1. LA VOZ DEL CIELO
Claribel tenía una voz celestial. Cantaba cada viernes por
la noche en los bailes que se organizaban en el club Comunicaciones, el mismo
en el cual sus padres se habían conocido veinte años atrás. Ella se vestía con
sus mejores galas para subir al escenario: un vestido corto rojo con
lentejuelas que devolvían destellos a las lámparas que la alumbraban, acompañado
por unos zapatos de charol negro, medias de red al tono y una cinta de raso,
también negra, atada al cuello para protegerse la garganta del frío. Bien
podría haber estado desnuda, porque tenía el don de hacer que su público
cerrara los ojos para poder concentrarse en las notas que brotaban de su
garganta. Dicen que, cuando comenzaba a cantar, el tiempo se detenía. Dicen muchas
cosas. Sin embargo, casi ninguna es verdad.
Su leyenda comenzó el día en que, a la mitad de su última
canción, el público la vio levitar sobre el escenario. Una nube misteriosa se
formó sobre las tablas y la energía la elevó con tal suavidad y sutileza que
parecía que bailaba en los brazos de un ángel. Allí mismo, una mujer que había
permanecido muda los últimos treinta años, pegó un grito y comenzó a soltar un
rosario de palabrotas dirigidas, en su gran mayoría, a su difunto esposo y a su
suegra. Uno de sus hijos, que había quedado privado del uso de sus extremidades
inferiores, se levantó de un salto. Los músicos, presas del pánico por el
alboroto que crecía como un huracán, soltaron sus instrumentos y corrieron
detrás de bambalinas. No obstante, Claribel permaneció firme en su cantar, sin
perturbarse ni por la ausencia de música ni por la histeria que se había
apoderado de la multitud. Entonces, clavó un Do de pecho que hizo temblar la
tierra. Los árboles perdieron sus hojas, las flores se cerraron y el escándalo
cesó. Una constelación de estrellas se reflejaba en las lágrimas que habían
brotado de cada par de ojos presente y un aplauso ensordecedor hizo que el sol
brillara en plena noche.
La voz corrió de barrio en barrio y pronto cientos de
personas afligidas por sus penurias comenzaron a acampar cerca de aquellos
lugares donde se decía que La Voz del Cielo se presentaría. Club
Comunicaciones, El Porvenir, Defensa y Justicia, Defensores de Belgrano,
Atlanta. En la puerta de cada una de esas instituciones se agolpaban hordas
desesperadas por saber si allí cantaría ella. Pero Claribel, asustada por lo
que le había tocado vivir, había decidido que lo mejor para ella era mantenerse
en el anonimato. Hasta que una tarde fue de paseo al jardín japonés donde,
conmovida por la belleza de aquél parque, decidió dejar que su voz se suelte.
Fue sobre un puentecito de madera, en una de las islitas artificiales, rodeada
de flores, peces de colores y aves curiosas. En pocos segundos la gente comenzó
a agolparse y, sin preocuparse por la belleza del vergel, avanzaron sobre el césped, los
árboles, las flores y los arroyos. Ella cantaba con los ojos cerrados y ellos
contenían la respiración para no perturbarla. Pero al buscar más sosiego
descubrió que estaba rodeada y lanzó un grito de horror que abrió los cielos de
par en par. El viento se arremolinó en torno a la islita levantando una pared
de agua que la escondió de la mirada de los presentes. Luego, un rayo
fulminante cayó dentro del vórtice y, de inmediato, el viento se calmó. Todos
se quedaron atónitos al ver que ella ya no estaba entre ellos. Se fueron
cabizbajos, sin preocuparse por los destrozos que su presencia había provocado
al lugar.
No fueron pocos los que creyeron que el ángel con el cual ella
había bailado en el escenario del Club Comunicaciones había bajado del cielo
para llevarla al lugar al cual pertenecía. Yo no creo nada, ni siquiera creo
que mi hermana haya existido alguna vez. ¿Por qué habría de hacerlo? Si hoy de
ella no me queda nada.
2. DE PADRE A HIJO
–Papá
–Que pasa, hijo.
–Quería hablarte de mi hermana.
– ¿De Claribel?
– ¿Tengo otra hermana?
–No, tenés razón, ¿qué querés saber?
– ¿Por qué no hay fotos de ella en ningún lado?
