Este cuento lo escribí en el año 2005, al poco de publicar "La Pandilla de la Calle Perdida". Fue el primer cuento que me dejó dinero, ya que pude venderlo a la Revista Genoma. Acá se los comparto. Desde Buenos Aires, los abrazo. Brian.
En el verano, durante las noches de luna
llena, cuando estoy por San Pedro, me gusta acercarme al mirador que hay sobre
el río, junto al mástil, y desde ahí contemplar las aguas que se mueven
lentamente bajo el manto de luz plateada, y la vista se me pierde río arriba,
esperando ver llegar al espectro del Manco Vilela.
La primera vez que lo vi fue cuando tenía
seis años. En aquellos tiempos apenas llegaba al borde del murallón, y mi padre
me tuvo que levantar en brazos para que no quedara bloqueada mi vista. Y allí
lo vi, navegando río abajo, los restos de lo que había sido el lanchón Místico, que con su único cañón de seis
pulgadas instalado en la proa, había salido a desafiar a la flota invasora.
El Manco Vilela, según cuenta la historia, se
había atado el muñón al remo que estaba a su cargo para no dejar de remar.
Veterano de las guerras de la independencia, y de muchos combates entre
argentinos, el Manco había conseguido ese apodo en la batalla de Ombú, durante
la guerra con el Brasil, y tras estar en el hospital de sangre durante varios
meses se le dio la baja por incapacidad.
Sin embargo, su vocación por la defensa de la
patria era más fuerte que la realidad que se le imponía, y cuando comenzaron a
precipitarse los hechos fue uno de los primeros en responder al llamado del
Restaurador de las Leyes, siendo rechazado de plano, por su condición de
minusválido.
Sin embargo, fue a ver al General Mansilla,
quien había sido su comandante en muchas batallas, incluso en aquella que le
costó la mano derecha, y le dijo:
-Mi General, Usté sabe que valor no me falta,
algún trabajo habrá para un veterano como yo en la batalla.
Mansilla lo miró en silencio unos segundos, y
dijo: -Siempre hay lugar para otro defensor de la patria.
El lanchón recibió un impacto de metralla que
barrió a todos sus ocupantes, que agonizantes cayeron al río, para encontrar en
él su descanso eterno. Pero el Manco quedó atado al remo, y el remo se sostuvo
en la lancha destartalada, que bajó el cauce del río pasando frente a San Pedro
esa noche del 20 de noviembre de 1845.
Y yo, ciento treinta años más tarde, veía al
espectro del manco navegando
tristemente en su derrotero. Mi padre me cuenta que nadie se atrevió a detener
al Lanchón, ni los franceses, ni los ingleses, ni los pobladores ribereños que
lo veían avanzando desafiante por el brazo del río.
Años más tarde, cuando la inocencia de mis
seis años había quedado olvidada, el recuerdo del Manco Vilela navegando
envuelto en una burbuja de niebla luminosa aún persistía en mi memoria. Mi
inocencia perdida fue reemplazada por un escepticismo furibundo, que me hizo
creer que todo había sido una ilusión inducida por mi padre, hombre de gran
talento para inventar cuentos y hacérmelos creer.
Sin embargo se me hacía difícil
descreer de lo que mis ojos me habían mostrado, y en varias oportunidades había
viajado a San Pedro para contemplar el río de noche, no pudiendo ver otra cosa
que las aguas mansas murmurándole a la noche su romance inmemorial.
Sólito es creer que los temores de la
infancia nacen de fantasías bien fundadas, pero que al final son sólo eso,
fantasías. Lo insólito es que en mi caso la fantasía había sido una vivencia
que se mantenía tan fresca en mi interior cada una de las veces que estuve de
pie, en medio de la noche, buscando al espectro flotando por el cauce del Río
Baradero. Sin embargo lo único que encontraba era la soledad y el silencio, y
nubes de mosquitos que se hacían un festín con mi sangre.
