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martes, 30 de julio de 2013

MI BUENOS AIRES QUERIDO. por Juan Brian Doyle. Texto completo.

1. LA VOZ DEL CIELO

Claribel tenía una voz celestial. Cantaba cada viernes por la noche en los bailes que se organizaban en el club Comunicaciones, el mismo en el cual sus padres se habían conocido veinte años atrás. Ella se vestía con sus mejores galas para subir al escenario: un vestido corto rojo con lentejuelas que devolvían destellos a las lámparas que la alumbraban, acompañado por unos zapatos de charol negro, medias de red al tono y una cinta de raso, también negra, atada al cuello para protegerse la garganta del frío. Bien podría haber estado desnuda, porque tenía el don de hacer que su público cerrara los ojos para poder concentrarse en las notas que brotaban de su garganta. Dicen que, cuando comenzaba a cantar, el tiempo se detenía. Dicen muchas cosas. Sin embargo, casi ninguna es verdad.
Su leyenda comenzó el día en que, a la mitad de su última canción, el público la vio levitar sobre el escenario. Una nube misteriosa se formó sobre las tablas y la energía la elevó con tal suavidad y sutileza que parecía que bailaba en los brazos de un ángel. Allí mismo, una mujer que había permanecido muda los últimos treinta años, pegó un grito y comenzó a soltar un rosario de palabrotas dirigidas, en su gran mayoría, a su difunto esposo y a su suegra. Uno de sus hijos, que había quedado privado del uso de sus extremidades inferiores, se levantó de un salto. Los músicos, presas del pánico por el alboroto que crecía como un huracán, soltaron sus instrumentos y corrieron detrás de bambalinas. No obstante, Claribel permaneció firme en su cantar, sin perturbarse ni por la ausencia de música ni por la histeria que se había apoderado de la multitud. Entonces, clavó un Do de pecho que hizo temblar la tierra. Los árboles perdieron sus hojas, las flores se cerraron y el escándalo cesó. Una constelación de estrellas se reflejaba en las lágrimas que habían brotado de cada par de ojos presente y un aplauso ensordecedor hizo que el sol brillara en plena noche.
La voz corrió de barrio en barrio y pronto cientos de personas afligidas por sus penurias comenzaron a acampar cerca de aquellos lugares donde se decía que La Voz del Cielo se presentaría. Club Comunicaciones, El Porvenir, Defensa y Justicia, Defensores de Belgrano, Atlanta. En la puerta de cada una de esas instituciones se agolpaban hordas desesperadas por saber si allí cantaría ella. Pero Claribel, asustada por lo que le había tocado vivir, había decidido que lo mejor para ella era mantenerse en el anonimato. Hasta que una tarde fue de paseo al jardín japonés donde, conmovida por la belleza de aquél parque, decidió dejar que su voz se suelte. Fue sobre un puentecito de madera, en una de las islitas artificiales, rodeada de flores, peces de colores y aves curiosas. En pocos segundos la gente comenzó a agolparse y, sin preocuparse por la belleza del  vergel, avanzaron sobre el césped, los árboles, las flores y los arroyos. Ella cantaba con los ojos cerrados y ellos contenían la respiración para no perturbarla. Pero al buscar más sosiego descubrió que estaba rodeada y lanzó un grito de horror que abrió los cielos de par en par. El viento se arremolinó en torno a la islita levantando una pared de agua que la escondió de la mirada de los presentes. Luego, un rayo fulminante cayó dentro del vórtice y, de inmediato, el viento se calmó. Todos se quedaron atónitos al ver que ella ya no estaba entre ellos. Se fueron cabizbajos, sin preocuparse por los destrozos que su presencia había provocado al lugar.
No fueron pocos los que creyeron que el ángel con el cual ella había bailado en el escenario del Club Comunicaciones había bajado del cielo para llevarla al lugar al cual pertenecía. Yo no creo nada, ni siquiera creo que mi hermana haya existido alguna vez. ¿Por qué habría de hacerlo? Si hoy de ella no me queda nada.