–Es difícil de explicar.
–Todos hablan de ella, que fue una santa, que fue un ángel.
–Pará un segundo, Gabriel. Aunque no lo entiendas, creo que
te merecés saber toda la historia.
–Te escucho.
–Claribel no es mi hija, al menos no mi hija biológica.
– ¿Y de mamá?
–Tampoco.
– ¿Cómo?
–Fue hace unos treinta años. Mejor dicho, fue el 12 de
febrero de 1966. Tu mamá y yo éramos novios, ella tenía veinte años, yo
veintidós. Habíamos ido a bailar al Comunicaciones.
–Por los carnavales.
–En aquella época todo el mes de febrero era Carnaval. Era
sábado y todos los sábados había bailes en el club. Tu mamá no se sintió bien y
decidimos irnos. Salimos por la puerta de Tinogasta y San Martín y caminamos
por la avenida hacia Bolivia, donde doblamos a la derecha. Tu mamá vivía en
Bolivia y Baigorria, ¿te acordás de la casa de tu abuela?
–Si, me acuerdo.
–La cuestión es que cuando llegamos a la esquina de lo de tu
abuela escuchamos el llanto de un bebé. Nos acercamos y allí encontramos a
Claribel. Nos casamos dos semanas más tarde y adoptamos a tu hermana.
–Eso no me explica por qué no tienen fotos.
–No, pero al menos te explica algo del origen de tu hermana.
–OK, ahora explicame lo de las fotos.
–Bueno, aquí viene lo difícil de entender.
–Hagamos la prueba.
–Cuando encontramos a Claribel nos dimos cuenta de que no
era un bebé normal. Para empezar, no tenía un rostro.
– ¿Cómo?
–Así, como lo dije. No tenía ojos, ni nariz, ni orejas, ni
boca. De hecho, ni siquiera tenía forma de bebé. Más bien era como una bola sin
forma y sin color. No tenía cabello, no tenía brazos ni piernas, ni siquiera
tenía piel. Pero tu mamá la tomó entre sus brazos y comenzó a cambiar. Después
de unos minutos, Claribel era Claribel.
–No entiendo.
–Se formó como una bebé hermosa. Ojos oscuros, piel clara,
una naricita preciosa, una boca fina y delicada, y le creció rápidamente una
mata de cabello rojizo. La cuestión que cuando la llevamos a casa de tu abuela
ella era una bebé perfectamente normal. Miento. Era una beba perfecta.
– ¿Y las fotos?
–Cada vez que quisimos fotografiarla la película se velaba.
Pero sólo en las fotos que estaba ella. El problema era que ella irradiaba
demasiada luz.
– ¿Luz? A lo sumo la reflejaba.
–No, no, era luz propia. Te dije que no lo entenderías.
Nosotros recién al final lo entendimos. Nos dimos cuenta que Claribel en realidad
era un ángel.
3. BAJO LA ESTATUA, UN RECUERDO
Perturbado por las palabras de mi padre, salí de mi casa,
que por aquél entonces quedaba en la esquina de Pedro Lozano y Concordia, y
comencé a caminar sin rumbo definido para tratar de acomodar mis emociones.
Pensé en Claribel, pero la imposibilidad de ponerle un rostro a su recuerdo me
llenó de congoja. Pensé que si realmente era un ángel sin rostro humano, al
menos debería recordar los momentos que compartí con ella, si acaso éstos
existieron alguna vez. Recordaba a mi madre, que murió muy joven cuando yo
tenía nueve años. Mi hermana me llevaba ocho años, por lo que ya casi era una
mujer. No recuerdo que haya ido alguna vez al colegio. Según supe, de pequeña
demostró que podía leer y escribir, que podía hacer cálculos matemáticos y que
nada de lo que le enseñarían en la escuela le sería de utilidad.
Recuerdo una mano cálida sobre mi hombro mientras el cajón
que contenía los restos de mamá bajaba al foso que habían cavado para ella en
el cementerio de la Chacarita. Recuerdo una voz tierna suspirándome al oído las
palabras de alivio que tanto necesitaba. Recuerdo eso más que nada, que no hubo
palabras, que no hubo consejos ni frases hechas. Ese suspiro vacío de todo
contenido intelectual que era puro alivio.
