.

domingo, 26 de agosto de 2012

TOCAR EL CIELO.


El día que me convertí en padre el cielo estaba como el de esta foto.

El 11 de julio de 1998 me desperté temprano. Mi mujer estaba en el baño. Miré el reloj despertador y vi que  marcaba las siete de la mañana. ¿Siete de la mañana en un sábado? No. Ya que estaba despierto, que mejor que ir al baño. Entonces mi esposa me dijo.

-Me parece que rompí bolsa -me dijo.

El parto lo esperábamos para el 16, pero saben como son estas cosas. Los bebés tienen sus propias ideas cuando se trata de nacer. 

-¿No se supone que es un enchastre?

Ahí me explicó que no siempre pasa eso que se rompe la bolsa y un aluvión cae por entre las piernas de la embarazada. A veces, apenas es un rasgón de un milímetro y empieza a caer por gotas.

-Pero no sé si rompí, en realidad.

-Si tenés dudas, vamos al hospital y listo.

Nos duchamos y salimos de casa para el Hospital Británico de Buenos Aires, que queda del otro lado de la ciudad. Siendo Sábado, el viaje fue bastante rápido.

En aquella época yo era el orgulloso titular de un Fiat Spazio TR, alias un 147. De un rojo intenso, era un automóvil muy confiable. Chiquito, ágil y veloz.

Nos subimos al vehículo con el bolso preparado y salimos de Núñez rumbo a Constitución. Al llegar al hospital, me dejaron pasar con el auto para que mi esposa caminara lo menos posible a la guardia y la dejé mientras iba a dejar el auto en el playón de estacionamiento que funciona del otro lado de la calle Pedriel. Despreocupado, dejé el bolso en el auto. 

Volví a la guardia, donde mi mujer ya había recibido instrucciones de subir al quinto piso, donde funciona la guardia de obstetricia. Allí nos recibió la Dra. Florencia Inciarte, entonces el médico residente de turno y me acusó de exageraro.

-Dejá que la reviso y se vuelven a casa. Hacerla salir tan temprano...

Entró con mi esposa al consultorio y yo me quedé sentado en un banco que había en el pasillo. Al cabo de unos minutos, salió con otro semblante.

-Trajiste el bolso, ¿no?

-Sí, está en el auto.

-Bueno, andá a buscarlo porque la vamos a internar. Mientras, te preparamos los papeles para que después hagas la admisión.

Bajé, subí con el bolso, bajé con los papeles, subí al cuarto, donde mi mujer ya estaba cambiada y metida en la cama. Era una habitación individual, bastante grande, con una cama grande, típica de hospital, un sofá que se hacía cama para mí, baño privado y televisión por cable. Una maravilla. Teníamos una ventana que daba al norte y desde esa altura se veía un paisaje bastante lindo. 

Avisamos por teléfono a familiares y amigos de que el parto era inminente. A eso de las 12 le trajeron el almuerzo, mientras que yo me fui a almorzar a eso de las 13.30. Más tarde le trajeron una merienda y a eso de las 19 la cena. Yo salí a buscar dónde comer algo a eso de las 20.30 y estuve de regreso a las 21.00.

Miramos tele todo el día mientras que esperábamos a que se desatara el parto, pero no pasaba nada. A eso de las 22.00, cansados y aburridos, apagamos la tele y nos fuimos a dormir.

23.00 hs. Estoy muy dormido, pero alguien me habla. Es mi mujer. Abro los ojos. Ella ya había prendido la luz del velador.

-Ya viene.

-¿Qué?

-Ya viene -me repitió señalando la panza. 

-Ah -respondí, muerto de sueño. Llamamos a la Doctora. Florencia, que me parece que estaba más dormida que yo, la revisó y me dio la tarea de medir las contracciones. Yo me senté juntó a la cama, apoyé mi mando sobre la panza y traté de contar los minutos entre contracción y contracción. Pero tenía demasiado sueño, era imposible. Volvió la Doctora y me preguntó como iban.

-No sé, no puedo acordarme a que hora arranca, no sé cuando termina. 

La Doctora puso cara de ¡qué desastre! y salió de la habitación. Un par de minutos luego llegó con un monitor fetal que registraba en papel el lapso entre contracción y contracción. Dormido como estaba, me pregunté para qué confiar en un idiota como yo cuando hay máquinas que hacen el trabajo con una precisión imposible de reproducir con "apoyá la mano y fijate cuanto tiempo dura".

En fin. A eso de la 1.30 mi mujer ya estaba muy incómoda, así que se la llevaron a la sala de parto para ponerle la peridural. Me dijeron que espere afuera que después me iban a dar la ropa para que pudiera cambiarme y pasar. Ahí me quedé, solo, esperando. Y en esas dos horas que caminé frente a la puerta de la sala de parto me terminé de despertar. A las 3.30 una enfermera me hizo pasar a un cuarto, me dio la ropa para quirófano y me dio las instrucciones de como colocármela. Me quedé en ese cuartito otra media hora hasta que la misma enfermera me permitió entrar.

La sala de parto era una habitación rectangular de unos cuatro metros de ancho por seis de largo. Apenas se entraba, se veía la camilla donde estaba mi mujer, que estaba separada un metro de la pared de atrás y tres de la de adelante, que en realidad era un enorme ventanal que nos mostraba Buenos Aires de noche. Había mucha gente. Aparte de la Doctora Inciarte estaban el anestesista, otro obstetra de apellido Ouviña, la partera, el neonatólogo y media docena de enfermeras que iban y venían. A mí me pararon detrás y a la derecha de mi mujer para que no estorbara, porque como era padre primerizo tenían miedo de que me desmayara o algo así, cosa que, si me hubieran conocido, sabrían que jamás podría ocurrirme en una situación así. La verdad es que no veía nada y yo quería ver. 

La cuestión es que el parto venía bien pero lento y yo sentía que me estaba perdiendo parte de la película.

-¡Ya se ve la cabeza!