2. DE PADRE A HIJO

–Papá
–Que pasa, hijo.
–Quería hablarte de mi hermana.
– ¿De Claribel?
– ¿Tengo otra hermana?
–No, tenés razón, ¿qué querés saber?
– ¿Por qué no hay fotos de ella en ningún lado?
–Es difícil de explicar.
–Todos hablan de ella, que fue una santa, que fue un ángel.
–Pará un segundo, Gabriel. Aunque no lo entiendas, creo que te merecés saber toda la historia.
–Te escucho.
–Claribel no es mi hija, al menos no mi hija biológica.
– ¿Y de mamá?
–Tampoco.
– ¿Cómo?
–Fue hace unos treinta años. Mejor dicho, fue el 12 de febrero de 1966. Tu mamá y yo éramos novios, ella tenía veinte años, yo veintidós. Habíamos ido a bailar al Comunicaciones.
–Por los carnavales.
–En aquella época todo el mes de febrero era Carnaval. Era sábado y todos los sábados había bailes en el club. Tu mamá no se sintió bien y decidimos irnos. Salimos por la puerta de Tinogasta y San Martín y caminamos por la avenida hacia Bolivia, donde doblamos a la derecha. Tu mamá vivía en Bolivia y Baigorria, ¿te acordás de la casa de tu abuela?
–Si, me acuerdo.
–La cuestión es que cuando llegamos a la esquina de lo de tu abuela escuchamos el llanto de un bebé. Nos acercamos y allí encontramos a Claribel. Nos casamos dos semanas más tarde y adoptamos a tu hermana.
–Eso no me explica por qué no tienen fotos.
–No, pero al menos te explica algo del origen de tu hermana.
–OK, ahora explicame lo de las fotos.
–Bueno, aquí viene lo difícil de entender.
–Hagamos la prueba.
–Cuando encontramos a Claribel nos dimos cuenta de que no era un bebé normal. Para empezar, no tenía un rostro.
– ¿Cómo?
–Así, como lo dije. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas, ni boca. De hecho, ni siquiera tenía forma de bebé. Más bien era como una bola sin forma y sin color. No tenía cabello, no tenía brazos ni piernas, ni siquiera tenía piel. Pero tu mamá la tomó entre sus brazos y comenzó a cambiar. Después de unos minutos, Claribel era Claribel.
–No entiendo.
–Se formó como una bebé hermosa. Ojos oscuros, piel clara, una naricita preciosa, una boca fina y delicada, y le creció rápidamente una mata de cabello rojizo. La cuestión que cuando la llevamos a casa de tu abuela ella era una bebé perfectamente normal. Miento. Era una beba perfecta.
– ¿Y las fotos?
–Cada vez que quisimos fotografiarla la película se velaba. Pero sólo en las fotos que estaba ella. El problema era que ella irradiaba demasiada luz.
– ¿Luz? A lo sumo la reflejaba.
–No, no, era luz propia. Te dije que no lo entenderías. Nosotros recién al final lo entendimos. Nos dimos cuenta que Claribel en realidad era un ángel.

3. BAJO LA ESTATUA, UN RECUERDO

Perturbado por las palabras de mi padre, salí de mi casa, que por aquél entonces quedaba en la esquina de Pedro Lozano y Concordia, y comencé a caminar sin rumbo definido para tratar de acomodar mis emociones. Pensé en Claribel, pero la imposibilidad de ponerle un rostro a su recuerdo me llenó de congoja. Pensé que si realmente era un ángel sin rostro humano, al menos debería recordar los momentos que compartí con ella, si acaso éstos existieron alguna vez. Recordaba a mi madre, que murió muy joven cuando yo tenía nueve años. Mi hermana me llevaba ocho años, por lo que ya casi era una mujer. No recuerdo que haya ido alguna vez al colegio. Según supe, de pequeña demostró que podía leer y escribir, que podía hacer cálculos matemáticos y que nada de lo que le enseñarían en la escuela le sería de utilidad.
Recuerdo una mano cálida sobre mi hombro mientras el cajón que contenía los restos de mamá bajaba al foso que habían cavado para ella en el cementerio de la Chacarita. Recuerdo una voz tierna suspirándome al oído las palabras de alivio que tanto necesitaba. Recuerdo eso más que nada, que no hubo palabras, que no hubo consejos ni frases hechas. Ese suspiro vacío de todo contenido intelectual que era puro alivio.
De pronto, me encontré frente al Cid Campeador y me di cuenta que mi periplo no había sido casual. Allí, bajo la protección de la espada del caballero  español, mi padre le había robado el primer beso a mi madre. Allí le había dicho te quiero, allí se habían jurado amor eterno. Decidí que debía volver a casa y que debía perdonarlo, porque, sin saberlo, me había pasado los últimos trece años odiándolo por algo de lo cual no era culpable. Él había decidido mantener calientes las cenizas del amor que sirvió de base para fundar un hogar para que nuestras almas nunca sintieran el frío de la soledad. Yo me había negado a entenderlo. Me había negado a pensar que ese amor, en apariencia extinto, podía ser germen de felicidad.
Por suerte, siempre alguien está para darte un cachetazo y hacerte entender. Mi Buenos Aires querido, cómo te lo puedo agradecer.