Reconozco que mi decepción crecía con cada
noche que pasaba, y el sentimiento de frustración me quitaba todo ímpetu para
seguir con mi cruzada. Al fin y al cabo, ¿cuál era el sentido de mis vigías?
¿Por qué me desvelaba esperando al fantasma? No lo sabía, pero quizás era ese
deseo de creer que en esta tierra aún vive y respira la magia, y que a través
de ella podía unirme a un pasado que añoraba. Ya que la muerte había sido cruel
conmigo, y me privó demasiado pronto de las historias de mi padre.
Era el 14 de enero de 2005 y yo estaba viendo
el sol posarse río arriba, con sus rayos filtrándose entre las hojas de los
sauces. La escena me fascinaba. Por una vez estaba abajo, y no en el mirador a
donde mi padre me había llevado, y conforme la luz cedía terreno a la sombra y
la luna se hizo más visible, pude darme cuenta que algo raro sucedía más acá de
la línea de fuego que se perdía a lo lejos.
Era un punto blanco, que brillaba sin
irradiar, y que parecía deslizarse suavemente al compás de las aguas. Estaba
lejos, a varios cientos de metros hacia el oeste, y la costa no me permitía
acallar mi ansiedad caminando contra la corriente. Entonces recordé haber visto un bote
solitario amarrado un poco más abajo y corrí hacia él para abordarlo. No había
rastro alguno del dueño de la embarcación, por lo que decidí que era cosa de un
minuto lo que iba a necesitarlo y que el dueño no notaría su ausencia.
Remé con tal energía que al girar la cabeza
después de unos minutos pude ver claramente que era él: el Manco Vilela.
Hice girar el bote ciento ochenta grados,
solté los remos y esperé a que el lanchón destartalado se pusiera a la par de
mi bote. Era una visión increíble. El lanchón conservaba la pieza oxidada de
seis pulgadas en la proa y el Manco se encontraba sentado en el medio del bote,
apoyado sobre el remo que se hundía en el río del lado que yo me encontraba.
Entonces, cuando estuvimos a la
par, levantó la cabeza y me miró con su rostro desencajado. Nunca imaginé las
heridas que la metralla le había provocado. Su espalda estaba tan desgarrada
como la de un pobre Cristo tras recibir cien azotes. Su cabeza parecía campo de
práctica de un leñador, y sus ojos...
simplemente no estaban.
Sin embargo esas cuencas abandonadas me
miraron, y ese rostro partido me sonrió.
-¿Ganamos?
-preguntó.
-Sí, -le respondí.
-Que bueno, -me contestó, -¿me ayuda a
desatarme?
Lo ayudé, me pidió un cigarrillo, que se cayó
al río apenas lo solté para depositarlo en su mano, y siguió su marcha. El
espectro comenzó a esfumarse y pronto ya no pude verlo.
Al volver al lugar donde había encontrado el
bote una voz familiar me preguntó:
-¿Encontraste lo que buscabas?
Al alzar la vista pude ver a mi padre, de
pie, tal como lo había visto la última vez que salió de casa antes de que lo
atropellara ese borracho que confundió la vereda de casa con la calle. Sonreía.
-Papá...
-Me alegra que estés bien, y me alegra que
tengas tu vida tan bien hecha. Pero no te descuides, que nunca sabés cuanta
cuerda queda en el ovillo
Hablamos un rato y finalmente me dijo que se
tenía que ir. Subió al bote y comenzó a remar corriente abajo. El Manco Vilela
de pronto estaba sentado con él, pero su cuerpo ahora no mostraba heridas. Es
más, ya no era Manco. El bote de remos comenzó a navegar por otras aguas que
las del Baradero, y lentamente se fue fundiendo con las estrellas que
iluminaban la noche.
Me fui caminando para el auto con la
sensación de haber recuperado algo perdido, como si las filtraciones de mi alma
hubieran sido selladas para siempre.
Era
hora de olvidarse de los fantasmas del pasado, para poder disfrutar de las
realidades del presente.
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