Donde, carajo, que no la veo. Y no la iba a ver, con el ángulo que tenía, era imposible. Entonces comencé a ver algo que se delizaba para afuera y a las 4.55 de la mañana la pequeña había nacido. La colocaron sobre el pecho de mi mujer y comenzó a gritar con tanta fuerza que pensé que iba a reventar los vidrios de los ventanales. Lloraba, lloraba y lloraba. Le di un beso a mi mujer y me fui con la niña a ver como la limpiaban y el neonatólogo le hacía el primer control en una habitación lindante al quirófano. Entonces comencé a ir y venir con novedades. Respira bien. Mide 49 cm. Pesa 3.660 kgrs. Eso, mientras mi a mujer le sacaban la placenta y la Dra Inciarte comenzaba a poner los puntos de la epiciotomía. Como me llamó la atención la aguja que utilizaba, me quedé unos minutos admirando su técnica de costura, algo que le llamó la atención a todos los presentes, porque los maridos no suelen tener estómago para esas cosas.

A la beba se la llevaron a la nursery para hacer lo que se hace en la nursery. Mi mujer lloraba. Yo le di otro beso. Eran casi las 6 de la mañana. Afuera ya se veía el cielo azul. No había una nube. 

Volvimos al cuarto y me acosté. Me quedé dormido de inmediato. Según dicen, mi hija gritaba como loca, las enfermeras y médicos desfilaron constantemente y yo roncaba. Desperté después de dos horas de descanso y vi a mi mujer con mi hija en brazos. La pequeña dormía. La grande tenía sus ojos llenos de felicidad. Esa foto fue como tocar el cielo con las manos.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.




jueves, 23 de agosto de 2012

FRAGMENTOS DE CONVERSACIONES AJENAS

Todos los días, paso mucho tiempo en la calle. Camino de acá para allá, viajo en tren, subte y colectivo, me formo en fila en Bancos, oficinas públicas, cajas de supermercados y en muchos lugares más. Y todo el tiempo, mis oídos están captando fragmentos de conversaciones ajenas. 

La verdad es que soy un bicho raro, ya que nunca me gustaron los walkman, discman, ipods u otros géneros de artefactos que implicaban enchufarse unos audífonos en los oídos y cerrarse a lo que sucede allá afuera. 

Una vez me regalaron una radio portátil para salir a trotar. Lo tomé a mal, porque nadie puede ser tan atrevido como para insinuarme que debo hacer más ejercicio. Pero después de un par de meses de verla sobre mi escritorio, aún en contra de mis principios, decidí llevarla para que me haga compañía de camino a la facultad. El primer inconveniente fue que los audífonos se me salían todo el tiempo. Pero lo peor fue que al meterme en el subte me di cuenta que lo único que iba a escuchar era estática. Y ese fue el fin de esa radio deportiva. Y de mi relación con los dispositivos de esa calaña. 

Viernes 17/08/2012. 23:35. Después de un día sin electricidad, estoy yendo a buscar a una de mis hijas a un cumpleaños con mi paragüas abierto sobre mi cabeza. Al pasar frente a un edificio, veo la figura de un hombre que se despide de una mujer. Ella, que tendrá unos cincuenta abriles, sonríe. Él, me da la espalda. Alcanzo a oír lo decir: 

–Yo también me tiro pedos y eructo. 

Después de escuchar esa frase reveladora de la idiosincrasia del fulano, entiendo por qué la dama lo está despidiendo a tan temprana hora. No que haya nada de malo con el funcionamiento fisiológico del hombre, pero ¿para qué revelar esa información?

Septiembre de 2009. Mediodía. Mientras espero a un amigo en el lobby del edificio donde trabaja para ir juntos a almorzar, un grupo de yuppies baja de uno de los elevadores haciendo referencias sexuales de una compañera de trabajo.. Uno de ellos afirma: 

–Tengo un gusto a cien pijas en la boca. 

Recuerdo haberme preguntado cómo sabía el yuppie a qué sabía eso. 

La verdad es que decimos cosas inapropiadas en todo momento y en todo lugar. No nos damos cuenta de las barbaridades que decimos y hasta llegamos a jactarnos de ellas. 

Abril 2012. Jueves, 19.15. Doy la vuelta en la esquina y veo a un cantonero discutiendo con una mujer de su mismo oficio. Palabras que no puedo reproducir. 

No todo lo que escucho es de este tono. He escuchado a un chico de 23 años de pasarse un fin de semana de fiesta usando cocaína como único combustible para que su cuerpo funcione. He escuchado a dos choferes de alguna empresa de transporte para turistas VIP hablar de cómo obtener un beneficio de todo el dinero que los pasajeros van a gastar en diversión nocturna. He escuchado a una mujer contarle a su amiga como un ejecutivo de la empresa la encerró en un baño para tratar de abusar de ella, para que la amiga luego se anime a contarle que tuvo una situación similar. 

También he escuchado alguna buena noticia. Un hijo que le cuenta a su madre que aprobó un exámen, o un marido que le cuenta a su esposa que lo contrataron en la empresa donde tuvo la entrevista de trabajo. Una mujer avisándole a alguien que su hermana estaba embarazada. Noticias felices que contagian entusiasmo. Uno escucha todo, pero elija quedarse con lo que más te conviene para tu momento. 

En este punto, mi hobby callejero es muy similar a mirar un noticiero. Sólo que las gerencias de noticias parecen haber decidido que sólo es noticia aquello que tenga una connotación negativa. Nunca escuché a un presentador de noticias decir cuántos bebés nacen cada semana. Parecería que la buena noticia es una rara gema que sólo debe ser exhibida en contadas ocasiones. 

Para suplantar la ausencia de buenas nuevas y morigerar el tomo depresivo general que impone el noticiario, están los deportes y el espectáculo. Horas interminables de aires con noticias sobre el fútbol, deporte que en Argentina tiene prioridad para el gobierno por encima de los ingresos de los jubilados. Por eso, prefiero mantenerme informado de lo que sucede con mi radio natural. Prefiero saber que el señor no contiene sus gases, que al otro le gusta lo que le gusta y que hay mujeres que saben apoyarse entre sí en malos momentos. 

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.

miércoles, 22 de agosto de 2012

LA BRÚJULA DEL ESCRITOR

Cada nuevo capítulo en una novela es una incógnita. Especialmente con mi anárquico método de trabajo. Es como adentrarse en un bosque denso y comenzar a recorrerlo sin brújula. Indefectiblemente, uno se pierde.

