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viernes, 25 de enero de 2013

ANTICIPO DE "LA TRAMPA DEL DIABLO"

Aquí les presento un anticipo de mi novela "LA TRAMPA DEL DIABLO" que ha sido finalista del LX Premio Planeta y del V Premio Iberoamericano Planeta - Casa de América de Narrativa.


"Alguien podría decir que el mundo había enloquecido. Por qué no. A fin de cuentas, nos resulta incomprensible, cuando leemos las noticias en el diario, que un joven haya matado a un hombre de cuarenta y cinco años frente a su hijo de quince años. Epítetos de todo tipo se hacen presentes en nuestra mente al pensar en aquél hecho aberrante. Sin embargo, cuando escuchamos las noticias de la guerra, no reaccionamos de igual manera. Cuando hablan del odontólogo, del carnicero, del obrero, de la maestra o de cualquier persona que camina las mismas calles que nosotros, nos aferramos a la pantalla del televisor para saber el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de lo sucedido. No nos preocupa demasiado el por qué. No nos preocupa en absoluto. Porque lo que realmente nos preocupa es esa identificación que hacemos entre esa celebridad momentánea que fue objeto de robo, hurto, violación, homicidio, lesiones. Porque, en algún fuero interno, pensamos que ese tipo de fama puede tocar a nuestra puerta en cualquier momento.
La guerra nos aterra, por eso la ignoramos. Es algo que les pasa a otros, otros que viven a miles de kilómetros de distancia, que tienen una cultura, religión e historia diferente a la nuestra. Aunque sea la misma. Es algo remoto, que se parece más a una película a estrenar en el complejo cinematográfico de tu elección que a la realidad que te abofetea cada mañana.
La guerra, así, transformada en un show televisivo que busca captar audiencia con contenidos entretenidos, puede ser eterna. Alejandro Regio lo sabía. Recordaba cuando, recién graduado de la carrera de periodismo, había acompañado al frente al célebre corresponsal Lautaro Fosca. Lo habían contratado para trabajar como asistente del camarógrafo de Fosca, tarea para la cual sólo un loco –o un suicida –se habría ofrecido.  O un periodista de raza. Alejandro lo era, y consideraba que esa experiencia que le había servido para cimentar lo poco que había aprendido en la facultad.
Para Alejandro la guerra había sido una experiencia edificante. Había acompañado a los soldados al frente, los había visto luchar, los había visto matar, los había visto morir. Hasta asquearse.
Dos años había estado en el frente antes de decidir dejar su empleo. Demasiada miseria, una miseria que lo definiría, porque había visto entre los pobladores de aquella región olvidada de Dios una fe y una esperanza que en su ciudad natal nunca había experimentado. No tenían nada y, por ello, nada les preocupaba, nada les provocaba temor, ni siquiera la muerte. ¿Podía ser peor la muerte que aquella miseria?
La guerra continuaba. Quizá continuaría para siempre. Porque en el fondo, la guerra no es más que un crimen y, a lo largo de toda su historia, los hombres han aprendido a convivir con el crimen.
Alejandro caminaba bajo la lluvia pensando en los cuadros que había visto en la galería y en los que había visto durante sus años cubriendo la guerra. No había mucha diferencia entre ellos.
Así, Alejandro llegó a la pensión empapado hasta los huesos. La lluvia, que apenas era una insinuación cuando llegó a la puerta de la galería, había tendido una serie interminable de espesas cortinas de agua que encontraban su paso en cualquier hueco que se presentara. No caminó dos calles antes de quedar mojados hasta los calzones. Poco hubiera importado que sus suelas hubieran estado en el mismo estado que estuvieron el día que salió con su calzado de la zapatería, ya que ni el botín más impermeable puede mantenerse seco cuando se camina con el agua por los tobillos.
Ya en su cuarto, se quitó una a una las prendas que lo cubrían procurando escurrirlas un poco sobre una palangana antes de colgarlas donde encontrara lugar para hacerlo. Una vez desnudo, se cubrió con una manta y se sentó sobre la fría cama para tratar de entrar en calor. Las manos y los pies le dolían y no podía lograr que sus músculos dejaran de temblar. Entonces, sin preocuparse demasiado por su apariencia, dejó la manta sobre la cama, tomó una toalla y corrió al baño del final del pasillo para darse una ducha caliente. En el camino se cruzó con Penélope Saravia, una mujer de treinta y tantos que se ganaba la vida como podía vendiéndole su cuerpo y sus favores al que tuviera el dinero para pagarlo.
–Si se te mete más adentro, no creo que vuelva a salir.
A Alejandro no le resultó gracioso el comentario, menos aún con el dolor que sentía al tener los genitales tan comprimidos por el frío. Llegó a la puerta del baño que Penélope acababa de abandonar y, de inmediato, se metió bajo el chorro de agua caliente para darle un poco de temperatura a su cuerpo.
Penélope se quedó mirando el culo de Alejandro mientras este corría hacia el baño recordaba otros tiempos en los cuales ese cuerpo escuálido no pasaba hambre, en la que sus carnes eran fuertes y abundantes, en los que había sido un hombre muy interesante. No sólo por lo físico. Ese pensamiento se esfumó ni bien la puerta quedó cerrada y el pasillo vacío. Era tarde, llovía y tenía que ir a trabajar. "