4. LOS MÁRTIRES MUEREN DE PIE

Después de una larga charla con mi viejo decidí buscar el alma de mi ciudad. No me pregunten por qué, ya que no sabría darles una respuesta. Lo cierto es que al día siguiente decidí salir con mi libreta de apuntes a recorrer Buenos Aires en busca de historias que pudieran llenar el vacío que habitaba entre los renglones de mis páginas.
El azar me llevó al viejo barrio del Abasto, el mismo que había escuchado cantar a las mejores voces del tango. Allí recorrí senderos nuevos para mis ojos, me encontré con rostros distintos y, sin darme cuenta, me encontré visitando una ciudad distinta, aunque era la misma.
En la esquina de Gardel y Jean Jaurés me crucé con un viejo ciego que esperaba sentado en una banqueta vieja a que su sombrero se llenara de las limosnas que necesitaba para sobrevivir un día más. Saqué de mi bolsillo un solitario billete de a cinco y se lo coloqué en la mano. Él agradeció con su sonrisa a medio construir y soltó una bendición extraña. “No me bendiga, mejor cuénteme una historia de éstas calles” le dije en voz baja, y el viejo tosió para adentro para encontrarse con las palabras.
–Supongo que como es muy joven nunca escuchó hablar de Pascual Vidal –comenzó a decir –, yo era muy chico en aquel entonces y él ya era leyenda.
– ¿Quién fue?
–Un anarquista, el anarquista, el único político que prometió y cumplió.
Pascual había nacido durante la revolución del 80, en una oscura casa del barrio de Balvanera. Su madre murió en el parto en el mismo momento que su padre fallecía en una barricada defendiendo la autonomía de la ciudad. Creció en un orfanato de monjas, a las que, muy pronto, aprendió a odiar. Al cumplir los quince se escapó y comenzó a trabajar por la comida y por una cama caliente durante las noches descargando cajones de fruta para un tano que tenía una verdulería en la esquina de Sánchez de Bustamante y Humahuaca. Trabajaba de sol a sol y poco tiempo le quedaba para otras cosas. Un día de 1907 escuchó en la esquina de Pueyrredón y Corrientes la voz de Asunción Menéndez, esposa del Corcho Menéndez, que pregonaba por los derechos de los obreros que eran explotados con jornadas interminables y pagas miserables. Esa noche fue a una reunión de los anarquistas y, de inmediato, comulgó con sus ideas.
–Todos los jueves se reunían para discutir planes de acción destinados a reunir más adeptos y fondos para comprar armas para hacer la revolución. Después de dos años de estas reuniones, Pascual decidió que era hora de actuar.
Con la ayuda de tres de sus camaradas decidió atacar una patrulla de la policía para requisarles las armas. Dos revólveres y algunas balas fueron el pobre botín conseguido, insuficiente para enfrentar a las hordas de vigilantes armados con fusiles que salieron a barrer el barrio para encontrar a la banda de asesinos de policías. Pascual salió a la calle con su premio y prometió enfrentar hasta la muerte a la opresión encarnada en aquellos hombres vestidos de azul que atropellaban sin miramientos a cualquiera que tuviera cara de culpable. “Y si he de morir” dijo”, moriré de pie.”
El viejo hizo silencio durante un largo momento, como tratando de encontrar las energías para seguir con el relato.
–Pascualito era un buen tipo, la había pasado mal de pibe y ahora quería ajustar cuentas con el destino. Salió de su escondite con las dos armas que había robado y se enfrentó a nueve policías que se formaron como un pelotón de fusilamiento para ejecutarlo. Eso fue acá, en esta cuadra. Acá estaban los polis, y allá, a mitad de cuadra, se plantó él con los dos caños en la mano y comenzó a disparar.
El problema fue que Pascual no tenía idea de cómo usar un arma y sus disparos se perdieron en la nada. En cambio, los nueve ejecutores fueron certeros en las ocasiones que descargaron el cañón de sus Mauser. Sin embargo, Pascualito no caía. Siguió disparando aún cuando los cartuchos de los dos tambores habían sido gastados. Con sus ojos abiertos los miraba y gatillaba, esperando el momento en que su corazón dejara de latir. Los policías, aterrados, soltaron sus armas y se largaron a correr por Jean Jaurés hacia Córdoba. La gente, gente de esta cuadra, salió a la calle a recogerlas y a asistir al héroe de la tarde.
–Pero Pascualito no respiraba. Su cuerpo permanecía de pie, inmóvil, con los brazos levantados y las armas en sus puños. Estuvo así toda la tarde y toda la noche, hasta que la propia Asunción Menéndez llegó a comprobar lo que había ocurrido.
“Hoy los anarquistas hemos aprendido una lección” dijo ella “. Hoy nos han mostrado el cómo. Dejemos de hablar del por qué y pongámonos en acción por una Argentina libre.”
– ¿Tenés un pucho pibe? –me preguntó de pronto el viejo.
–Disculple, pero no fumo, jefe.
–Qué cagada. A Pascualito lo enterraron en secreto en los terrenos donde hoy está el shopping. Lo enterraron de pie, como murió. Dicen que cuando construyeron el edificio, allá por el año 30, un obrero se encontró con sus huesos. Parece que la calavera los miró feo y no se animó a sacarlo. Así que ahí está, enterrado en el corazón de su barrio.
Le agradecí la historia y seguí camino. Había algo en ella que me atraía, pero en general no me cerraba. Un político que cumple... Seguro que el viejo estaba tomado.