Por suerte, tengo un fuerte sentido de la orientación. Siempre me jacté de encontrar lugares a los que nunca había llegado antes sólo con algunas instrucciones básicas. Ya sea en mi ciudad o fuera de ella, nunca pienso que puedo perderme. Es como un instinto que me permite saber dónde está cada punto cardinal y en qué dirección está mi hogar.

Cuando escribo sucede algo similar. No sé muy bien qué rumbo va a tomar la historia, más bien, la acompaño en su derrotero. 

¿Cómo pudo una fábrica de bolitas de naftalina convertirse en el centro de culto de una deidad demoníaca? No me pregunten. De repente sucedió. Como sucedió cada cosa que sucedió en la vida de Matías, el protagonista de La Pandilla de la Calle Perdida.

Al escribir las Memorias de un Romano Cualquiera sólo sabía que el fulano era el nieto de Cayo Julio César. Supuse que su vida tuvo que tener algo interesante, porque para contar que Aulo Valerio Efigio, como se llama el protagonista, vivía en una ínsula -así se llamaban los edificios de departamentos en la antigua Roma -y se dedicaba a hacer zapatos, mejor no escribo nada. Por eso le dí la profesión que le di, que no les pienso contar para no arruinar la diversión de la lectura.

Así, como cuando uno lee un libro y transita sus páginas junto a la trama, así es como escribo. No hay mucho secreto, se trata de dejarse llevar y de no poner frenos a la parte más voraz de tu imaginación. La realidad nos limita día a día. Cada vez más. ¿Por qué permitir que la fantasía se coarte? 

Coincido con Pérez Reverte en que al escribir, el alma debe estar volcada a la historia. El lo dijo de manera diferente, pero es lo que me quedó. Para mí, dejar volar mis pensamientos es una necesidad de tiempo completo. Por eso no necesito de lugares ni climas especiales para escribir. Sólo necesito, como mínimo, un papel y un lápiz.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.

martes, 21 de agosto de 2012

SOBRE CORRECCIONES IMPOSIBLES.

Los fines de semana largos son demasiado cortos. Es así. Uno se entusiasma porque tiene un día más para descansar, pero resulta que en realidad lo que tiene es un día más para desordenar sus horarios normales y comprometerse en actividades desgastantes que, a la larga, hacen que uno descanse menos que en un fin de semana normal.

El pasado sábado amanecí con un llamado a las 07.00 am de la empresa del cable avisando que iba a venir un técnico a ver por qué no andaba el decodificador nuevo. Después de cortar me situé frente a una encrucijada. O me quedaba en la cama durmiendo un poco más, en cuyo caso el técnico seguro tocaría el timbre a las 08.00 am, o me levantaba, corría las cosas que iban a interferir en el trabajo del técnico y me quedaba sentado esperándolo, en cuyo caso, seguro que no venía antes del mediodía.

Ya estaba despierto, así que me levanté. Prendí la compu, revisé correos, facebook, Amazon y este blog. Me alegré al ver que ya estaba cerca de las 400 visitas y me puse a pensar el tema para escribir la siguiente entrada. Empecé dos veces y las dos veces terminé por eliminar lo escrito.

Lo cierto es que, al escribir, es más lo que se tacha que lo que queda. Lo que me lleva a preguntar, ¿quedará esta columna? Veremos, veremos, después lo sabremos.

La verdad es que hay ideas que me entusiasman cuando llegan pero que, después de que se quedan un rato, comienzan a aburrirme. Así pasó con una historia que comencé a escribir hace unos años y de la cual llegué a escribir casi ciento cincuenta páginas para al final dejarla archivada en el menú de mi compu porque no me animé a descartarlas. Lo mismo me ocurrió con "El Genetista", novela que escribí completa, pero que al comenzar a corregir me desencantó y decidí, también, dejarla de lado.

Corregir es algo que me cuesta mucho. Especialmente porque tengo el defecto de recordar lo que escribí en vez de leerlo. El tema es que no siempre coincide lo que recuerdo con lo que escribo, lo que hace que cosas que deben corregirse queden como están.

Sin embargo, he empezado a disciplinarme más con las correcciones. Me corrijo antes de decir alguna barbaridad. Me corrijo antes de pelearme. Me corrijo antes de cometer errores que no pueden corregirse con un  programa corrector de textos. 

A veces es mejor corregir ciertas cosas antes de plasmarlas, porque si bien la disculpa es siempre algo saludable, mejor es no tener conductas que generen la necesidad de disculparse.

Una chica que se recuperó de un ACV tuvo que salir a defenderse, porque los periodistas de un programa de televisión cuestionaron la gravedad de su condición. No hay disculpa que cure el daño ocasionado. Como tampoco tendrá disculpa un gobierno que se niega a ver las necesidades de sus gobernados. Y acá paro, porque sé que, en el fondo, soy incorregible.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.


jueves, 16 de agosto de 2012

JUEVES POR LA TARDE EN LA CIUDAD

Hay semanas en que parece que todo conspira en contra de uno. Bachas de cocina que se desprenden, lámparas que se rompen misteriosamente y generan cortocircuitos que hacen que salte la térmica general del edificio, decodificadores que se queman con un corte de luz. 

–Me parece que vas a tener que limpiar tu casa con vinagre de alcohol –dijo alguna voz que enteveía que los espíritus estaban de acuerdo en complicarme la vida. 

Las brujas no existen, pero que las hay, las hay. 

Yo no creo en brujas, astrólogas ni en ninguna persona que se adjudique poderes sobrenaturales. Siempre pensé que, de tenerlos, serían muy reservados al respecto. 

La historia demuestra que el oficio de bruja ha sido, en general, altamente peligroso. Podían darse dos situaciones básicas, o que el poder estuviera con ellas, en cuyo caso gozaban de una frágil situación de privilegio que podía cesar ni bien el poderoso se sintiera decepcionado o amenazado por ella, o que el poder estuviera ensañado con ellas, en cuyo caso se convertía en deporte nacional la caza y quema de brujas. 