sábado, 19 de enero de 2013

SOBRE CARDENALES Y MOSQUETEROS.

Armand Jean du Plessis nació en Paris en 1585. Era el tercer hijo varón de Françoise du Plessis, duque de Richelieu, hombre al que apenas conoció, ya que este falleció cuando el joven Armand Jean tenía cinco años, dejando a la familia en una delicada situación económica.

Al cumplir nueve años, Armand Jean fue enviado al Colegio de Navarra y, más tarde, a la Academia Pluvinel para seguir la carrera militar. Pero qué pasó. Su familia tenía el derecho al puesto de Obispo de Luçon, el que ocupaba su tío abuelo. Como era costumbre en la época, el primer hijo varón heredaba el título, el segundo iba a la Iglesia y los demás al ejército, a ganarse los honores a punta de espada.

Pero Alfonso, hermano de Armand Jean, no quiso saber nada con ser obispo y se internó en un convento de monjes cartujos, lo que dejó la vacante disponible para que el tercer hermano entre al clero y ocupe la posición. Armand Jean, en realidad, estaba feliz con ponerse el traje de soldado, pero había tenido serios problemas de salud, por lo que le dio la bienvenida al cambio de rubro que se presentaba.

En 1606, a la edad de 21 años, Enrique IV de Francia nombro a Armand Jean Obispo de Luçon, Como era demasiado joven para el cargo, tuvo que viajar a Roma para obtener una dispensa, la que consiguió al año siguiente.

Armand Jean era un hombre de muchos talentos. Tantos que logró en apenas 15 años convertirse en Cardenal, título por el cual pasaría a la historia como uno de los hombres fundamentales de Francia y, a la vez, gracias a la pluma de Alejandro Dumas, como uno de sus peores villanos.

El Cardenal Richelieu fue el arquitecto del Estado Francés. Antes de él, el país era un conjunto de feudos con señores poderosos sin una idea de país. El Rey no era el centro del poder. Pero todo cambiaría gracias a Jean Armand.
Cardinal Richelieu (Champaigne).jpg

En 1624 se convirtió en Primer Ministro del Rey Luis XIII y centró su política en dos metas. La primera, consolidar el poder central del Rey, la segunda, neutralizar el poder de los Habsburgo, reyes de España y de Alemania. Además, acercó a Francia con Inglaterra, casando a la hermana del Rey con el futuro Carlos I de Inglaterra.

Como parte de su política para minar el poder de los nobles, eliminó en 1626 el título de Condestable de Francia y ordenó la destrucción de todas las fortalezas interiores, lo que implicó un menoscabo en el poder militar de los señores feudales al quitarles la posibilidad de fortificarse en sus tierras en caso de rebelión. 

En cuanto a sus enemigos, los Habsburgo, el Cardenal financió a los rebeldes protestantes en Alemania y convenció -y financió -a Suecia para que interviniera en la guerra contra el rey alemán.

Richelieu no sobrevivió para ver el final de la Guerra de los Treinta Años que, sin embargo, terminó con la decadencia del Sacro Imperio y el ascenso de Francia.