De pronto, me encontré frente al Cid Campeador y me di
cuenta que mi periplo no había sido casual. Allí, bajo la protección de la
espada del caballero español, mi padre
le había robado el primer beso a mi madre. Allí le había dicho te quiero, allí
se habían jurado amor eterno. Decidí que debía volver a casa y que debía
perdonarlo, porque, sin saberlo, me había pasado los últimos trece años
odiándolo por algo de lo cual no era culpable. Él había decidido mantener
calientes las cenizas del amor que sirvió de base para fundar un hogar para que
nuestras almas nunca sintieran el frío de la soledad. Yo me había negado a
entenderlo. Me había negado a pensar que ese amor, en apariencia extinto, podía
ser germen de felicidad.
Por suerte, siempre alguien está para darte un cachetazo y
hacerte entender. Mi Buenos Aires querido, cómo te lo puedo agradecer.
4. LOS MÁRTIRES MUEREN DE PIE
Después de una larga charla con mi viejo decidí buscar el
alma de mi ciudad. No me pregunten por qué, ya que no sabría darles una respuesta.
Lo cierto es que al día siguiente decidí salir con mi libreta de apuntes a
recorrer Buenos Aires en busca de historias que pudieran llenar el vacío que
habitaba entre los renglones de mis páginas.
El azar me llevó al viejo barrio del Abasto, el mismo que
había escuchado cantar a las mejores voces del tango. Allí recorrí senderos
nuevos para mis ojos, me encontré con rostros distintos y, sin darme cuenta, me
encontré visitando una ciudad distinta, aunque era la misma.
En la esquina de Gardel y Jean Jaurés me crucé con un viejo
ciego que esperaba sentado en una banqueta vieja a que su sombrero se llenara
de las limosnas que necesitaba para sobrevivir un día más. Saqué de mi bolsillo
un solitario billete de a cinco y se lo coloqué en la mano. Él agradeció con su
sonrisa a medio construir y soltó una bendición extraña. “No me bendiga, mejor
cuénteme una historia de éstas calles” le dije en voz baja, y el viejo tosió
para adentro para encontrarse con las palabras.
–Supongo que como es muy joven nunca escuchó hablar de
Pascual Vidal –comenzó a decir –, yo era muy chico en aquel entonces y él ya
era leyenda.
– ¿Quién fue?
–Un anarquista, el anarquista, el único político que
prometió y cumplió.
Pascual había nacido durante la revolución del 80, en una
oscura casa del barrio de Balvanera. Su madre murió en el parto en el mismo
momento que su padre fallecía en una barricada defendiendo la autonomía de la
ciudad. Creció en un orfanato de monjas, a las que, muy pronto, aprendió a
odiar. Al cumplir los quince se escapó y comenzó a trabajar por la comida y por
una cama caliente durante las noches descargando cajones de fruta para un tano
que tenía una verdulería en la esquina de Sánchez de Bustamante y Humahuaca.
Trabajaba de sol a sol y poco tiempo le quedaba para otras cosas. Un día de
1907 escuchó en la esquina de Pueyrredón y Corrientes la voz de Asunción
Menéndez, esposa del Corcho Menéndez, que pregonaba por los derechos de los
obreros que eran explotados con jornadas interminables y pagas miserables. Esa
noche fue a una reunión de los anarquistas y, de inmediato, comulgó con sus
ideas.
–Todos los jueves se reunían para discutir planes de acción
destinados a reunir más adeptos y fondos para comprar armas para hacer la
revolución. Después de dos años de estas reuniones, Pascual decidió que era
hora de actuar.
Con la ayuda de tres de sus camaradas decidió atacar una
patrulla de la policía para requisarles las armas. Dos revólveres y algunas
balas fueron el pobre botín conseguido, insuficiente para enfrentar a las hordas
de vigilantes armados con fusiles que salieron a barrer el barrio para
encontrar a la banda de asesinos de policías. Pascual salió a la calle con su
premio y prometió enfrentar hasta la muerte a la opresión encarnada en aquellos
hombres vestidos de azul que atropellaban sin miramientos a cualquiera que
tuviera cara de culpable. “Y si he de morir” dijo”, moriré de pie.”
El viejo hizo silencio durante un largo momento, como
tratando de encontrar las energías para seguir con el relato.