Juana de Arco es el perfecto ejemplo. La doncella de Lorena se presentó ante el Delfín de Francia para pedirle que pusiera un ejército bajo su mando para liberar la ciudad de Orleans. Nadie quiso hacerle caso, hasta que el Príncipe, con ánimo de divertirse, vistió a uno de sus escuderos con el atuendo real y lo sentó en su silla. Juana, que nunca había estado cerca del Delfín, miró al hombre que ocupaba la silla del Príncipe con los atavíos del Príncipe y le preguntó por qué usurpaba la silla del futuro Rey. Resumiendo, el Delfín le dio su ejército, Juana liberó Orleans y el Delfín fue coronado Rey en la catedral de Reims. Luego traiciona a Juana, permite que los ingleses la capturen y estos la enjuiciaron y quemaron en la hoguera. 

Para unos, era una santa, para otros, una bruja. Todo depende del interés afectado.

Hemos progresado mucho desde la época de la pobre Juana. Hoy, las brujas son invitadas a participar como miembros de un panel de programas de televisión de segunda categoría para opinar de todo desde el rendimiento de la selección nacional de fútbol, las políticas de estado del gobierno nacional y la relación entre un afamado actor y una conocida modelo. 

Juana de Arco no era una bruja. No envió un hechizo a los soldados ingleses para que sean derrotados en batalla. No cabe duda que sí fue una inspiración para sus compatriotas y, por contraposición, un elemento que minaba la moral del enemigo. Pero era mejor llamarla bruja para explicar en algo sobrenatural el fracaso propio.

No cabe duda que la fuerza de la magia no nace del ser que con avisos rimbombantes asegura que puede cambiar nuestra suerte, sino de la convicción que tenemos en nuestra propia fuerza.
Dibujo para colorear bruja sobre escoba

Este jueves no veo brujas volando sobre sus escobas por el cielo de Buenos Aires. Arreglé la bacha, cambié la lámpara y el técnico de la empresa de cable trajo un nuevo decodificador. Parece que todo termina bien.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian


IN MEMORIAM

Hace 35 años, Elvis Aaron Presley dejaba este mundo. Hay mucho para decir del Rey del Rock'n'Roll. Pero mejor que mis palabras es su música. Salud!


miércoles, 15 de agosto de 2012

LA MISMA LLUVIA.

Cuentan mis mayores que mi abuela, durante una temporada de lluvias constantes que azotaba Irlanda, le dijo a mi abuelo que estaba harta de que no se le seque la ropa. Entonces hicieron las valijas y se vinieron para la Argentina. Menudo chiste. Hoy, ochenta años más tarde, mi mujer dice lo mismo. "Estoy harta de esta lluvia. Toda la ropa mojada y tengo dos cargas más para meter."

No era la primera vez que mis abuelos venían para estos pagos. El abuelo Eduardo se dedicaba a comprar ganado en Argentina, lo engordaba, lo llevaba para Irlanda y lo vendía. Vivo. Cuando el dinero comenzaba a escasear, regresaba a Argentina y compraba más ganado, lo engordaba y lo llevaba. Pero un día tuvo un accidente. Un caballo le pateó la cabeza y casi se muere. De hecho, lo habían dado por muerto. Lo subieron a una camilla y lo llevaron a lo del médico para que muriera con dignidad. Pero mi abuelo era más terco que la muerte y sobrevivió.

La lluvia fue fundamental para mi existencia. Después del accidente, regresó a Irlanda. Allí, el clima quiso que Eduardo se encontrara con María Ana en una cueva. Allí fueron por caminos separados para refugiarse de una tormenta similar a la que Noé contempló desde la borda de su Arca. Mi abuela, católica y muy religiosa, lo sentó a mi abuelo a su lado y lo obligó a rezar el Rosario hasta que escampara. Y ahí se enamoraron.

La lluvia impulsó a mis abuelos a dejar Irlanda e instalarse en Argentina. 

Todos tenemos historias bajo la lluvia. Algunas son tiernas, otras aterradoras. El 24 de enero de 2001 estaba en la oficina en la que trabajaba por aquél entonces, esperando el momento de apagar la computadora y regresar a casa. Estaba a pocos pasos del Obelisco de Buenos Aires, en Roque Sáenz Peña al 1100, desde la cual podía ir a tomar el subte en la estación 9 de Julio o en la estación Tribunales. Mi esposa estaba embarazada de mi segunda hija, la que nació el 5 de febrero siguiente, así que se imaginan el tamaño de esa panza. Al asomarme a la ventana, descubrí que la lluvia nos estaba haciendo una visita, lo cual era un alivio porque los días anteriores habían sido extremadamente calurosos.

Cuando bajé a la calle llovía más fuerte. Sin paraguas, me apuré a llegar hasta la estación Tribunales y me sumergí en ella. Enero en Buenos Aires es un placer por la poca cantidad de gente que hay en ella. Eso se traducía en subterráneos que no se atestaban y en la posibilidad de sentarse en el viaje. 

El viaje transcurrió sin novedad hasta llegar a la estación Plaza Italia. Al llegar allí, los altavoces de la empresa de subterráneos anunciaron que el servicio estaba limitado a un recorrido que acababa en dicha estación. Así que hubo que bajarse y salir. Aparentemente, había un problema en la estación siguiente por culpa de la lluvia.

Subí las escaleras con la idea de subirme a un colectivo y recorrer los cinco kilómetros y medio que me quedaban por delante, pero al salir me di cuenta que no iba a ser posible. Hacia donde mirara, había una congestión de tránsito imposible, por lo que decidí tratar de avanzar a pie y pasar el punto crítico para tomar el colectivo. 

Caminé las cinco cuadras que separan Plaza Italia de Puente Pacífico a paso redoblado. Al llegar allí, entendí cuál era el problema.  En Godoy Cruz tenía el agua por los tobillos. Al llegar debajo del puente, me llegaba a la cintura. Más adelante, una tapa del alcantarillado había saltado y había un chorro de agua que se elevaba tres metros del nivel del agua. Llamé a mi mujer por primera vez en ese momento.

-Me parece que voy a llegar tarde -le dije. Ella me dijo lo que decía el noticiero y tomé nota de las posibles vías de escape. Crucé Av. Bullrich y llegué al borde de la sede del Regimiento de Patricios. A esa altura, tenía el agua por la cintura. Decidí que era mala idea seguir por Santa Fé, porque podía ver que más adelante había mucha correntada, así que doblé hacia la derecha, bordeando el cuartel hasta llegar a las instalaciones de un conocido supermercado. El agua había bajado considerablemente, al punto que dentro del estacionamiento no había agua. Atravesé el lugar hasta la salida del otro lado y retomé mi caminata por la Av. Dorrego, que no estaba inundada. Pese a que en Luis María Campos había colectivos, decidí que más adelante podía haber otras trampas de lluvia y que lo mejor era caminar. Fui derecho hasta Federico Lacroze y luego subí por esta avenida hasta Cabildo. Llamé a mi mujer otra vez. Había pasado una hora desde mi última llamada. 