Los éxitos del Cardenal fueron muy importantes para el sucesor de Luis XIII, Luis XIV. Éste continuó la obra de Richelieu, creando una monarquía absoluta, promulgando leyes en contra de la antaño poderosa aristocracia y eliminando todo rastro del poder hugonote con el Edicto de Fontainebleau. Luis XIV llevaría a cabo una exitosa política exterior gracias a su victoria en la Guerra de los Treinta Años, que estableció la hegemonía francesa. Dicha hegemonía perduraría hasta el fin del siglo XVII.


Alejandro Dumas nació en 1802 y escribió la novela "Los Tres Mosqueteros" entre marzo y julio de 1844, novela publicada en forma de folletín por el periódico "Le Siecle" Ella cuenta la historia del joven gascón llamado D'artagnan que llega a Paris para convertirse en mosquetero del Rey. 

Quizá no todos hayan leído el libro, pero sí es posible que muchos hayan visto alguna de las 46 películas que se han filmado en base al mismo. D'artagnan ha sido interpretado por actores como Douglas Fairbanks (en 1921 por "Los tres mosqueteros" y en 1929  por "El hombre de la máscara de hierro"), Michael York (cuatro veces, 1973, 1974, 1989 y 2003), David Hasselhof (si, el del auto fantástico y baywatch, en 1992), Phillipe Noiret (1994) y, más recientemente, Logan Lerman (2011) en una de las peores versiones jamás hechas de la historia, si no contamos la de Chris O'Donnel (el batichico de Clooney) en 1993.

Dumas, quizá influenciado por el pensamiento de la época, retrató a Richelieu como un hombre calculador, mezquino, codicioso y hambriento de poder. No tiene ni una sola cualidad. Quizá esto hizo que, un año más tarde, Dumas pusiera en los labios de Athos, en la novela "Veinte Años Después", palabras que parecen imposibles en "Los Tres Mosqueteros".

"Esta frágil sepultura fue la de un hombre débil y sin grandeza, cuyo reinado fue abundante, sin embargo, en acontecimientos de inmensa trascendencia, porque sobre ese rey velaba el espíritu de otro hombre, así como esa lámpara vela sobre el féretro y lo ilumina. Este hombre era el verdadero rey, Raúl; el otro era sólo un fantasma a quien prestaba su alma. Y tanto poder tiene la majestad monárquica entre nosotros, que ni siquiera se ha concedido al que gobernó realmente, una tumba a los pies de aquél por cuya gloria sacrificó su vida; porque ese hombre, Raúl, tenedlo presente, hizo pequeño al rey, engrandeció la soberanía, y en el palacio del Louvre hay dos cosas distintas: el rey, que es mortal, y la soberanía, que es inmortal. Ya pasó aquel reinado, Raúl; ya bajó al sepulcro ese ministro tan temido, tan obedecido de su amo, al cual arrastró en pos de sí, sin dejarle vivir solo, temiendo, seguramente, que destruyese su obra, porque un rey no edifica más que cuando le anima Dios o el espíritu de Dios. Entonces, no obstante, consideraron todos la hora de la muerte del cardenal como la de la libertad, y yo mismo (tan errados son los juicios de los contemporáneos) he desaprobado a veces los actos de ese gran hombre que tenía en sus manos el destino de Francia, y que abriéndolas o cerrándolas podía ahogarla o dejarla respirar a su albedrío". 

Dumas necesitó un villano y convirtió a un gran hombre de Francia en el más grande de sus villanos. Es triste decir que su tumba no puede ser honrada, como lo hizo Athos en "Veinte años después". En 1793 esta fue profanada, su cuerpo degollado, su cabeza separada de su cuerpo, que terminó enterado en una fosa común en el sótano de la Sorbona. Su cabeza fue rescatada por un comerciante parisino de nombre Cheval que la conservó como trofeo. En 1866 se uniría al resto del cuerpo en una ceremonia fúnebre. 

Pero no todo es desprecio para el pobre Armand Jean. Hoy, Francia le reconoce mucho a Richelieu. Existe una clase de naves de guerra que lleva su nombre, así como también una sala del museo del Louvre. 