–Pascualito era un buen tipo, la había pasado mal de pibe y
ahora quería ajustar cuentas con el destino. Salió de su escondite con las dos
armas que había robado y se enfrentó a nueve policías que se formaron como un
pelotón de fusilamiento para ejecutarlo. Eso fue acá, en esta cuadra. Acá
estaban los polis, y allá, a mitad de cuadra, se plantó él con los dos caños en
la mano y comenzó a disparar.
El problema fue que Pascual no tenía idea de cómo usar un
arma y sus disparos se perdieron en la nada. En cambio, los nueve ejecutores
fueron certeros en las ocasiones que descargaron el cañón de sus Mauser. Sin
embargo, Pascualito no caía. Siguió disparando aún cuando los cartuchos de los
dos tambores habían sido gastados. Con sus ojos abiertos los miraba y
gatillaba, esperando el momento en que su corazón dejara de latir. Los
policías, aterrados, soltaron sus armas y se largaron a correr por Jean Jaurés
hacia Córdoba. La gente, gente de esta cuadra, salió a la calle a recogerlas y
a asistir al héroe de la tarde.
–Pero Pascualito no respiraba. Su cuerpo permanecía de pie,
inmóvil, con los brazos levantados y las armas en sus puños. Estuvo así toda la
tarde y toda la noche, hasta que la propia Asunción Menéndez llegó a comprobar
lo que había ocurrido.
“Hoy los anarquistas hemos aprendido una lección” dijo ella
“. Hoy nos han mostrado el cómo. Dejemos de hablar del por qué y pongámonos en
acción por una Argentina libre.”
– ¿Tenés un pucho pibe? –me preguntó de pronto el viejo.
–Disculple, pero no fumo, jefe.
–Qué cagada. A Pascualito lo enterraron en secreto en los
terrenos donde hoy está el shopping. Lo enterraron de pie, como murió. Dicen
que cuando construyeron el edificio, allá por el año 30, un obrero se encontró
con sus huesos. Parece que la calavera los miró feo y no se animó a sacarlo.
Así que ahí está, enterrado en el corazón de su barrio.
Le agradecí la historia y seguí camino. Había algo en ella
que me atraía, pero en general no me cerraba. Un político que cumple... Seguro
que el viejo estaba tomado.
5. LA PUERTA
Esa noche no podía dormir. Había cenado pesado, un guiso de
esos que se arman con las sobras de la semana anterior y que se sazonan con
varias copas de vino tinto rebajadas con soda de sifón, un postre vigilante de
tres colores, con buen queso Mar del Plata, batata con cerezas y membrillo bien
duro, de los buenos. Me preparé un té de boldo para ayudar a las tripas a
procesar todo aquél menjunje, pero lo único que logró fue provocarme un hipo
con perfume a ajos que me hacía inmune a las mordidas de los vampiros. Entonces
me puse el gabán y la bufanda y pegué la calle otra vez para perseguir una idea
que había comenzado a circular en mi cabeza mientras revolvía sin parar la
horrible infusión.
“Si Claribel era un ángel” pensaba “, seguramente la ciudad
tendrá sus demonios.”
Para estas búsquedas insensatas no hay brújula más adecuada
que los mandatos del corazón. El problema era que, en esos momentos, el pobre
estaba agobiado por el peso del estofado y no podía pronunciar palabra, así que
me subí al primer colectivo que pasó por Avenida San Martín y terminé caminando
por las calles del centro de la ciudad.
En una esquina rara, las cinco esquinas de Libertad, Juncal
y Quintana, me encontré con un tanguero de otra época. Sombrero de ala caída,
traje negro a rayas, pañuelo atado en el cuello y un cigarrillo en la boca. Me
puse en la parada del colectivo 67 simulando esperarlo y lo observe de lejos.
Curioso era aquel pitillo interminable, que pese a enrojecerse su brasa a cada
instante parecía no consumirse. Cerré los ojos para tomar el coraje necesario
para encararlo, pero cuando los abrí descubrí que sólo medio paso nos separaba.
–Lo que Usted busca –me dijo sin que le pregunte nada –, lo
encontrará en la intersección de Tres Sargentos y Reconquista en el momento en
que la luz le quita su dominio a las sombras.
De inmediato, eché un vistazo al reloj y advertí que el alba
se presentaría en menos de una hora. Quise agradecerle, pero ya no estaba allí.