-Esta todo bien, voy por Cabildo derecho a casa.

Mi predicción fue fallida. Al llegar a Mendoza me di cuenta que adelante había problemas. Al llegar a la siguiente esquina el agua me llegaba otra vez por la rodilla. En Blanco Encalada, ya me llegaba al ombligo. Le había pedido a una vecina, allá por Av. Dorrego, si me podía regalar una bolsa de plástico de las que entregan en el supermercado y allí fue a parar todo. Billetera, llaves, teléfono. Llevaba esa bolsa apretada contra mi pecho. En Blanco Encalada había un bombero a cada lado de la calle tratando de pasar una cuerda de lado a lado ya que la corriente en aquella calle era violenta. Pero al tercer intento fallido pasó un poste a gran velocidad, lo que hizo que los bomberos desistieran del intento. Caminé de regreso a Olazabal. En el camino, dos mujeres que me habían visto pasar hacia el norte me preguntaron si se podía pasar.

-Imposible, la corriente es demasiado fuerte. Me voy a Cramer por Olazabal -les dije, y ellas decidieron seguirme. Iban con tacos altos, por lo que se les hacía difícil caminar, así que antes de llegar a la esquina las tenía a las dos del brazo. Lo curioso es que una de ellas estaba preocupada por que se le mojara la ropa, al punto que llegó a levantarla por encima del nivel de sus glúteos. Mala idea, especialmente con toda la basura flotando en el agua. De pronto sintió algo que le pasaba entre las piernas y con un grito mandó para abajo la falda.

Al llegar a Cramer nos depedimos. El agua nos llegaba a los tobillos y, un poco más al norte, ya no había agua. 

Llegué a mi casa a las 22.30 hs., después de tres horas de caminata. En un día normal, el mismo trayecto me hubiera tomado 30 minutos en colectivo o una hora y media a pie. Tuve que tirar los zapatos, el pantalón, las medias y la ropa interior. Los comerciantes que sufrieron la inundación salieron a vender a precio irrisorio su mercadería para que la pérdida no fuera total. 

Doce días más tarde, nació mi segunda hija. Ocurrió a las cinco menos cinco de la tarde. El cielo estaba azul.

Desde Buenos Aires, mientras escucho la lluvia caer, los abrazo. Brian


martes, 14 de agosto de 2012

AGORAFOBIA SUBTERRÁNEA

Se levantó el paro de subte. Hoy, diez minutos después de las doce campanadas que mandaron a cenicienta a su casa montada en una calabaza, vi al vocero de los metro-delegados anunciar que el paro se había levantado de manera provisoria. Y yo que no quiero salir.

Les cuento lo que me imaginé. Hoy, después de 10 días de paro, al abrir las estaciones que permanecieron cerradas y a oscuras, encuentran a Benjamín Prieto. ¿Quién es Benjamín Prieto? Pues se los diré. Es un estudiante de medicina que salió de la facultad para tomar el último subte el viernes 3, hace once días. Estaba sólo en el andén cuando aparecieron tres tipos que lo encararon, lo golpearon, lo robaron y lo dejaron tirado más allá de la escalera que, en la punta del andén, baja hacia el túnel. Allí quedó durante varias horas, inconsciente. Cuando despertó, todo estaba oscuros.  No podía ver su mano a tres centímetros de su rostro. Le dolía la cabeza. Le habían quitado el celular, la billetera, la mochila. Sólo tenía un encendedor en el bolsillo de atrás. Con él, encontró el camino hasta el andén, para descubrir que no podía salir de él.

 Afuera tenía una madre, una novia, amigos. Los amigos no le dieron importancia a su desaparición. La novia fue a hablar con la madre y, juntas, fueron a la comisaría el sábado. Les dijeron que vuelvan el lunes, que era probable que hubiera decidido desconectarse de su vida por el fin de semana y que ya aparecería. El lunes volvieron a la comisaría con un abogado, el padre de la novia, y la causa se radicó en un juzgado de la ciudad.

Abajo, Benjamín había caminado por el túnel hasta la estación tribunales, donde sabía que había un kiosco. Lo hizo a oscuras, contando los pasos que daba para tratar de medir la distancia que caminaba. Quería, de modo desesperado, conseguir agua, algo que comer, una aspirina. Cada tanto, usaba el encendedor para despejar las tinieblas y tratar de identificar dónde estaba. Al llegar a la estación, subió por la escalera y comenzó a caminar por el andén usando las chispas del mechero para tener flashes de lo que tenía cerca. 

Se sintió muy frustrado al descubrir que todos los locales estaban cerrados con persianas. No obstante, intentó por todos los medios levantarlas. Entonces encontró un cesto de residuos junto a uno de los bancos y descubrió que estaba lleno de papeles. Tomó su mechero y lo encendió. Las llamas de medio metro de largo pronto proyectaron su luz sobre el andén y Benjamín se dio cuenta de que había un palo cerca de las escaleras. lo buscó rápidamente y comenzó a usarlo para golpear los vidrios de un local de lencería. Al romperlo, tomó varias prendas de lencería femenina, las metió dentro de una media y la anudó a la punta del palo. Antes de que se apagara el fuego del cesto, prendió la antorcha.

El kiosco estaba justo frente a él. Junto a él, un negocio que vendía cosas electrónicas. Entre ellas, linternas. Volvió al negocio de lencería en busca de algún objeto contundente. Al abrir los cajones, vio un paquete con tres galletitas de agua y se las comió. Se preguntó si no habría una botella con agua, gaseoso o cualquier cosa líquida. Nada. Sacó la caja registradora, lo único lo suficientemente pesado como para romper el candado, y corrió hasta el kiosco para tratar de vencer las defensas que los separaban de los víveres que  necesitaba de forma desesperada. Al noveno golpe, el candado cedió y la persiana subió, dejando al alcance de su mano los tesoros que ansiaba encontrar. Lo primero que hizo fue tomarse dos botellas de agua. Una tercera se la tiró encima para lavarse la cara. Luego abrió unos bizcochos y unas papas fritas y comió. Con cada bocado, se sentía mejor. Pero la luz de la antorcha estaba cediendo y tenía que hacer algo para garantizarse la luz.