Por sus obras o por su ficticia relación con tres mosqueteros y un joven de Gasconia, el nombre de Richelieu será por siempre inmortal.





viernes, 4 de enero de 2013

LA GRAN NOVELA ARGENTINA

En más de una ocasión he escuchado historias de Hollywood que hablan del periodista que abandona su empleo para tomarse un año sabático y escribir la "gran novela americana". Es una costumbre que tienen los gringos del norte, considerar que ellos son americanos. Lo son, no lo niego, pero también lo somos los que vivimos en América del Sur, en el Caribe, en Centroamérica, en México y en Canadá. Todos los que vivimos en América, desde el punto más austral al punto más septentrional, somos americanos. Pero los muchachos del norte, en su forma coloquial, consideran que su nacionalidad es la de americanos, no la de estadounidense, como sería más apropiados llamarlos. O no, porque México se llama oficialmente Estados Unidos de México y a los habitantes de aquél país los llamamos mexicanos, ¿por qué no llamar entonces americanos a los habitantes de los Estados Unidos de América? Quizá sea porque los demás países americanos sentimos que ellos nos están robando algo, empezando por la pertenencia a un continente vasto y maravilloso del cual ellos ocupan el 22,90% de su superficie. Ni siquiera son el país más grande, ya que Canadá le gana por unos 160.000 km2.

Ya me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que ellos hablan de la gran novela americana. No se trata de una novela en particular sino de una historia que por su tema y forma de ser escrita capturan el espíritu de  su época.

Grandes novelas americanas han sido "Moby Dick", "Las Aventuras de Huckleberry Finn", "El Gran Gatsby", "Lolita", "Matar al Ruiseñor" y aquél libro que fue el que, supuestamente, le dijo a Mark Chapman que mate a Lennon, "El Guardián en el Centeno", también conocida como "El Cazador Oculto".  

Mellville, Twain, Fitzgerald, Sallinger, Faulkner, Dos Pasos, son algunos de los autores que se consagraron como creadores de una gran novela americana.

Carlos Fuentes, ese genio mexicano fallecido no hace mucho, escribió "La Gran Novela Latinoamericana". Se trata de un ensayo sobre la evolución de la novela en latinoamérica. Sin haberlo leído, me creo en condiciones de afirmar que algunos de los que pueden llevarse el título de autores de la gran novela latinoamericana son García Márquez con "Cien Años de Soledad", Cortazar con "Rayuela" o Sábato con "Sobre Héroes y Tumbas". 

Cuando empecé a escribir "La Pandilla de la Calle Perdida" supe que iba a escribir una pequeña gran novela argentina. Y creo que lo logré. Tanto es así, que muchos de mis lectores, ya lo he dicho antes, consideran que se trata de una historia autobiográfica. No lo es. Es la biografía de un anónimo en una época reciente de nuestro país.

Pero no me satisfizo. Sólito fue, entonces, que decidiera escribir una gran novela argentina. Una que abarcara nuestros orígenes y nuestra proyección al futuro. Así nació una historia que comienza en 1806, poco antes de la llegada de contingente inglés que, al mando del general Beresford, conquistaría Buenos Aires durante varios meses.

Esta es una historia que avanza por varios carriles. Uno nos lleva a la Buenos Aires Colonial, con sus costumbres y con los entretelones de una revolución que empieza como una idea que, pronto, inflamará a todo un continente. Otros carriles nos lleva por España, el Paraguay, Uruguay, Chile, el Perú, Brasil y todo el interior de la Argentina. Los personajes son héroes anónimos que secundan a aquellos que terminarán en los mármoles, en los libros de texto escolar y en los carteles de las calles de toda la Argentina. 

La gran novela argentina está muy lejos de conocer su final. Ya hace tres veranos que trabajo en ella, pero es tan arduo hacerlo que luego, durante el año, no puedo seguir con ella. Es como si el sol del estío me diera los bríos que necesito para seguir con ella.

Quizá me lleve una década lograrlo. Quizá más. Es probable que se edite de manera póstuma. No lo sé. Sólo espero poder algún día terminarla. 

Abajo, va un fragmento del borrador que apenas tiene 230 folios entre 1806 y 1815. Todavía me faltan unos 45 años de historia argentina para llegar al final. Es cortito, espero que lo disfruten.

