En más de una ocasión he escuchado historias de Hollywood que hablan del periodista que abandona su empleo para tomarse un año sabático y escribir la "gran novela americana". Es una costumbre que tienen los gringos del norte, considerar que ellos son americanos. Lo son, no lo niego, pero también lo somos los que vivimos en América del Sur, en el Caribe, en Centroamérica, en México y en Canadá. Todos los que vivimos en América, desde el punto más austral al punto más septentrional, somos americanos. Pero los muchachos del norte, en su forma coloquial, consideran que su nacionalidad es la de americanos, no la de estadounidense, como sería más apropiados llamarlos. O no, porque México se llama oficialmente Estados Unidos de México y a los habitantes de aquél país los llamamos mexicanos, ¿por qué no llamar entonces americanos a los habitantes de los Estados Unidos de América? Quizá sea porque los demás países americanos sentimos que ellos nos están robando algo, empezando por la pertenencia a un continente vasto y maravilloso del cual ellos ocupan el 22,90% de su superficie. Ni siquiera son el país más grande, ya que Canadá le gana por unos 160.000 km2.
Ya me estoy yendo por las ramas. La cuestión es que ellos hablan de la gran novela americana. No se trata de una novela en particular sino de una historia que por su tema y forma de ser escrita capturan el espíritu de su época.
Grandes novelas americanas han sido "Moby Dick", "Las Aventuras de Huckleberry Finn", "El Gran Gatsby", "Lolita", "Matar al Ruiseñor" y aquél libro que fue el que, supuestamente, le dijo a Mark Chapman que mate a Lennon, "El Guardián en el Centeno", también conocida como "El Cazador Oculto".
Mellville, Twain, Fitzgerald, Sallinger, Faulkner, Dos Pasos, son algunos de los autores que se consagraron como creadores de una gran novela americana.
Carlos Fuentes, ese genio mexicano fallecido no hace mucho, escribió "La Gran Novela Latinoamericana". Se trata de un ensayo sobre la evolución de la novela en latinoamérica. Sin haberlo leído, me creo en condiciones de afirmar que algunos de los que pueden llevarse el título de autores de la gran novela latinoamericana son García Márquez con "Cien Años de Soledad", Cortazar con "Rayuela" o Sábato con "Sobre Héroes y Tumbas".
Cuando empecé a escribir "La Pandilla de la Calle Perdida" supe que iba a escribir una pequeña gran novela argentina. Y creo que lo logré. Tanto es así, que muchos de mis lectores, ya lo he dicho antes, consideran que se trata de una historia autobiográfica. No lo es. Es la biografía de un anónimo en una época reciente de nuestro país.
Pero no me satisfizo. Sólito fue, entonces, que decidiera escribir una gran novela argentina. Una que abarcara nuestros orígenes y nuestra proyección al futuro. Así nació una historia que comienza en 1806, poco antes de la llegada de contingente inglés que, al mando del general Beresford, conquistaría Buenos Aires durante varios meses.
Esta es una historia que avanza por varios carriles. Uno nos lleva a la Buenos Aires Colonial, con sus costumbres y con los entretelones de una revolución que empieza como una idea que, pronto, inflamará a todo un continente. Otros carriles nos lleva por España, el Paraguay, Uruguay, Chile, el Perú, Brasil y todo el interior de la Argentina. Los personajes son héroes anónimos que secundan a aquellos que terminarán en los mármoles, en los libros de texto escolar y en los carteles de las calles de toda la Argentina.
La gran novela argentina está muy lejos de conocer su final. Ya hace tres veranos que trabajo en ella, pero es tan arduo hacerlo que luego, durante el año, no puedo seguir con ella. Es como si el sol del estío me diera los bríos que necesito para seguir con ella.
Quizá me lleve una década lograrlo. Quizá más. Es probable que se edite de manera póstuma. No lo sé. Sólo espero poder algún día terminarla.
Abajo, va un fragmento del borrador que apenas tiene 230 folios entre 1806 y 1815. Todavía me faltan unos 45 años de historia argentina para llegar al final. Es cortito, espero que lo disfruten.
Desde Buenos Aires, los abrazo.
"Lo
que siguió
al dos de mayo fue una verdadera masacre. Cientos de prisioneros fueron
fusilados sin piedad. Miles de casas de la ciudad, existiera o no razones para
sospechar que sus propietarios habían tomado parte en el
alzamiento, fueron saqueadas por las tropas francesas que tuvieron franquicia
para matar, violar, robar o destruir lo que quisieran. El terror se adueñó
de Madrid aquella noche.
Miguel
se quedó
tres noches en la casa de Armando Torres Villanueva, hijo ilegítimo
del Duque de Sergobe. Desde los altos de la casa pudieron contemplar los
fuegos, pudieron escuchar los disparos de los pelotones de fusilamiento,
pudieron oír
el llanto de los niños
y de las viudas.
–Hijos
de puta –fue
todo lo que pudo decir Miguel.
–No
podría
haberlo dicho mejor –respondió
Armando.
–Y
no hay una mierda que podamos hacer.
–Nada.
Lamento lo de tus pistolas, pero no podíamos guardarla.
–Lo
sé.
No quedaba otra que arrojarla al pozo. Es una pena, era un par de pistolas
estupendas.
–Y
tú
eres un tirador prodigioso. ¿Dónde
aprendiste a tirar así?
–En
Buenos Aires, allí
cazábamos
con mi hermano. Y luego cazamos ingleses.
–¿Estuviste
en ello? ¿Qué
tal estuvo?
–Fue
algo poético.
Parecido a esto, pero contra una fuerza muy menor a la de los franceses. Aunque
la segunda vez vinieron como diez mil británicos.
–¿Diez
mil? ¿No
estarás
exagerando?
–Para nada. La lucha duró varios días, pero los vencimos. A
diferencia de lo que sucedió aquí, en Buenos Aires estábamos bien armados y
organizados.
–Aquí
parece que perdimos, pero en pocos días será
toda España
la que esté
en armas. Y entonces ganaremos.
–Claro
que ganaremos. Somos España.
–Vamos
Miguel, busquemos una copa en la cocina y pensemos juntos como vamos a derrotar
a esos malditos.
Esa
noche bebieron a la salud de los muertos y por la victoria sobre el invasor
francés.
Al alba del día
siguiente, abandonaron Madrid a caballo con rumbo norte. Su destino era una
aldea llamada Los Molinos, en la Sierra de Guadarrama, de donde provenía
la madre de Armando y donde tenía amigos y parientes
que seguramente ya se estaban preparando para combatir contra Francia. Se
fueron en silencio, ocultando sus rostros bajo las pesadas capas que, a su vez,
impedían
que el fuerte abrazo de ese resabio de invierno los hiciera temblar. Pasaron un
puesto de guardia que hacía
la vista gorda a todos los viajeros, cansados del ajetreo de los últimos
días.
Cabalgaron al paso, sin apurar a sus monturas, conscientes de que cualquier
exceso podía
llamar la atención
del enemigo. Dijeron ser comerciantes, que tenían negocios en
Segovia, Destino final de su viaje.
A
su paso por las afueras de Madrid pudieron observar los cuerpos apilados que aún
no encontraban su lugar en las grandes fosas que les servirían
de sepultura. Había
rostros de hombres y de mujeres de todas edades, unos con barbas cubiertas de
canas, otros con la piel que aún no había
tenido suficiente contacto con el sol como para curtirse. Había
rostros que, en otras circunstancias, hubieran sido bellos, pero que en el
marco de semejante tragedia habían adoptado un
semblante grotesco.
Pasaron de largo, sin hacer
preguntas, rezando un Ave María entre los dientes por el descanso eterno de
aquellos pobres desdichados. Apenas si desviaron los ojos del camino para
mirarlos. Ni siquiera lo hicieron cuando
escucharon las carcajadas de un soldado de gorro de piel y chaqueta azul y
blanca al ver rodar la cabeza de un niño frente a los caballos. Pasaron sin chistar,
con el gusto amargo que da la impotencia.
Un
nuevo rezo nació
en esos días.
Padre nuestro que estas en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a
nosotros tu fuerza y que tu voluntad guíe nuestros disparos
hacia los gabachos. Danos el pan de cada día y a ellos hambre y
miseria, perdónanos
por matarlos sin piedad, como ellos no tuvieron piedad de los nuestros en
Madrid. No nos dejes caer en la derrota y líbranos del invasor. Amén."
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