Con sus energías renovadas, buscó la caja registradora y comenzó a trabajar sobre el candado del local que tenía las linternas. Esta vez le tomó ocho golpes en lugar de nueve. Entró, encontró las linternas y les puso pilas. Antes de que la antorcha se extinguiera, tenía asegurada la iluminación para los próximos días.

Se paró junto al andén e hizo algo que alguna vez había imaginado. Se bajó la cremallera y orinó. Entonces comenzó a debatirse entre quedarse allí, donde tenía agua y comida, o buscar una salida. Estaba cansado. Se recostó en el banco y se durmió.

El juez ordenó buscar a Benjamín en hospitales, centros de salud, morgues, descampados y a la vera de las vías ferroviarias. A nadie se le ocurrió ir a mirar bajo tierra. Benjamín se quedó diez días en la estación Tribunales. Para cuando lo encontraron, había enloquecido. Había cazado ratas y las había asado cuando los productos del subte ya no le resultaban satisfactorios para saciar su hambre. Había usado una de las puntas de los andenes como baño y se había convencido que el mundo había sido arrasado.

Lo que más afectó a Benjamín fue salir al aire libre. Entre cuatro hombres lo atajaron y un enfermero le puso un calmante inyectable. Cuando se durmió, lo llevaron directo al Hospital Borda para que le dieran tratamiento.

Por eso, hoy prefiero no bajar los escalones hacia el subte. Llueve y no tengo motivos para ir al centro, así que mejor me hago el que tengo un ataque de agorafobia y me quedo en casa.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.

domingo, 12 de agosto de 2012

SOBRE IDEALES, IDEALISTAS Y FRUSTRACIONES

Ya van a tocar las doce en Buenos Aires. Apenas 15 minutos nos separan del día en que los juegos olímpicos de Londres 2012 se despidieron y el lunes en el cual los porteños deben enfrentar le décimo día sin subterráneos.


Hoy estrenaron en HBO una película original de esa cadena titulada Hemingway y Gellhorn. Una hora más tarde, Lanata ponía en el aire un informe que aseguraba que, según la UNESCO, uno de cada dos chicos argentinos no termina el colegio secundario.

Hemingway fue un loco aventurero que escribió muy buena literatura. Alcohólico, mujeriego, fiestero y apasionado en todo lo que hacía, nació en los Estados Unidos en 1899 y venía de una familia bien. Su padre era médico y tenía cinco hermanos. En 1917 se quiso enlistar para ir a Europa a combatir en la Primera Guerra Mundial, pero fue rechazado por un problema con su ojo. Logró que lo admitieran en la Cruz Roja como conductor de ambulancia. Fue destinado en Italia, donde fue herido en 1918. En el hospital tuvo un amorío con una enfermera, mujer varios años mayor que él que luego lo dejó para casarse con un médico italiano.

Una de sus novelas más famosas fue "ADIOS A LAS ARMAS", la historia de un soldado joven y una enfermera mayor que él. No sé de donde habrá sacado el argumento.

Después de la guerra se volvió a EEUU, donde se casó con una mujer que le llevaba 8 años. ¿Ven algún síntoma de algo? En 1922 se fueron a vivir una vida bohemia en Paris, donde se codea con figuras como Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, James Joyce, etc.  

En la navidad de 1936 conoció a la periodista Martha Gellhorn en Key West. Deciden viajar a España a cubrir la lucha de los republicanos contra el fascismo de Franco. Cuatro años más tarde se casaron. Duraron un lustro juntos.

Gellhorn estuvo en Finlandia, China, Birmania, Singapur como corresponsal de la revista Colliers. Como no la autorizaron a participar como corresponsal del Día D, se disfrazó de camillero, y así fue la primera periodista del cuerpo expedicionario Aliado en pisar Francia durante el desembarco en Normandía.

Si algo puede decirse de Gellhorn, es que tenía unos huevos tremendos. Estuvo en Vietnam, en la Guerra de los Seis Días, en las guerras centroamericanas. Murió en 1998, poco antes de cumplir 90 años. Hemingway murió por su propia mano en 1961.

La experiencia de España, que cimentó el romance entre estos dos explosivos personajes, inspiró el que quizá fue la mejor novela de Hemingway, "POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS". Curiosidad. Tanto esta novela como "ADIOS A LAS ARMAS" fueron llevadas al cine y el protagonista de ambos filmes fue Gary Cooper. 

La Guerra Civil Española fue inspiradora para la pareja de periodistas/escritores. Gellhorn estaba emocionada como personas de todas partes del mundo dejaban sus hogares para ir a luchar por los Republicanos. Gente que tenía ideales de un mundo mejor y que dio su vida por esos ideales.


Después de la película de HBO, la noticia dada por el periodista Jorge Lanata. El 50% de los chicos argentinos abandona el secundario. No puedo dejar de pensar en toda esa gente que luchó por un mundo mejor y cómo llegamos a este punto. Argentina es un país que produce alimentos para darle de comer 300 millones de personas al año y con un cuarto de millón de niños menores de cinco años con algún grado de desnutrición. ¿Cómo se explica eso? 

En algún punto, nos perdimos. Creo que eso fue lo que le pasó a Hemingway. Se perdió a si mismo y no encontró otra salida que dispararse en la boca. 

En algún punto permitimos a políticos corruptos pisotear los ideales de los que fundaron la Argentina. Ideales  tales como "...promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos aquellos que quieran habitar el suelo argentino..." Ideales como "...afianzar la justicia y consolidar la paz interior..." se han ido por el drenaje.

El sistema nos traga, nos mastica y nos escupe. Pero aún estamos aquí. Y seguiremos estando.

Ya es casi la una del lunes. Los delegados del subte confirmaron que el paro sigue por un décimo día. Yo estoy cansado. Así que mejor me voy a dormir. Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian


viernes, 10 de agosto de 2012

NUEVA INICIATIVA EN FACEBOOK

Como ya les conté en entradas anteriores, en el 2005 el diario La Nación, una semana antes de la celebración del 25 de mayo, lanzó una iniciativa en su versión digital. Un concurso de cuentos de 180 palabras o menos a partir de una consigna.

Bien. A los no argentinos les cuento que el 25 de mayo recordamos la formación del primer gobierno patrio en Buenos Aires ocurrida en 1810. Básicamente, eramos una colonia de España llamada el Virreinato del Río de la Plata con cabecera en Buenos Aires y, con todo el despelote que armó Napoleón al poner a su hermano en el trono español, decidimos que era momento de cambiar de aires. Para colmo, teníamos un virrey que había sido nombrado por la junta de Sevilla que se metió a desarmar las milicias criollas que se formaron para defender Buenos Aires durante las invasiones inglesas de 1806 y 1807. En eso, llega la noticia de que la Junta había caído, con lo cual los criollos argumentaron que si el que había designado a Cisneros dejaba de existir, el poder de Cisneros también desaparecía.

En fin. La cuestión es que durante la semana de mayo hubo mucho tironeo de las partes, pero al final, a Cisneros lo fletaron para España y Cornelio Saavedra, militar jefe del regimiento más importante de la ciudad, se convirtió en el presidente de la junta de mayo

Basta de historia.

Cuando me enteré de la convocatoria dije, que bueno, vamos a participar. Vamos ganar y que La Nación publique mi cuento. ¿Qué tan difícil podía ser escribir un cuento en 180 palabras? Pues me senté al teclado y cinco minutos mas tarde la historia de Pascual Barroso estaba lista. Puse "contar palabras" y me di cuenta que había escrito 315. La pucha, casi el doble. A recortar se ha dicho.

Cuatro horas más tarde estaba en 189 palabras y no sabía cómo hacer para eliminar las nueve palabras en exceso. Entonces me di cuenta que había menospreciado al género.

Durante varios meses participé del foro de cuentos creado. Llegué a escribir hasta veinte cuentos para una misma consigna, algo que nadie en ese foro igualó. Y la mayoría no eran malos. Luego opté por hacer series de cuentos de 180 palabras. Pequeñas novelas cuyos capítulos eran pequeños cuentos. Hice homenajes a personas y personajes. Hice de todo.

No sé si eran buenos, lo que sé es que me divertí mucho haciéndolo.

Lo cierto es que el foro pronto se convirtió en un lugar donde había pocos cuentos y muchos egos. Que loco, que con algo tan chiquito, como un cuento de 180 palabras, alguien pudiera darse tantos humos. Yo me mantuve al margen de las disputas y quedé como un pedante porque dije que consideraba que mis cuentos eran buenos. Mi abuela hacía años que había fallecido y, si yo no lo decía, no lo podía decir nadie. Me harté, me despedí del mundo y me fui en 179 cuentos.

Después me enteré que un grupo de gente con la que me llevaba bien formó un foro propio de cuentos y no me invitaron. ¿Por qué? No lo sé. Cuando me enteré quise enojarme, pero no pude. Sería que yo no era suficientemente bueno para ellos. O ellos no lo eran para mí. Seguí adelante y me encontré con otro foro de cuentos llamado "LEONIDAS, letras salvajes", donde permanecí casi un año. Al final, eramos el administrador y yo y cerramos. Tengo un grato recuerdo de ese grupo.

La cuestión es que tenía 179 cuentos y decidí escribir uno más para un proyecto que nunca salió a la luz al que llamé "180 EN 180". Se trataba de un libro de 180 mm por 180 mm con 180 cuentos de 180 palabras con ilustraciones. Quise obtener un sponsor que lo financiara, pero no pude. Lo propuse a las aerolíneas, para que los libros estuvieran en los aviones disponibles para los pasajeros. No pasó nada.

Ahora, he decidido publicarlos en facebook. El martes 14 saldrán los primeros dos. Serán elegidos por los que entren a la página https://www.facebook.com/JuanBrianDoyle?ref=hl y consignen el número del cuento que quieren leer. Cada martes y cada viernes publicaré dos. Si nadie vota, votaré yo!

Desde Buenos Aires los abrazo. Brian.

PD: Por favor, dénme una mano con la difusión.


jueves, 9 de agosto de 2012

DE CONEXIONES QUE DESCONECTAN

Estos días de crisis de transporte me han dado la oportunidad de observar la ciudad de otra manera. La costumbre de meterme bajo tierra como un topo para desplazarme de un lado a otro me hace perder muchas cosas que el colectivo te da. Barrios que cambian, paisajes que se renuevan y costumbres de personas que, sentado en las filas laterales de asientos de un vagón, se escapan de mi mirada.

Algo que noté, mucho más que dentro del subte donde la señal puede perderse, es el nivel de dependencia de los jóvenes de su aparato celular. La mayoría de ellos porta uno que parece que está muy de moda y que tiene un nombre peculiar, o al menos eso es lo que se dice. 

Cuentan las malas lenguas que la marca de dicho teléfono coincide con el nombre que se le daba en el sur de los E.E.U.U. a la bola de hierro que se encadenaba al grillete de los esclavos para que no pudieran escapar. Parece que es una moda que vuelve, ya que una conocida firma de calzado deportivo a diseñado unas zapatillas muy peculiares que tienen por objeto evitar que sus dueños las pierdan. Para qué describirlas, mírenlas.

Me reservo los comentarios.

Volviendo a los teléfonos, me impresiona como la gente no puede quitar la mirada de sus pantallas. Como diría mi hija, mal. Dos chicas que andaban por sus 20's hablaban entre sí pero no se miraban, ya que estaban ocupadas con el facebook o lo que fuera.

Creo que tuve mi primer teléfono celular por el año 2005. Soy del 69, lo que significa que tenía casi 35 años cuando decidí unirme a esa locura de estar conectado todo el tiempo. Por suerte, estoy bien desconectado del aparatito. Del teléfono, ¿eh? Vivo mi vida con independencia de lo que sucede en las redes sociales. Quizá sea parte de mi naturaleza antisocial. Quizá hubiera sido un ermitaño feliz en otra época. Al visitar a mi prima en El Durazno, supe lo que es no tener señal de celular. Para encontrarla, había que ir a un punto alto del camino principal y pararse sobre una piedra, si era de punta de pie, mejor. ¿Para qué arriesgar mi integridad física? Si al lado de la parrilla, donde se cocinaba una regia colita de cuadril y media docena de chorizos estaba bien cómodo. 

Lo mismo se ve en los bares. Dos personas se sientan en un café a charlar y parece que son cuatro, ellos y sus celulares. Quizá los dueños de los establecimientos empiecen a exigir que los celulares también consuman, ya que a veces parecen ser los dueños de la reunión. 

No niego que estos aparatitos traen grandes beneficios. Me han ayudado en momentos complicados, como en algún accidente vial o en algún momento profesional difícil. Pero esta claro la función de teléfono es cada 
vez menos importante en los celulares. 

En un mundo donde la tecnología te conecta, todos parecemos más desconectados que nunca. Antes nos conectábamos con palabras. Con una mirada. Ahora con un mensaje de texto se rompe una pareja. O con un twít  se pide casamiento. Será la Mátrix el destino de nuestras relaciones humanas. O la de Surrogates. O alguna otra fantasía futurista.Los sustitutos (Surrogates) Poster

Lo bueno es que si ese es el futuro, no tendremos que preocuparnos por paros de subtes o de colectivos, porque en una fantasía las cosas se arreglan como por arte de magia.

Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian

CIUDAD EN CRISIS

Desde la noche del viernes 03 de agosto de 2012 la ciudad de Buenos Aires se ha convertido en un caos. Es cierto que esto se hizo evidente recién el lunes 06 de agosto, cuando el millón y medio de personas que a diario utiliza ese transporte para llegar al trabajo, a la escuela, a la universidad, a oficinas públicas a hacer trámites, a centros de salud o, por qué no, a conocer el Obelisco que se yergue en medio de la avenida 9 de Julio tuvieron que elegir otro medio de transporte para desplazarse.

Yo pertenezco a ese millón y medio de personas que han quedado huérfanas de su medio de locomoción habitual hace ya casi treinta años. Mierda, cuando uno lo dice suena peor de lo que es.

Desde toda la vida viví en la zona del barrio de Belgrano. Cuando era pequeño, lo hacía en la calle Juramento, en las Barrancas, justo en frente de la terminal de colectivos de las líneas 44, 55, 63, 64, 65, 80, 113, 114 y 118, sin contar que es el punto de paso obligado de todos los ramales de las líneas 15, 29 y 60. Allí mismo se encuentra la estación de tren Belgrano C del ferrocarril Mitre, que va de Retiro a Tigre. Hoy día, cruzando la vía del ferrocarril, se encuentra el Barrio Chino, cuatro calles que han sido conquistadas a fuerza de dólares por los comerciantes chinos para hacer de esa zona su lugar de pertenencia. 

Cuando tenía 8 años nos mudamos del departamento de Barrancas a un PH en Belgrano R, del otro lado de Cabildo, cerca del Hospital Pirovano. Mi nuevo hogar estaba a tres cuadras de mi colegio, con lo cual abandoné los viajes en 113 a la salida de la escuela por una caminata acompañado de amigos que vivían en un radio de cincuenta metros de mi puerta. 

El subterráneo comencé a utilizarlo cuando ya estaba en la secundaria. Normalmente, me tomaba el colectivo 19 hasta Chacarita y de allí tomaba el ramal B del subte, que va por debajo de la avenida Corrientes hasta lo que solía ser el Correo Central, y me podía bajar o en la estaciones Uruguay, Carlos Pellegrini o Florida. El propósito de estos viajes era o la compra de libros que no se conseguían por las librerías de Cabildo o para ir a ver una película en los cines de Corrientes o de Lavalle.

Ya de más grande, lo utilizaba para ir a la facultad, que quedaba en la esquina de Moreno y Defensa, detrás de la iglesia de San Francisco. El viaje lo hacía en tres etapas. Primero me tomaba el tren en la estación Belgrano R hasta la estación Ministro Carranza, que solía demorar cinco minutos porque eran sólo dos estaciones. Después, me metía en la estación Carranza del subterráneo, que por aquél entonces tenía la particularidad de hacer un recorrido de una sola estación. Así como lo leen. Había un andén único que recibía un tren de tres vagones que traía gente desde la estación Palermo y luego regresaba a dicha estación con la gente que esperaba, la cual bajaba de la formación para subirse a la que iría luego en dirección a la Estación Catedral, la otra cabecera de la línea. Cuando bajaba, cruzaba la Plaza de Mayo hasta la calle Defensa y tenía dos cuadras más hasta llegar a la facu.

Cuando me casé, en 1996, todavía no existían las estaciones Olleros, José Hernández, Juramento y Congreso de Tucumán, con lo cual, para ir a trabajar, tenía que tomar el colectivo hasta Carranza y luego el subte. El viaje en colectivo se fue haciendo más corto hasta que, al inaugurarse Congreso de Tucumán, se convirtió en una caminata.

El viaje de Congreso de Tucumán a Tribunales me lleva veintidós minutos, a los que tengo que agregarle de 6 a 10 minutos de caminata dependiendo de la necesidad de llegar al baño que pudiera tener. 

Ayer me subí al colectivo de la línea 38 en la esquina de mi casa y tardé una hora y media en llegar a catorce cuadras de donde debía bajarme. Opté por bajar antes cuando me di cuenta que hacía cuatro minutos que el colectivo no avanzaba nada. Después de caminar dos cuadras me di vuelta y comprobé que el colectivo seguía firme en su lugar, como todos los demás vehículos  que congestionaban la calle Uruguay.

Los porteños y sus visitantes seguiremos unos días más como rehenes entre un sindicato que quiere sueldos más altos, una empresa que no quiere pagar más, un Jefe de Gobierno que pataleó durante seis años para que le dieran el manejo de los subterráneo y que, cuando se los dieron, duplicó la tarifa y dijo "No los quiero más", y un Gobierno Nacional que se desprende de los subterráneos pero no del dinero que los subsidiaba porque lo quieren para otra cosa, ya sea una obra pública u otro hotel en Calafate. 

Será cuestión de armarse de paciencia. Y de conseguirse algo que leer mientras pasamos tanto tiempo arriba del bondi, como le decimos los porteños al colectivo.

Desde Buenos Aires los abrazo. Brian