Así que apuré el paso por Juncal para llegar a tiempo al punto designado. Plaza
San Martín, Florida, Paraguay, Reconquista, Tres Sargentos. Llegué montado en
el viento, aún durante el reinado de las sombras, mientras el rumor del sol
agitándose sobre el río. Esperé con paciencia durante varios minutos hasta que
el aire comenzó a cambiar. Allí fue que advertí que en una pared de piedra se
abría una puerta negra de la cual emergió un hombre peinado a la gomina
enfundado en un traje gris que escondía su mirada detrás de un par de anteojos
negros.
– ¿Lo conozco? –preguntó con tintes agresivos.
–No lo creo. De lo que estoy seguro es que yo a Usted no lo
conozco –mentí. Más de una vez lo había visto en los noticieros atendiendo a
los periodistas desde la sala de prensa de un Ministerio.
– ¿Va a entrar?
–Todo depende.
–Si quiere entrar le quedan unos segundos nada más.
– ¿Adónde lleva?
–Pensé que lo sabía.
–Creo saberlo, pero quiero estar seguro.
El fulano dibujó una sonrisa macabra. –No lo dude, esa es la
puerta del Infierno. Pase, será bienvenido.
Tragué saliva y di un paso atrás. Las luces del día
comenzaron a fortalecerse y la puerta comenzó a desdibujarse. No lo pensé, son
cosas que no se piensan. De otro modo, no se hacen. Cerré los ojos, salté hacia
el umbral y la puerta se cerró a mis espaldas.
6. ENEMIGO MIO
Al cerrarse la puerta me encontré rodeado por la más
absoluta oscuridad. A tientas, intenté avanzar, pero la consistencia pegajosa
del aire me impedía moverme con libertad. Tanto esfuerzo me dejó muy pronto
agotado, por lo que me dejé caer al suelo para tratar de recobrar la energía que
parecía que el lugar me arrebataba succionándola por mis poros. En algún punto
creo que me quedé dormido. No puedo asegurarlo, pero cuando abrí los ojos ya
podía distinguir algunas formas entre las sombras.
En un rincón –si es que en aquel espacio existen los
rincones –, podía ver a un hombre abrazado a un tubo de ginebra. Era una de
esas antiguas botellas cilíndricas con una terminación en forma de cúpula en la
zona del pico y que necesitan de un corcho ancho para ser tapadas. En la mano
tenía una jarra metálica, con mango al costado. Se servía dosis generosas de un
alcohol que parecía no acabarse nunca, de las que daba cuenta ni bien servidas,
y lloraba desconsolado. Pude advertir que no se trataba de un hombre de nuestra
época. Vestía una levita de grueso paño negro y a su lado, junto a sus pies,
yacía un sobrero de copa. Me miró por un instante con ojos vacíos de todo
sentimiento y continuó con su ritual de servir y vaciar la copa. Quién sabe por
qué motivo no atacaba el pico de la botella directamente, capaz que esa espera
era parte de su castigo eterno.
De pronto, me di cuenta que estaba sentado en una silla de
madera oscura frente a una mesa redonda de tablas mal clavadas. Una mujer
vestida con un delicado y diminuto vestido de terciopelo rojo se acercó con
intenciones de venderme sus servicios. La miré dos veces antes de decirle nada.
Sus piernas eran largas y estaban enfundadas en finas medias de red negras que
se enganchaban en un portaligas de encaje que apenas asomaba por la parte
inferior de la falda. Su cuerpo crecía sobre ellas en la más absoluta armonía
de formas, pero su rostro permanecía oculto bajo un extraño velo que parecía
estar formado por algo similar a una densa neblina invernal. Le hice una seña
para hacerle entender que no tenía interés en lo que tenía para ofrecerme y se
dio vuelta para marcharse. Entonces, pude ver las extrañas espinas que crecían
en su espalda, como si fuera una rosa con espinas y todo.
–Qué hace aquí –preguntó de pronto una voz poco amable. Del
otro lado de la mesa se había sentado un hombre de traje color canela y
sombrero de paja que me miraba con su único ojo sano. Una horrenda cicatriz
bajaba desde lo alto de su frente atravesando la cuenca vacía de su ojo derecho
para extinguirse a milímetros de la comisura de los labios.