Desde Buenos Aires, los abrazo.


"Lo que siguió al dos de mayo fue una verdadera masacre. Cientos de prisioneros fueron fusilados sin piedad. Miles de casas de la ciudad, existiera o no razones para sospechar que sus propietarios habían tomado parte en el alzamiento, fueron saqueadas por las tropas francesas que tuvieron franquicia para matar, violar, robar o destruir lo que quisieran. El terror se adueñó de Madrid aquella noche.
Miguel se quedó tres noches en la casa de Armando Torres Villanueva, hijo ilegítimo del Duque de Sergobe. Desde los altos de la casa pudieron contemplar los fuegos, pudieron escuchar los disparos de los pelotones de fusilamiento, pudieron oír el llanto de los niños y de las viudas.
Hijos de puta fue todo lo que pudo decir Miguel.
No podría haberlo dicho mejor respondió Armando.
Y no hay una mierda que podamos hacer.
Nada. Lamento lo de tus pistolas, pero no podíamos guardarla.
Lo sé. No quedaba otra que arrojarla al pozo. Es una pena, era un par de pistolas estupendas.
Y tú eres un tirador prodigioso. ¿Dónde aprendiste a tirar así?
En Buenos Aires, allí cazábamos con mi hermano. Y luego cazamos ingleses.
–¿Estuviste en ello? ¿Qué tal estuvo?
Fue algo poético. Parecido a esto, pero contra una fuerza muy menor a la de los franceses. Aunque la segunda vez vinieron como diez mil británicos.
–¿Diez mil? ¿No estarás exagerando?
Para nada. La lucha duró varios días, pero los vencimos. A diferencia de lo que sucedió aquí, en Buenos Aires estábamos bien armados y organizados.
Aquí parece que perdimos, pero en pocos días será toda España la que esté en armas. Y entonces ganaremos.
Claro que ganaremos. Somos España.
Vamos Miguel, busquemos una copa en la cocina y pensemos juntos como vamos a derrotar a esos malditos.
Esa noche bebieron a la salud de los muertos y por la victoria sobre el invasor francés. Al alba del día siguiente, abandonaron Madrid a caballo con rumbo norte. Su destino era una aldea llamada Los Molinos, en la Sierra de Guadarrama, de donde provenía la madre de Armando y donde tenía amigos y parientes que seguramente ya se estaban preparando para combatir contra Francia. Se fueron en silencio, ocultando sus rostros bajo las pesadas capas que, a su vez, impedían que el fuerte abrazo de ese resabio de invierno los hiciera temblar. Pasaron un puesto de guardia que hacía la vista gorda a todos los viajeros, cansados del ajetreo de los últimos días. Cabalgaron al paso, sin apurar a sus monturas, conscientes de que cualquier exceso podía llamar la atención del enemigo. Dijeron ser comerciantes, que tenían negocios en Segovia, Destino final de su viaje.
A su paso por las afueras de Madrid pudieron observar los cuerpos apilados que aún no encontraban su lugar en las grandes fosas que les servirían de sepultura. Había rostros de hombres y de mujeres de todas edades, unos con barbas cubiertas de canas, otros con la piel que aún no había tenido suficiente contacto con el sol como para curtirse. Había rostros que, en otras circunstancias, hubieran sido bellos, pero que en el marco de semejante tragedia habían adoptado un semblante grotesco.
Pasaron de largo, sin hacer preguntas, rezando un Ave María entre los dientes por el descanso eterno de aquellos pobres desdichados. Apenas si desviaron los ojos del camino para mirarlos. Ni siquiera lo hicieron cuando escucharon las carcajadas de un soldado de gorro de piel y chaqueta azul y blanca al ver rodar la cabeza de un niño  frente a los caballos. Pasaron sin chistar, con el gusto amargo que da la impotencia.
Un nuevo rezo nació en esos días. Padre nuestro que estas en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu fuerza y que tu voluntad guíe nuestros disparos hacia los gabachos. Danos el pan de cada día y a ellos hambre y miseria, perdónanos por matarlos sin piedad, como ellos no tuvieron piedad de los nuestros en Madrid. No nos dejes caer en la derrota y líbranos del invasor. Amén."