5. LA PUERTA

Esa noche no podía dormir. Había cenado pesado, un guiso de esos que se arman con las sobras de la semana anterior y que se sazonan con varias copas de vino tinto rebajadas con soda de sifón, un postre vigilante de tres colores, con buen queso Mar del Plata, batata con cerezas y membrillo bien duro, de los buenos. Me preparé un té de boldo para ayudar a las tripas a procesar todo aquél menjunje, pero lo único que logró fue provocarme un hipo con perfume a ajos que me hacía inmune a las mordidas de los vampiros. Entonces me puse el gabán y la bufanda y pegué la calle otra vez para perseguir una idea que había comenzado a circular en mi cabeza mientras revolvía sin parar la horrible infusión.
“Si Claribel era un ángel” pensaba “, seguramente la ciudad tendrá sus demonios.”
Para estas búsquedas insensatas no hay brújula más adecuada que los mandatos del corazón. El problema era que, en esos momentos, el pobre estaba agobiado por el peso del estofado y no podía pronunciar palabra, así que me subí al primer colectivo que pasó por Avenida San Martín y terminé caminando por las calles del centro de la ciudad.
En una esquina rara, las cinco esquinas de Libertad, Juncal y Quintana, me encontré con un tanguero de otra época. Sombrero de ala caída, traje negro a rayas, pañuelo atado en el cuello y un cigarrillo en la boca. Me puse en la parada del colectivo 67 simulando esperarlo y lo observe de lejos. Curioso era aquel pitillo interminable, que pese a enrojecerse su brasa a cada instante parecía no consumirse. Cerré los ojos para tomar el coraje necesario para encararlo, pero cuando los abrí descubrí que sólo medio paso nos separaba.
–Lo que Usted busca –me dijo sin que le pregunte nada –, lo encontrará en la intersección de Tres Sargentos y Reconquista en el momento en que la luz le quita su dominio a las sombras.
De inmediato, eché un vistazo al reloj y advertí que el alba se presentaría en menos de una hora. Quise agradecerle, pero ya no estaba allí. Así que apuré el paso por Juncal para llegar a tiempo al punto designado. Plaza San Martín, Florida, Paraguay, Reconquista, Tres Sargentos. Llegué montado en el viento, aún durante el reinado de las sombras, mientras el rumor del sol agitándose sobre el río. Esperé con paciencia durante varios minutos hasta que el aire comenzó a cambiar. Allí fue que advertí que en una pared de piedra se abría una puerta negra de la cual emergió un hombre peinado a la gomina enfundado en un traje gris que escondía su mirada detrás de un par de anteojos negros.
– ¿Lo conozco? –preguntó con tintes agresivos.
–No lo creo. De lo que estoy seguro es que yo a Usted no lo conozco –mentí. Más de una vez lo había visto en los noticieros atendiendo a los periodistas desde la sala de prensa de un Ministerio.
– ¿Va a entrar?
–Todo depende.
–Si quiere entrar le quedan unos segundos nada más.
– ¿Adónde lleva?
–Pensé que lo sabía.
–Creo saberlo, pero quiero estar seguro.
El fulano dibujó una sonrisa macabra. –No lo dude, esa es la puerta del Infierno. Pase, será bienvenido.
Tragué saliva y di un paso atrás. Las luces del día comenzaron a fortalecerse y la puerta comenzó a desdibujarse. No lo pensé, son cosas que no se piensan. De otro modo, no se hacen. Cerré los ojos, salté hacia el umbral y la puerta se cerró a mis espaldas.

6. ENEMIGO MIO

Al cerrarse la puerta me encontré rodeado por la más absoluta oscuridad. A tientas, intenté avanzar, pero la consistencia pegajosa del aire me impedía moverme con libertad. Tanto esfuerzo me dejó muy pronto agotado, por lo que me dejé caer al suelo para tratar de recobrar la energía que parecía que el lugar me arrebataba succionándola por mis poros. En algún punto creo que me quedé dormido. No puedo asegurarlo, pero cuando abrí los ojos ya podía distinguir algunas formas entre las sombras.
En un rincón –si es que en aquel espacio existen los rincones –, podía ver a un hombre abrazado a un tubo de ginebra. Era una de esas antiguas botellas cilíndricas con una terminación en forma de cúpula en la zona del pico y que necesitan de un corcho ancho para ser tapadas. En la mano tenía una jarra metálica, con mango al costado. Se servía dosis generosas de un alcohol que parecía no acabarse nunca, de las que daba cuenta ni bien servidas, y lloraba desconsolado. Pude advertir que no se trataba de un hombre de nuestra época. Vestía una levita de grueso paño negro y a su lado, junto a sus pies, yacía un sobrero de copa. Me miró por un instante con ojos vacíos de todo sentimiento y continuó con su ritual de servir y vaciar la copa. Quién sabe por qué motivo no atacaba el pico de la botella directamente, capaz que esa espera era parte de su castigo eterno.
De pronto, me di cuenta que estaba sentado en una silla de madera oscura frente a una mesa redonda de tablas mal clavadas. Una mujer vestida con un delicado y diminuto vestido de terciopelo rojo se acercó con intenciones de venderme sus servicios. La miré dos veces antes de decirle nada. Sus piernas eran largas y estaban enfundadas en finas medias de red negras que se enganchaban en un portaligas de encaje que apenas asomaba por la parte inferior de la falda. Su cuerpo crecía sobre ellas en la más absoluta armonía de formas, pero su rostro permanecía oculto bajo un extraño velo que parecía estar formado por algo similar a una densa neblina invernal. Le hice una seña para hacerle entender que no tenía interés en lo que tenía para ofrecerme y se dio vuelta para marcharse. Entonces, pude ver las extrañas espinas que crecían en su espalda, como si fuera una rosa con espinas y todo.
–Qué hace aquí –preguntó de pronto una voz poco amable. Del otro lado de la mesa se había sentado un hombre de traje color canela y sombrero de paja que me miraba con su único ojo sano. Una horrenda cicatriz bajaba desde lo alto de su frente atravesando la cuenca vacía de su ojo derecho para extinguirse a milímetros de la comisura de los labios.
–No lo sé exactamente –comencé a decir –, encontré un ángel en Buenos Aires, supuse que debería haber un demonio.
–Demonios y ángeles hay en todas partes, no hay nada extraordinario en su hallazgo.
–El ángel era mi hermana.
– ¿Busca su antípoda?
–Quizá.
– ¿El suyo o el de su hermana?
– ¿El mío?
– ¿Por qué se sorprende? Todo ser tiene su opuesto, su enemigo, su Némesis.
–Nunca pensé en ello.
–A otro con mentiras. ¿Quiere verlo? Vaya hacia allá, hacia esas cortinas negras. Descórralas y encontrará la verdad.
La verdad. Que miedo que mete esa palabra. ¿Realmente quiero saberla? Al menos eso me pregunté en ese instante. Todos en el lugar giraron sus cabezas hacia mí mientras avanzaba sin prisa hacia el cortinado. La presión de miles de ojos en mi nuca me hizo temblar. Tomé la cuerda y tiré de ella con un golpe seco y fuerte, la tela se corrió y un espejo quedó al descubierto. – ¿Qué es esto?
–En ese espejo verás el rostro de tu peor enemigo –dijo la voz mientras se alejaba. Me acerqué con cautela y descubrí una superficie opaca sin lustre ni brillo. Parecía más un trozo de obsidiana poco apto para capturar reflejos. Sin embargo, al acercarme más pude percibir ciertas imágenes que me provocaron una gran amargura. Deformado por los años, con las huellas propias de una vida derrotada por los agobios que provocan las penas mal purgadas, el rostro de mi enemigo me resultaba demasiado familiar.
“Mi vida está condenada al fracaso” pensé “si mi peor enemigo soy yo mismo.”
Enterré el rostro entre mis manos para que nadie se diera cuenta de las lágrimas que la revelación me había arrancado. Ahogué los sollozos, contuve la respiración y deseé morir. Pero es imposible morir en el infierno.
Entonces, una canción comenzó a escucharse. Venía desde lejos, y un impulso me llevó a perseguirla. Allí estaba la puerta que antes había traspasado; allí también estaba el demonio que vigilaba la entrada. No me impidió la salida, quizá no tenía aún derecho sobre mi alma. Traspasé el umbral y respiré otra vez. Amanecía en aquél rincón de Buenos Aires y yo tenía la esperanza de que todo pudiera cambiar.

