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miércoles, 15 de agosto de 2012

LA MISMA LLUVIA.

Cuentan mis mayores que mi abuela, durante una temporada de lluvias constantes que azotaba Irlanda, le dijo a mi abuelo que estaba harta de que no se le seque la ropa. Entonces hicieron las valijas y se vinieron para la Argentina. Menudo chiste. Hoy, ochenta años más tarde, mi mujer dice lo mismo. "Estoy harta de esta lluvia. Toda la ropa mojada y tengo dos cargas más para meter."

No era la primera vez que mis abuelos venían para estos pagos. El abuelo Eduardo se dedicaba a comprar ganado en Argentina, lo engordaba, lo llevaba para Irlanda y lo vendía. Vivo. Cuando el dinero comenzaba a escasear, regresaba a Argentina y compraba más ganado, lo engordaba y lo llevaba. Pero un día tuvo un accidente. Un caballo le pateó la cabeza y casi se muere. De hecho, lo habían dado por muerto. Lo subieron a una camilla y lo llevaron a lo del médico para que muriera con dignidad. Pero mi abuelo era más terco que la muerte y sobrevivió.

La lluvia fue fundamental para mi existencia. Después del accidente, regresó a Irlanda. Allí, el clima quiso que Eduardo se encontrara con María Ana en una cueva. Allí fueron por caminos separados para refugiarse de una tormenta similar a la que Noé contempló desde la borda de su Arca. Mi abuela, católica y muy religiosa, lo sentó a mi abuelo a su lado y lo obligó a rezar el Rosario hasta que escampara. Y ahí se enamoraron.

La lluvia impulsó a mis abuelos a dejar Irlanda e instalarse en Argentina. 

Todos tenemos historias bajo la lluvia. Algunas son tiernas, otras aterradoras. El 24 de enero de 2001 estaba en la oficina en la que trabajaba por aquél entonces, esperando el momento de apagar la computadora y regresar a casa. Estaba a pocos pasos del Obelisco de Buenos Aires, en Roque Sáenz Peña al 1100, desde la cual podía ir a tomar el subte en la estación 9 de Julio o en la estación Tribunales. Mi esposa estaba embarazada de mi segunda hija, la que nació el 5 de febrero siguiente, así que se imaginan el tamaño de esa panza. Al asomarme a la ventana, descubrí que la lluvia nos estaba haciendo una visita, lo cual era un alivio porque los días anteriores habían sido extremadamente calurosos.

Cuando bajé a la calle llovía más fuerte. Sin paraguas, me apuré a llegar hasta la estación Tribunales y me sumergí en ella. Enero en Buenos Aires es un placer por la poca cantidad de gente que hay en ella. Eso se traducía en subterráneos que no se atestaban y en la posibilidad de sentarse en el viaje. 

El viaje transcurrió sin novedad hasta llegar a la estación Plaza Italia. Al llegar allí, los altavoces de la empresa de subterráneos anunciaron que el servicio estaba limitado a un recorrido que acababa en dicha estación. Así que hubo que bajarse y salir. Aparentemente, había un problema en la estación siguiente por culpa de la lluvia.

Subí las escaleras con la idea de subirme a un colectivo y recorrer los cinco kilómetros y medio que me quedaban por delante, pero al salir me di cuenta que no iba a ser posible. Hacia donde mirara, había una congestión de tránsito imposible, por lo que decidí tratar de avanzar a pie y pasar el punto crítico para tomar el colectivo. 

Caminé las cinco cuadras que separan Plaza Italia de Puente Pacífico a paso redoblado. Al llegar allí, entendí cuál era el problema.  En Godoy Cruz tenía el agua por los tobillos. Al llegar debajo del puente, me llegaba a la cintura. Más adelante, una tapa del alcantarillado había saltado y había un chorro de agua que se elevaba tres metros del nivel del agua. Llamé a mi mujer por primera vez en ese momento.

-Me parece que voy a llegar tarde -le dije. Ella me dijo lo que decía el noticiero y tomé nota de las posibles vías de escape. Crucé Av. Bullrich y llegué al borde de la sede del Regimiento de Patricios. A esa altura, tenía el agua por la cintura. Decidí que era mala idea seguir por Santa Fé, porque podía ver que más adelante había mucha correntada, así que doblé hacia la derecha, bordeando el cuartel hasta llegar a las instalaciones de un conocido supermercado. El agua había bajado considerablemente, al punto que dentro del estacionamiento no había agua. Atravesé el lugar hasta la salida del otro lado y retomé mi caminata por la Av. Dorrego, que no estaba inundada. Pese a que en Luis María Campos había colectivos, decidí que más adelante podía haber otras trampas de lluvia y que lo mejor era caminar. Fui derecho hasta Federico Lacroze y luego subí por esta avenida hasta Cabildo. Llamé a mi mujer otra vez. Había pasado una hora desde mi última llamada. 

-Esta todo bien, voy por Cabildo derecho a casa.

Mi predicción fue fallida. Al llegar a Mendoza me di cuenta que adelante había problemas. Al llegar a la siguiente esquina el agua me llegaba otra vez por la rodilla. En Blanco Encalada, ya me llegaba al ombligo. Le había pedido a una vecina, allá por Av. Dorrego, si me podía regalar una bolsa de plástico de las que entregan en el supermercado y allí fue a parar todo. Billetera, llaves, teléfono. Llevaba esa bolsa apretada contra mi pecho. En Blanco Encalada había un bombero a cada lado de la calle tratando de pasar una cuerda de lado a lado ya que la corriente en aquella calle era violenta. Pero al tercer intento fallido pasó un poste a gran velocidad, lo que hizo que los bomberos desistieran del intento. Caminé de regreso a Olazabal. En el camino, dos mujeres que me habían visto pasar hacia el norte me preguntaron si se podía pasar.

-Imposible, la corriente es demasiado fuerte. Me voy a Cramer por Olazabal -les dije, y ellas decidieron seguirme. Iban con tacos altos, por lo que se les hacía difícil caminar, así que antes de llegar a la esquina las tenía a las dos del brazo. Lo curioso es que una de ellas estaba preocupada por que se le mojara la ropa, al punto que llegó a levantarla por encima del nivel de sus glúteos. Mala idea, especialmente con toda la basura flotando en el agua. De pronto sintió algo que le pasaba entre las piernas y con un grito mandó para abajo la falda.

Al llegar a Cramer nos depedimos. El agua nos llegaba a los tobillos y, un poco más al norte, ya no había agua. 

Llegué a mi casa a las 22.30 hs., después de tres horas de caminata. En un día normal, el mismo trayecto me hubiera tomado 30 minutos en colectivo o una hora y media a pie. Tuve que tirar los zapatos, el pantalón, las medias y la ropa interior. Los comerciantes que sufrieron la inundación salieron a vender a precio irrisorio su mercadería para que la pérdida no fuera total. 

Doce días más tarde, nació mi segunda hija. Ocurrió a las cinco menos cinco de la tarde. El cielo estaba azul.

Desde Buenos Aires, mientras escucho la lluvia caer, los abrazo. Brian


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