–No lo sé exactamente –comencé a decir –, encontré un ángel
en Buenos Aires, supuse que debería haber un demonio.
–Demonios y ángeles hay en todas partes, no hay nada
extraordinario en su hallazgo.
–El ángel era mi hermana.
– ¿Busca su antípoda?
–Quizá.
– ¿El suyo o el de su hermana?
– ¿El mío?
– ¿Por qué se sorprende? Todo ser tiene su opuesto, su
enemigo, su Némesis.
–Nunca pensé en ello.
–A otro con mentiras. ¿Quiere verlo? Vaya hacia allá, hacia
esas cortinas negras. Descórralas y encontrará la verdad.
La verdad. Que miedo que mete esa palabra. ¿Realmente quiero
saberla? Al menos eso me pregunté en ese instante. Todos en el lugar giraron
sus cabezas hacia mí mientras avanzaba sin prisa hacia el cortinado. La presión
de miles de ojos en mi nuca me hizo temblar. Tomé la cuerda y tiré de ella con
un golpe seco y fuerte, la tela se corrió y un espejo quedó al descubierto. – ¿Qué
es esto?
–En ese espejo verás el rostro de tu peor enemigo –dijo la
voz mientras se alejaba. Me acerqué con cautela y descubrí una superficie opaca
sin lustre ni brillo. Parecía más un trozo de obsidiana poco apto para capturar
reflejos. Sin embargo, al acercarme más pude percibir ciertas imágenes que me
provocaron una gran amargura. Deformado por los años, con las huellas propias
de una vida derrotada por los agobios que provocan las penas mal purgadas, el
rostro de mi enemigo me resultaba demasiado familiar.
“Mi vida está condenada al fracaso” pensé “si mi peor
enemigo soy yo mismo.”
Enterré el rostro entre mis manos para que nadie se diera
cuenta de las lágrimas que la revelación me había arrancado. Ahogué los
sollozos, contuve la respiración y deseé morir. Pero es imposible morir en el
infierno.
Entonces, una canción comenzó a escucharse. Venía desde
lejos, y un impulso me llevó a perseguirla. Allí estaba la puerta que antes
había traspasado; allí también estaba el demonio que vigilaba la entrada. No me
impidió la salida, quizá no tenía aún derecho sobre mi alma. Traspasé el umbral
y respiré otra vez. Amanecía en aquél rincón de Buenos Aires y yo tenía la
esperanza de que todo pudiera cambiar.
7. NO LLORES, BUENOS AIRES
Caminé por Reconquista hasta Córdoba, subí hasta Florida y
recorrí la peatonal vacía, sumido en mis pensamientos. A cada paso, contaba las
manchas en el suelo, calculaba la distancia entre las baldosas, buscaba códigos
extraños donde no había nada. El viento arremolinaba papeles, levantaba basuras
y sacudía bolsas vacías de celofán. Las nubes se agolpaban y las primeras gotas
se dejaron sentir. Miré el cielo como un acto reflejo y se me cruzó la letra de
una vieja canción de los Everly Brothers que el trío noruego A–ha rescatara
veinte años después.
“Lloraré bajo la lluvia”.
No estaba mal la idea.
Me arrojé dentro de la estación Florida del subte B y
recorrí sus pasillos desiertos para llegar hasta el andén. Esperé apoyado
contra una columna a que llegara la formación que me dejaría en Chacarita, con
el deseo de sostener un pucho entre los dedos. Hace años que no fumo, sin
embargo, esa necesidad de sostener el caño, jugar con el filtro, tenerlo
colgado del labio, pitando de a ratos para matar el tiempo, se me hacía urgente.
Ahí me acordé de una vieja película en blanco y negro que había visto muchos
años atrás cuando TELEFE era canal 11 y cuando el cine nacional aún tenía un
espacio en la tele. Recuerdo que el presentador era Gogo Safigueroa, ya
fallecido, y que era una película de los cincuenta. Los automóviles negros,
enormes, un tango y el humo del cigarrillo. Creo que ese era el título del film.
Humo de cigarrillo. Alguna vez la busqué en Google y no la encontré.