7. NO LLORES, BUENOS AIRES

Caminé por Reconquista hasta Córdoba, subí hasta Florida y recorrí la peatonal vacía, sumido en mis pensamientos. A cada paso, contaba las manchas en el suelo, calculaba la distancia entre las baldosas, buscaba códigos extraños donde no había nada. El viento arremolinaba papeles, levantaba basuras y sacudía bolsas vacías de celofán. Las nubes se agolpaban y las primeras gotas se dejaron sentir. Miré el cielo como un acto reflejo y se me cruzó la letra de una vieja canción de los Everly Brothers que el trío noruego A–ha rescatara veinte años después.
“Lloraré bajo la lluvia”.
No estaba mal la idea.
Me arrojé dentro de la estación Florida del subte B y recorrí sus pasillos desiertos para llegar hasta el andén. Esperé apoyado contra una columna a que llegara la formación que me dejaría en Chacarita, con el deseo de sostener un pucho entre los dedos. Hace años que no fumo, sin embargo, esa necesidad de sostener el caño, jugar con el filtro, tenerlo colgado del labio, pitando de a ratos para matar el tiempo, se me hacía urgente. Ahí me acordé de una vieja película en blanco y negro que había visto muchos años atrás cuando TELEFE era canal 11 y cuando el cine nacional aún tenía un espacio en la tele. Recuerdo que el presentador era Gogo Safigueroa, ya fallecido, y que era una película de los cincuenta. Los automóviles negros, enormes, un tango y el humo del cigarrillo. Creo que ese era el título del film. Humo de cigarrillo. Alguna vez la busqué en Google y no la encontré.
El inconfundible chirrido de los frenos llegó a la estación antes, incluso, que las luces del vagón que encabezaba la caravana. Se detuvo suavemente y abrió sus puertas para dejarme entrar. De un rápido vistazo pude ver a los que serían mis acompañantes durante los siguientes minutos. Un ciruja, abrazado al cartón de vino barato; un par de laburantes, aún con sus uniformes de vigilador puesto, que habían recibido su relevo; una dama de la noche con ojeras inmensas y un pibe escapado de otra película. Me senté en diagonal a la mujer, tratando de no mirarla. Se notaba que el cansancio que cargaba no era de una noche sino de toda una vida. No tendría más de treinta y, no obstante, parecía que su reloj adelantaba unos veinte años.
En cada una de sus detenciones las puertas se abrían para dar la posibilidad a los pasajeros de subir o bajar del vagón, pero la mayor parte de estas chances eran totalmente desaprovechadas. La mujer se bajó en Malabia y en Dorrego me levanté para quitarle un peso a mis piernas. El ciruja roncaba, el pibe jugaba con su celular, los vigiladores conversaban en silencio. Éstos últimos bajaron conmigo en Lacroze y caminaron en dirección a la estación de tren para continuar el largo viaje que terminaría en sus camas. Yo salí a mojarme en la lluvia que caía con ganas. Hacía un frío terrible, pero mi gabán era impermeable, así que avancé hacia los arcos de piedra que marcaban la entrada al cementerio con valor.
El Cementerio de la Chacarita es una necrópolis gigantesca donde miles y miles de porteños se encuentran disfrutando de su último descanso. Hileras interminables de cruces, monumentos funerarios, bóvedas familiares y los nichos, aquellas monumentales cajoneras subterráneas que organizan en prolijas filas y columnas el pequeño espacio de adoración que les queda a los vivos para visitar la memoria de los suyos. En una ocasión, cuando la abuela de una ex novia falleció, mi ex me dijo que quería ser cremada y que sus cenizas fueran esparcidas al viento en algún lugar alto.
–Así –dijo con una falsa melancolía en su voz –, quién quiera estar cerca de mi recuerdo, sólo deberá ponerse de cara al viento –. Sus palabras no me llegaron entonces, pero allí, mientras caminaba bajo la lluvia por el sembradío de cruces, habían adquirido sentido.
Tardé cerca de una hora en encontrar la tumba de mi madre. Hacía mucho que no la visitaba y en un paisaje tan parejo es difícil mantener puntos de referencia. Me senté junto a la cruz y acaricié el retrato gastado que la identificaba. Le hablé durante una hora y media, contándole las cosas que hubiera querido contarle de no haberse ido, preguntándole las cosas que hubiera querido preguntarle si aún estuviera conmigo. Entonces estuve listo para matar a esa bestia interior que durante tanto tiempo se alimentó de mi alma. Lloré mucho, por qué negarlo. Lloré más de lo que se puede llorar en toda una vida. Y después me quedé en silencio junto a ella. Entonces noté que el suelo se ponía blanco. Levanté la cabeza para ver que la lluvia se había endurecido y que los copos de nieve llenaban el aire. Sin darme cuenta, empecé a sonreír. Me levanté del suelo y me limpié la cara con un pañuelo. Entonces escuché a alguien suspirarme al oído.
–Todo va a estar bien –decía mientras una mano cálida recorría mi rostro. Era ella, que había regresado para despedirse. Sus alas enormes estaban abiertas y se agitaban lentamente para mantenerla flotando.
–Claribel... –dije lleno de incredulidad.
– ¿Todavía pensás que no existí?
– ¿Cómo está mamá?
–Feliz. ¿Y vos?
Lo pensé un segundo. –Creo que también –respondí, y ella me regaló una última mirada antes de desvanecerse entre un manto de niebla. En el suelo encontré un copo de nieve que se había petrificado para siempre. Cada vez que lo veo me encuentro con esa sonrisa otra vez.
No sé como terminar esta historia. No quiero caer en los lugares comunes, como decir que me fui caminado entre la nieve con una melodía entre los labios. Lo cierto es que en las calles de Buenos Aires encontré los pedazos de una foto rota que el viento había dispersado.
No llores, Buenos Aires, que nosotros lloraremos por vos.

Qué mierda. Mejor me quedo callado.

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