El inconfundible chirrido de los frenos llegó a la estación
antes, incluso, que las luces del vagón que encabezaba la caravana. Se detuvo
suavemente y abrió sus puertas para dejarme entrar. De un rápido vistazo pude
ver a los que serían mis acompañantes durante los siguientes minutos. Un ciruja,
abrazado al cartón de vino barato; un par de laburantes, aún con sus uniformes
de vigilador puesto, que habían recibido su relevo; una dama de la noche con
ojeras inmensas y un pibe escapado de otra película. Me senté en diagonal a la
mujer, tratando de no mirarla. Se notaba que el cansancio que cargaba no era de
una noche sino de toda una vida. No tendría más de treinta y, no obstante,
parecía que su reloj adelantaba unos veinte años.
En cada una de sus detenciones las puertas se abrían para
dar la posibilidad a los pasajeros de subir o bajar del vagón, pero la mayor
parte de estas chances eran totalmente desaprovechadas. La mujer se bajó en
Malabia y en Dorrego me levanté para quitarle un peso a mis piernas. El ciruja
roncaba, el pibe jugaba con su celular, los vigiladores conversaban en
silencio. Éstos últimos bajaron conmigo en Lacroze y caminaron en dirección a
la estación de tren para continuar el largo viaje que terminaría en sus camas.
Yo salí a mojarme en la lluvia que caía con ganas. Hacía un frío terrible, pero
mi gabán era impermeable, así que avancé hacia los arcos de piedra que marcaban
la entrada al cementerio con valor.
El Cementerio de la Chacarita es una necrópolis gigantesca
donde miles y miles de porteños se encuentran disfrutando de su último
descanso. Hileras interminables de cruces, monumentos funerarios, bóvedas
familiares y los nichos, aquellas monumentales cajoneras subterráneas que
organizan en prolijas filas y columnas el pequeño espacio de adoración que les
queda a los vivos para visitar la memoria de los suyos. En una ocasión, cuando
la abuela de una ex novia falleció, mi ex me dijo que quería ser cremada y que
sus cenizas fueran esparcidas al viento en algún lugar alto.
–Así –dijo con una falsa melancolía en su voz –, quién
quiera estar cerca de mi recuerdo, sólo deberá ponerse de cara al viento –. Sus
palabras no me llegaron entonces, pero allí, mientras caminaba bajo la lluvia
por el sembradío de cruces, habían adquirido sentido.
Tardé cerca de una hora en encontrar la tumba de mi madre.
Hacía mucho que no la visitaba y en un paisaje tan parejo es difícil mantener
puntos de referencia. Me senté junto a la cruz y acaricié el retrato gastado
que la identificaba. Le hablé durante una hora y media, contándole las cosas
que hubiera querido contarle de no haberse ido, preguntándole las cosas que
hubiera querido preguntarle si aún estuviera conmigo. Entonces estuve listo
para matar a esa bestia interior que durante tanto tiempo se alimentó de mi
alma. Lloré mucho, por qué negarlo. Lloré más de lo que se puede llorar en toda
una vida. Y después me quedé en silencio junto a ella. Entonces noté que el
suelo se ponía blanco. Levanté la cabeza para ver que la lluvia se había
endurecido y que los copos de nieve llenaban el aire. Sin darme cuenta, empecé
a sonreír. Me levanté del suelo y me limpié la cara con un pañuelo. Entonces
escuché a alguien suspirarme al oído.
–Todo va a estar bien –decía mientras una mano cálida recorría
mi rostro. Era ella, que había regresado para despedirse. Sus alas enormes
estaban abiertas y se agitaban lentamente para mantenerla flotando.
–Claribel... –dije lleno de incredulidad.
– ¿Todavía pensás que no existí?
– ¿Cómo está mamá?
–Feliz. ¿Y vos?
Lo pensé un segundo. –Creo que también –respondí, y ella me
regaló una última mirada antes de desvanecerse entre un manto de niebla. En el
suelo encontré un copo de nieve que se había petrificado para siempre. Cada vez
que lo veo me encuentro con esa sonrisa otra vez.
No sé como terminar esta historia. No quiero caer en los
lugares comunes, como decir que me fui caminado entre la nieve con una melodía
entre los labios. Lo cierto es que en las calles de Buenos Aires encontré los
pedazos de una foto rota que el viento había dispersado.
No llores, Buenos Aires, que nosotros lloraremos por vos.
Qué mierda. Mejor me quedo callado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario