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sábado, 1 de marzo de 2014

LAS VOCES DEL SILENCIO. Por Juan Brian Doyle

1.
El silencio llegó de manera inesperada.
Aquella noche me encontraba caminando por el borde de Parque Saavedra para aprovechar un poco de la fresca brisa que se dignó a visitar Buenos Aires después de tres días de calor infernal. No había sido una decisión original. Sobre el césped, familias enteras se tomaban un respiro mientras, sobre una lona o un mantel, desplegaban termos, botellas con agua, jugo o bebidas carbonadas, sándwiches de milanesa, de jamón y queso, salame y queso, mortadela y queso o de salchichón primavera y fiambrín en pan francés, lacteado, figaza, de centeno, de salvado o con semillas. Cada uno con su gusto y variedad. También estaban las parejitas que tomaban helado comprado en la heladería nueva de Pinto y García del Río, o los que sólo disfrutaban del aire fresco. Algunos lo hacían tirados sobre la hierba, sin preocuparse por las hormigas, los mosquitos o los bichos colorados. Algunos aprovechaban el regazo de su pareja para usarlo de almohada, otros se enredaban en juegos amorosos, indiferentes de los que estaban tan indiferentes a ellos a su alrededor.
Pese a que la doceava campanada estaba pronta a tocar, podía escucharse entre las copas de los árboles el trino de cientos de aves que, quizá, también festejaban la llegada del aire fresco. Palomas, mirlos, zorzales, gorriones y verdes cotorras chillonas se disputaban el aire. Por su parte los lapachos, jacarandás, eucaliptos, tipas, pinos, palmeras, moreras, ceibos, aromos y sauces habían organizado un concurso de danza de hojas en el que no parecía haber un seguro ganador. En el cielo, las estrellas hacían de jurado con la conducción de una luna que se había puesto sus galas de plenilunio. Las nubes parecían ser las únicas que no habían sido invitadas a la reunión espontánea que se estaba llevando a cabo en cada parque y espacio verde de Buenos Aires.
Ya había dado dos vueltas por el sendero exterior cuando la sed me hizo acercarme a un hombre que se paseaba con una heladerita de plástico colgada del hombro con una correa dando aviso a voces de las ofertas del día.
– ¿Qué le queda? –le pregunté.
–Gaseosas queda algo, tengo agua mineral y de las aguas saborizadas me quedan de pera y de mandarina.
– ¿Mandarina? No sabía que hacían de ese sabor. ¿Cuánto?
–Diez pesitos.
Saqué el billete de a diez y se lo entregué. El hombre sacó una botella de plástico de 600 ml y me la entregó. La abrí y me apuré un buen trago.
–Rica –dije después de tomar aire.
–La verdá –dijo el hombre –no la probé. Odio las mandarinas. De chico teníamos un árbol y me hacían comer mandarina para todo. “¿Qué hay de postre?” preguntaba yo y mi vieja respondía “mandarina”. No las puedo ni ver.
–A mi me pasa lo mismo con la manzana –le dije –, aunque nunca tuve un manzano en casa. Pero mi viejo era de Río Negro y amaba las manzanas. Ni la sidra me banco.
–Ahhh, si hicieran un licor con las mandarinas…
–Lo hacen. Es parecido al lemoncello.
– ¿En serio? No sabía. 
–Sí, hay lemoncello, narancello, uno de pomelo y otro de mandarina. Pero a esos les dicen licor de pomelo y de mandarina, porque en mandarincello y el pomelcello no son nombres muy marquetineros.
–Qué lo parió –dijo mientras se colgaba la heladera al hombro nuevamente. Sin despedirse, retomó su marcha al grito de “gaseosa fresca, bebidas” y yo aproveché para tomarme otro trago que dejó medio llena mi botella de agua saborizada.
Me interné en el parque y busqué un lugar tranquilo donde sentarme. Si hubiera sido de día, hubiera tenido que esquivar a los grupos de futboleros que jugaban en sus canchas imaginarias con arcos marcados por bolsos o remeras, hubiera tenido que huir del rayo del sol y refugiarme bajo la sombra de alguno de los árboles frondosos que allí moran, pero siendo la última hora del día, no había energúmenos persiguiendo pelotas ni rayos de sol salvajes de los cuales huir, así que me puse en un parche de hierba verde en el que abundaban los tréboles.
Con las nalgas en el suelo y las rodillas levantadas, observé a la gente a mí alrededor. Había dos mujeres con tres críos que hablaban a los gritos. No discutían ni peleaban, pero gritaban. Una parecía ser la madre de la otra y las dos parecían haber nacido con un megáfono en la garganta. Los tres críos, que tendrían entre ocho y doce años, corrían de un lado al otro sin alejarse de ellas más de quince pasos. Rodaban por el pasto y se reían, y las dos mujeres encontraban oportuno reprenderlos a todo momento por divertirse.
Giré la cabeza al otro lado y pude ver a una mujer con un perro. Era un bicho hermoso, con pelaje oscuro y con unos ojos intensos. Su propietaria tenía cabello castaño rojizo muy corto, casi afeitado a los costados. Tenía un piercing en la ceja y fumaba mucho. Cuando ella me notó, bebí un sorbo de mi bebida. Ella volvió a su cigarrillo y decidió ignorarme. Aproveché ese momento en que ella miraba hacia el otro lado para concentrarme en su físico. Vientre plano, pechos pequeños, piernas largas y bien marcadas por el gimnasio. Sus brazos eran delgados y largos, pero no esqueléticos. Me llevé la botella a la boca y decidí enfocar la vista hacia otro lado. Seguramente no tendría oportunidad con ella.
Un perro labrador dorado pasó corriendo a mi lado y me sobresaltó. Volví la vista hacia la mujer del perro y vi que se reía. Era ahora o nunca. Me levanté, sacudí el pasto de mis nalgas y me acerqué a ella. Ella no corrió la cara esta vez. No más de siete pasos nos separaban, un espacio demasiado corto para pensar en algo inteligente que decir. Cuando llegué a su lado, me limité a señalar el pasto a su lado y preguntar:
– ¿Puedo?
–Si no te asusta mi perro… –respondió ella.
–En general no me asustan los perros, ese me tomó por sorpresa.
–A tu riesgo, entonces, no respondo por Goliat.
Goliat era un Terranova hermoso, con su pelaje negro brillante y unas fauces capaces de quebrar un fémur con un mordisco. Antes de sentarme, el can giró la cabeza para registrarme y, de cierto modo, me sentí intimidado. Sin embargo, la actitud de la dueña me decía que no corría peligro así que me senté.
– ¿Qué tomás? –me preguntó al ver mi botella.
–Agua saborizada de mandarina.
– ¿En serio? No sabía que hacían de mandarina.
–Yo tampoco, la acabo de probar.
– ¿Y qué tal es?
Qué hacer, responder la pregunta u ofrecerle la botella para que juzgue por sí misma. Un dilema que podía significar mi continuidad en el partido que comenzaba a jugarse.
–A mí me gustó, ¿querés probar?
Le tendí la botella y esperé. Ella no titubeó. Extendió su mano, agarró la botella y se la llevó a los labios. Uno, dos, tres segundos duró el sorbo, el que tomó con la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al desnudo un perfil magnífico de su rostro. Sólo unas facciones como esas podían llevar bien una cabeza medio afeitada. Rostro con forma de diamante, con pómulos altos y una nariz delgada y recta. Sus ojos eran de un color amatista muy llamativo.
–Rica –dijo a la vez que me regresaba la botella –, gracias.
–De nada. Soy Darío.
–Matilde y, como ya dije, este es Goliat.
El sabueso giró la cabeza nuevamente y tras jadear un instante, volvió su atención al frente.
–Un gusto.
Como seguir. Hacer un comentario obvio sobre el clima, decir algo sobre su perro, tirarle un piropo o comienzo un interrogatorio. O, alternativa nunca usada, no digo nada y espero a que ella me dé un indicio respecto de cómo quiero seguir, arriesgándome a quedar como un boludo. 
–Es un Terranova, ¿no?
Ella se sorprendió. –Sí, muy bien. Se ve que sabés de perros.
–Un poco. Soy veterinario.
– ¿En serio?
–Sí, pero no ejerzo, Al menos, no de la manera convencional. Si bien soy veterinario, me especialicé en patología. Eso hago, soy patólogo.
– ¿Y qué hace un patólogo?
–Básicamente estudio las muestras de tejido que me envían otros veterinarios y las analizo para ayudar a determinar que patología las afecta.
–Wow. Así que sos un bicho de laboratorio.
–Más o menos. Sí.
– ¿Y eso te gusta?
–Sí, prefiero eso a ser el médico de los animales. Poco antes de terminar la carrera se me murió mi perro y no pude soportarlo. Pensé que tratar con perritos que se pueden morir iba a ser demasiado doloroso, así que opté por mi especialización. Las muestras de tejido no te hacen ojitos cuando se sienten mal.
–Este estuvo enfermo hace unos meses. No puedo explicar cuánto me angustié.
Se hizo un silencio. Entre nosotros, porque las dos mujeres seguían gritando y las aves seguían trinando. Pero ese silencio fue lo que necesitaba para salirme del tema y preguntar.
– ¿Y vos? ¿Qué haces?
–Estudio. Y trabajo.
– ¿Se puede saber qué?
– ¿Qué estudio o de qué trabajo?
–Qué estudias. La otra pregunta la dejamos para después.
–Estudio diseño gráfico y trabajo en una imprenta.
– ¿En una imprenta? ¿De las que hacen papelería comercial, participaciones y todo eso?
–De las que hacen cajas para tintura de cabello, cajas de arroz, cajas de cereales, de sobrecitos para hacer jugos. Los sobrecitos de los jugos. De ese tipo de imprenta.
–Mirá que bien. ¿Y etiquetas para botellas?
–No las de esa marca.
–Pero sí otras.
–Sí, hacemos para una embotelladora de México.
– ¿Te gusta el cine?
Se sorprendió con la pregunta. –Sí, claro, me gusta ir al cine.
–Me gustaría invitarte a ver una película uno de estos días. Vos elegís el título, yo veo cualquier cosa.
– ¿Cualquier cosa?
–Sí, amo el cine y veo todo lo que puedo. Comedias románticas, dramas, pelis de tiros, de vampiros. Vi las cuatro de Crepúsculo y vi las cinco de Duro de Matar. Hasta las películas iraníes he ido a ver.
–Un fanático.
–No, fanático no.
–Sí, me gustaría ir al cine con vos.
Entonces, se hizo un silencio grave entre nosotros. Pero no éramos sólo nosotros. Las dos mujeres no gritaban, los árboles no susurraban y las aves no trinaban. Todos en el parque se quedaron inmóviles. Personas, perros, aves, insectos. Hasta el aire se detuvo. Entonces, el cielo se encendió con un relámpago y todo volvió a la normalidad. Fue como si alguien hubiera apretado el botón de pausa en nuestras vidas.
Goliat se levantó y comenzó a moverse inquieto. Matilde me miró a los ojos. Estaba asustada. Se puso de pie y miró al cielo. Yo hice lo propio. Goliat comenzó a ladrar. Entonces me encontré con los ojos de Matilde nuevamente y, desconcertada, ella preguntó.
– ¿Qué pasó?
2.
¿Qué pasó? La pregunta que Matilde escupió con miedo resonaba en mi cabeza. Ese silencio. Esa inmovilidad involuntaria. Esa explosión de luz. Me hubiera gustado preguntar primero, así no hubiera estado obligado a darle una respuesta.
–No sé. Fue raro, ¿no?
–Sí…
Observamos a la gente a nuestro alrededor. Allí estaban las dos mujeres con los tres críos. Sus conversación a gritos parecía no haberse interesado en los eventos de hace unos instantes. Los chicos parecían más interesados en correr y revolcarse sin preocuparse por las amenazas de las dos mujeres que en el relámpago que había vuelto día la noche por un segundo. Los perros corrían, los ciclistas rodaban sobre sus bicicletas y las familias comían sus sándwiches bajo la luz de la luna.
– ¿Somos los únicos que nos dimos cuenta? –pregunté de pronto, apurado por no tener que admitir mi ignorancia una vez más.
–No sé… Aunque parece que nadie más…
–Sí…
–Mierda.
Volvimos a sentarnos. Goliat se fue sobre su dueña, buscando refugio entre los brazos de Matilde. Estaba nervioso, asustado. No me atreví a tocarlo, aunque estaba seguro de que el perro no rechazaría mis caricias.
–Mejor me lo llevo a casa –dijo Matilde.
–Te acompaño. Si querés…
Me dedicó una sonrisa tibia. –Sí, quiero.
–Lástima que no estabas frente al altar.
Se rió. Chiste arriesgado el mío. Todos saben que los chistes disfrazan una verdad escondida. No era la primera vez que lo hacía, aunque sí era la primera vez que daba resultado.
Caminamos hacia el suroeste, hacia la esquina de Roque Pérez y García del Río, sin apuro, ya que no queríamos llamar la atención. Aunque nada que hiciéramos podría alterar las mentes de los que nos rodeaban. Todos parecían sumergidos en un estado de indiferencia a lo que los rodeaba que a mí me resultaba inexplicable. Yo siempre estoy atento a todo. Al hombre que va trotando por el borde del parque y a la mujer que duerme sobre la reposera detrás de sus lentes oscuros. A los adolescentes que comparten los auriculares de un mismo MP3 y a la señora que se queja con su marido de que los calores de Buenos Aires ya no son como los de antes.
Lo que nos sorprendía más era que, en las conversaciones que escuchábamos al pasar, nadie mencionaba ese silencio que nos había capturado ni ese resplandor que había llenado el cielo por un instante.
Al detenernos sobre el cordón de la vereda en la intersección de García del Río con Roque Pérez pude ver a una pareja que abandonaba la mesa del café que funcionaba en la esquina de enfrente. Al no venir autos por la calle, me apuré a cruzarla y me coloqué junto a una de las sillas vacías para reclamarla como propia. Entonces busqué la mirada de Matilde y la invité a sentarse.
–Es tarde…
–Mañana es feriado.
–Es cierto.
–Necesito que te sientes y tomes algo conmigo.
– ¿Necesito?
–Te juro que no te voy a pedir que me limpies mi cabeza.
– ¿Ni que cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo?
–Lo juro.
–Porque no puedo cocinar guisos, a lo sumo te hago un postre vigilante y si querés una torre de caramelo, tendrás que conformarte con un montoncito de sugus.
–Si dejás afuera los de menta, vamos con los sugus.
Con una sonrisa hermosa en los labios, Matilde ocupó su silla con una elegancia que me dejó incapacitado por unos segundos para ejercer cualquier función vital. Corazón detenido, pulmones vacíos, solo la inercia hacía que mi sangre circulara por los canales convencionales. Antes de perder el conocimiento, tanto pulmones como corazón acataron la conciliación obligatoria dispuesta por el sistema nervioso central, que a esas alturas estaba perdiendo la calma, y retornaron a sus tareas habituales.
– ¿No te sentás?
–Sí, sí. Sólo estaba viendo dónde se ponía Goliat.
El Terranova me lanzó una promesa de dolor con su mirada y se echó junto a los pies de su dueña. Entonces ocupé la silla vacía a mi lado y comencé a pensar en cómo manejar la situación.
Durante los últimos nueve años había estado en pareja con una mujer que me había abandonado por las promesas de amor y fortuna que su jefe, un alto directivo de la aseguradora en la que trabajaban ambos, le había hecho. Ella era una secretaria que soñaba con codearse con lo mejor de la sociedad. Algo que nunca queda demasiado claro dónde está. Según el criterio aplicado, puede variar de manera abismal el puesto que a uno le otorgan en el ranking social.
Nunca voy a ser rico. Lo sé. Un patólogo veterinario no va a ganar el Premio Nobel, ni desarrollará ningún producto revolucionario que lo convierta en un capitán de la industria. Tampoco voy a ganarme la Lotería. No por mi mala suerte, sino porque nunca juego. Tampoco quiero ser rico. Gano bien, vivo bien y no me interesa tener más.
Yo creí que mi ex era como yo, pero el desarrollo de los hechos me llevó a deducir que había ciertas necesidades insatisfechas en ella que sólo alguien con mayores ingresos –y cuando digo mayor, me refiero a la diferencia entre un neonato y un geronte –podía satisfacer.
La cuestión es que, durante los últimos nueve años, mis armas de seducción habían estado guardadas en un viejo galpón que tenía goteras por todos lados. Cuando fui a buscarlas, descubrí que estaban arruinadas por la humedad y el desuso. Por eso, tenía miedo. Miedo a meter la pata, a decir algo inoportuno, a espantar a Matilde para siempre.
Aunque en el fondo, estaba seguro de que ella no era de las que se espantan con cualquier cosa.
Sentados en un bar después de menos de media hora de conocernos, no sabía bien cómo actuar. No sabía nada de ella. Ni sus gustos –salvo que le gustaban los perros y el agua mineral con sabor a mandarina –ni sus costumbres me eran familiares. Entonces, lo mejor era dejar que ella me guiara por ese gran parque temático que era ella. Su vida, sus gustos, sus sueños y anhelos. Un parque al que, en ese momento, estaba dispuesto a entregar hasta mi vida para que me dejen entrar.
La mesera se acercó a nosotros con cara de cansancio y con una carpetita de plástico que hacía las veces de carta. Amagó con dejarla e irse, algo que no debe permitirse nunca, pero yo la atajé antes de que pudiera darse vuelta.
–Yo quiero una cerveza –dije sin pensarlo –, ¿vos?
Matilde pensó dos segundos y dijo. –Trae una grande y dos vasos.
– ¿Alguna en especial?
Vi en una mesa contigua una de las marcas que vendían y opté por ella. La moza se retiró y yo me acomodé en la silla.
–Me estás llevando por el mal camino –dijo Matilde con mucha seriedad.
–Primero el alcohol, vaya a saber qué después.
–Tenemos clarísimo qué. Los hombres sólo quieren una cosa.
–A veces queremos dos.
Matilde se rió. –Sí, a dos llegan, pero si vas por el tercero ya empiezan a poner reparos.
–Los años no vienen solos.
– ¿Cuántos?
–Qué.
–Años.
–Como dirían en tiempos pasados, llevo 36 inviernos en mi haber.
–No primaveras.
–La primavera la sobrevive cualquiera. Lo complicado es el invierno.
–Así que no es una cuestión de gusto.
–No, más bien de supervivencia. ¿Y vos?
–Yo no sobrevivo, vivo.
–Ah, que profundo. ¿Y hace cuánto?
–A una dama no se le pregunta.
–Perdóneme el atrevimiento, Mi Señora.
–Pero como yo no soy una dama, te lo puedo decir.
Ella hizo la pausa. Estoy seguro que esperaba algún comentario de mi parte antes de que ella soltara prenda, pero antes llegó la camarera con la botella de cerveza y dos copas enfriadas. Esta apoyó las copas sobre la superficie de madera de la mesa, destapó la botella y sirvió. Luego dejó la botella sobre la mesa y se fue.
–Podes decirlo, pero no vas a decirlo –dije al fin.
–Démosle al suspenso una oportunidad.
–De acuerdo –. Alcé mi vaso e hice el inequívoco gesto del brindis. Ella hizo lo propio con el suyo y los cristales chocaron por un segundo. La vibración en ambas copas nos transportó al silencio que habíamos vivido hacía unos instantes. Mis ojos quedaron nublados por el resplandor pasado.  
–Darío –de pronto escuché. Era Matilde. Se veía preocupada –. ¿Estás bien?
Es una pregunta a la que se le suele dar una respuesta apurada. Yo no estaba preparado para hacerlo. Me llevé mi copa a los labios y bebí la mitad de su contenido. Al apoyarla sobre la mesa me metí dentro de los ojos de Matilde, tan bellos y profundos, y pude serenarme.
– ¿Estás bien? –insistió ella. Lo mejor era ser honesto.
–No lo sé.
3
Después de pagar la cerveza acompañé a Matilde hasta su casa, un PH en la calle Jaramillo entre Roque Pérez y Melián. Caminamos despacio, sin decir mucho, precedidos por Goliat, que olisqueaba cada árbol, cada puerta, cada piedra levantada sobre la vereda.
A medida que nos acercábamos a destino, la tensión fue aumentando entre nosotros. A esa altura, ya intuía que un poco le gustaba. Nunca fui demasiado avispado para las cosas del corazón. Ni para las de la bragueta. La cautela que me caracterizaba había sido una adquisición necesaria después de una cadena de rebotes vergonzantes en mi juventud, cuando no había entendido que si una chica sólo me pregunta por uno de mis amigos, iba a ser difícil que quisiera bailar conmigo. Errores comunes de un adolescente caliente.
Esos errores te marcan para toda la vida.
Al llegar a pocos pasos de la puerta de la casa de Matilde, ella la señaló y, con timidez, dijo,
–Ahí vivo.
–Linda cuadra.
–Una cuadra de barrio. ¿Vos vivís cerca?
–No vivo lejos de aquí, Núñez entre Zapiola y Cramer.
– ¿En la cuadra del Colegio la Asunción?
–Justo enfrente. Aunque ya no se llama así.
–Mi papá fue a ese colegio, fue una pena que lo cerraran.
–Sí, siempre es una pena cuando una escuela se cierra.
–No te invito a pasar porque están mis viejos durmiendo. Tenemos un acuerdo…
–Me imagino.
Me acerqué a besarla. Fue un acercamiento incierto, sin apuntar a ningún lugar específico. Ella de inmediato decidió salir a buscarme con sus labios. Fue un beso pequeño, pero promisorio. Ella me despidió con una sonrisa. Y cuando cerró la puerta, me di cuenta que no le había pedido el teléfono. Sus padres dormían, no podía tocar el timbre. Me quedé mirando la puerta durante medio minuto hasta decidir que no había nada que hacer salvo devolverme a mi casa para pasar la noche. Di la vuelta y comencé a bajar por Jaramillo.  No había dado tres pasos que escuché la puerta que se abría.
–Darío.
Tratar de no poner cara de boludo en ciertas situaciones es imposible. Giré sobre mi eje y me encontré con los ojos de amatista de Matilde asomándose a la vereda.
–Sí.
Me tendió un papel. –Mi teléfono.
No terminó de decir “mi” que ya estaba quitándole el papel de la mano. –Ah, sí, que boludo, no te lo pedí.
–Mandame un mensajito así agendo el tuyo. Mañana, ahora me voy a dormir.
No pude reprimir el impulso y volví a besarla. Esta vez fue un beso sostenido, que incluyó una caricia sobre su rostro. Cuando me separé de ella estaba sin aire. –No iba a poder dormir sin eso.
–Yo no sé si voy a poder dormir ahora –dijo ella con tanta dulzura que pensé que me iba a convertir en la primera persona en morir por combustión espontanea –. No te olvides del mensajito, mañana.
La puerta se cerró y yo comencé a transpirar como una bestia. Prácticamente corrí hasta mi casa. Al llegar, lo primero que hice fue quitarme la ropa y darme una ducha fresca para quitarme el perfume que los litros de sudor vertido me habían regalado. Después busqué una lata de cerveza de la heladera y me fui al balcón a beberla. Allí estaba cuando pude ver, hacia el noreste, una nube que parecía albergar su tormenta eléctrica privada. La actividad lumínica era impresionante. Un poco asustado, me metí dentro del departamento y arrojé la lata vacía al tacho de basura.
En esa nube había algo más, pero en ese momento yo estaba demasiado cansado para tratar de averiguarlo.
4.
Al día siguiente me levanté tarde. No tenía que llegar al laboratorio hasta después del mediodía y había pasado una mala noche. Después de salir a correr un rato me duché, desayuné un café con leche con tostadas y una banana. Encendí la computadora y revisé mi cuenta de correo. Seis correos que me ofrecían ofertas turísticas, para comprar otro automóvil, para agrandar el tamaño de mi músculo más preciado y para conocer a la mujer de mis sueños. Ninguno de ellos resultó ser de interés. Había dos correos de clientes y otro de una universidad de Perú que me invitaba a participar de un simposio en Lima.
Después de borrar los correos no deseados y contestar los de mis clientes, escribí una poco inspirada nota de agradecimiento a la universidad que declinaba con cierta cortesía la invitación enviada. Poco satisfecho con mi capacidad literaria, me levanté del escritorio y encendí el televisor para enterarme de la temperatura y el pronóstico para el día. Al sintonizar el canal de noticias, pude ver a una cronista en un móvil que se había instalado en las inmediaciones del centro comercial DOT. Al pie de pantalla, con letras de considerable tamaño, el titular de la nota rezaba: “Edificio desaparece en Saavedra.”
–Así es Débora. Esta mañana, los trabajadores del edificio de la calle Arias al 3700 llegaron como cada lunes a trabajar para encontrarse que el edificio donde lo hacen había desaparecido. Como podés ver, la reja que lo rodea y las garitas están intactas, sólo falta el edificio. No se derrumbó, no fue demolido. Sólo desapareció.
– ¿Cómo por arte de magia? –preguntó la presentadora desde el estudio.
–O como si se hubiera abierto un portal entre dos mundos. Pude hablar con varios vecinos de la zona que cuentan que anoche, después de la medianoche, pudieron ver que el edificio quedó envuelto por una nube oscura en la cual se desarrollaba una actividad eléctrica que alarmó a muchos. Muchos decidieron refugiarse en sus casas, por miedo a que los fulminara un rayo. Otros decidieron alejarse. Lo cierto es que después de varias horas, la nube se disipó y, con ella, el edificio.
Cambié de canal. Y luego otra vez. Puse la CNN y luego un canal de Chile. En todos hablaban del edificio que se había esfumado. Apagué el televisor. Desde mi balcón había sido testigo de esa extraña actividad eléctrica. Nadie hablaba del silencio. Ni del resplandor que cruzó el cielo mientras estaba en la plaza. Claro, frente a la desaparición de semejante mole de concreto, acero y cristal, lo que habíamos experimentado con Matilde en Parque Saavedra no parecía algo relevante.
Matilde. Decidí llamarla. Ya pasaban las once, seguro que estaba despierta.
El teléfono repicó tres veces. Entonces escuché su voz. –¿Hola?
–Hola, soy Darío.
–Hola, pensé que me ibas a mandar un mensajito.
–Sí, pero me pareció que me resultaría más placentero escuchar tu voz.
–Siempre con un poco de miel en los labios vos.
–Así soy. ¿Viste el noticiero?
–No, no veo tele.
– ¿De verdad?
–De verdad, de hecho, no tenemos tele en casa.
–Bueno, cómo explicarte. Desapareció el edificio que está atrás del DOT.
–¿Cómo?
–Como lo oís. No está, se fue, se lo llevaron. No sé cómo pasó, pero ayer antes de irme a dormir vi una nube con mucha actividad eléctrica para ese lado. Parece ser que esa nube se tragó el edificio.
–Me estás jodiendo.
– ¿Te parece que es manera de conquistar a una dama? ¿Joderla con un tema así? Lo que seguro me ganaría es una patada en el culo. ¿Internet tenés?
–Sí, claro. No somos menonitas.
–Conectate y vas a ver.
–Ahora te llamo.
Me cortó. Diez minutos más tarde, recibí su llamada.
–Es de no creer.
–Sí, ¿viste? Pero no dicen nada de lo que pasó antes.
–La verdad es que la desaparición de un edificio entero le gana a lo que experimentamos en la plaza.
–Sí, así son las noticias, prevalece la más importante. Pero la pregunta subyace. ¿Qué hacemos al respecto?
– ¿De todo esto? No sé, el patólogo y la diseñadora no parecen el equipo adecuado para hacer nada al respecto.
–En serio, ¿qué hacemos?
– ¿Querés cenar esta noche? Podríamos ir al DOT a comer algo.
– ¿Te paso a buscar a las ocho y media?
–A las nueve, así tengo tiempo para ponerme linda.
–A las nueve entonces. Beso.
–Beso…

5.
El día no pasaba más. Fue otro día veraniego pesado y caluroso, de esos a los que Buenos Aires no nos termina de acostumbrar nunca. Fui a trabajar, hice una docena de informes, leí un artículo que pensé que me podría interesar, traté de trabajar en uno que hacía meses que había comenzado y nunca encontraba el tiempo para terminar. Almorcé, me tomé dos tazas de café y miré la hora en el celular unas setecientas cincuenta y tres veces.
A las 19 salí del laboratorio, me subí a mi auto, bajé las ventanillas y me dirigí a mi casa. Ducha, desodorante, perfume y a elegir el vestuario. A las 20.30 estaba listo para salir. Volví a subir a mi auto, esta vez con las ventanillas cerradas y el aire acondicionado puesto para generar un ambiente que nos aislara del calor insoportable que hacía afuera, y me dirigí a la casa de Matilde por el camino más corto, vía Crisólogo Larralde hasta Melián para luego doblar por Jaramillo.
Detuve el auto frente a la puerta del PH dónde había despedido a Matilde la noche anterior y miré la hora en el celular. Eran las 8.45. Podía esperar hasta las 9 y bajar a tocar el timbre, lo que quizá me pondría en la posición de tener que saludar a sus padres, o podía mandarle un mensaje de texto avisándole que podía salir cuando quisiera, que yo estaba afuera esperándola.
El miedo patológico a conocer a los padres de una chica era una parte de mí. No necesitaba a un profesional que me lo dijera. Había estado de novio con muchas mujeres y de ninguna manera había aceptado conocer a sus padres, incluso después de varios meses de relación. La verdad es que nunca me analicé, al menos no con un profesional, pero me doy cuenta de que no soy de aquellos que tienen la necesidad de agradar a los demás. Sólo a las personas que me agradan.
Eso me lleva a no conocer a mucha gente, porque si no me agradan, tengo la necesidad de hacérselos saber de alguna manera.
Por eso, mi ocupación es ideal. No trato con personas casi nunca, salvo por correo electrónico. Tengo una secretaria que me ayudan en mi trabajo. Ella es mi antítesis. Habla con cualquiera de cualquier cosa y es difícil encontrarla callada en actitud reflexiva. Se ocupa de mis clientes, de la cobranza y de atender al contador, a los inspectores del Ministerio y a cualquier otra persona que quiera, por algún motivo, comunicarse conmigo.
La verdad es que, ahora que lo pienso, no sé como hice para comunicarme con Matilde aquél domingo en el parque. La única explicación que encuentro es que realmente me gusta mucho.
Escribí en mi teléfono. “Aquí me tienes, de guardia ante tu puerta, esperando a que salgas a opacar al mundo con tu belleza.”
Lo leí antes de mandarlo y pensé que era demasiado cursi.
Lo borré.
Entonces escribí. “Estoy afuera, en un Honda Fit rojo.” Más impersonal. Quizá demasiado.
Lo borré.
“Hola mi amor…”
Lo borré. Primera cita y ya le digo mi amor. No va.
“Hola. Cuando quieras salí, que estoy estacionado frente a tu puerta. Beso.”
El perfecto equilibrio entre lo cursi y lo impersonal. Lo envié después de leerlo dos veces. Un minuto más tarde, ella respondió con un “OK”. Ni un “ya salgo”, ni un “aguántame que me estoy poniendo linda para vos.” Sólo “OK”. Me sentí decepcionado. Se notaba que no le había dado mucho pensamiento al mensaje. Sólo lo escribió y lo envió. Mientras que yo había redactado cuatro veces. O tres y media, ya que el “Hola mi amor” no podía considerarse un mensaje completo. 
¿Qué importaba eso? Le había informado que estaba allí y ella me hacía saber que la información había llegado a destino. ¿Qué más necesitaba? A veces soy más jodido.
La puerta se abrió y ella se asomó al mundo. Lo primero que vi fueron sus ojos de amatista. Y sus labios, cubiertos por un brillante rojo que destacaba sus facciones más sensuales. Vestía un top negro y un short blanco que contrastaba con su piel dorada. Se había calzado unas sandalias negras de tiritas que se entrecruzaban por su pantorrilla para terminar en un nudo debajo de su rodilla.
Me bajé del auto al instante y fui a su encuentro. La besé en los labios y fui a abrirle la puerta del lado del acompañante. Cuando hubo subido, cerré la puerta y corrí a ocupar mi lugar en el vehículo.
–Qué bien que se está acá –dijo de inmediato.
–No suelo usar mucho el aire, pero hoy lo amerita.
Puse el auto en marcha, di la vuelta por Roque Pérez hasta Larralde para retomar Melián. Pocas cuadras después, entrábamos al DOT. Nos sorprendió el vacío que el edificio desaparecido había dejado en el lugar. Había muchas personas, incluyendo media docena de equipos televisivos que estaban de guardia para ver si el edificio se dignaba a regresar, como si fuera un marido que había abandonado el hogar.
Dejé el auto en el segundo nivel del estacionamiento y nos fuimos por el ascensor al patio de comidas. Fuimos a un lugar en el que vendían ensaladas y sushi y pedimos una caja con doce piezas y un ceviche con hierbas para compartir. Nos ubicamos en una de las mesas y comenzamos a charlas un poco de nuestras vidas.
Matilde me dijo que había estado de novia siete años con un muchacho al que había conocido en el secundario. Hacía seis meses él le confesó que era gay y se fue a vivir a Miami con un señor treinta años mayor y con mucho dinero. Ella, desde que rompió con su novio, estaba sola.
– ¿Siete años con vos y era gay?
–Sí, yo lo sabía, pero lo quería. De hecho, todavía lo quiero.
– ¿Lo supiste siempre?
–No, siempre no. Al principio ni él lo sabía. Pero ya hacía un par de años que yo lo sabía. Al final éramos más amigos que novios.
– ¿Y no tenía problemas para…? Ya sabes.
–A los 23 años los pibes viven con una erección permanente. Gay o no gay, ese no era el problema. El tema es que cuando estaba conmigo fantaseaba que en realidad estaba con alguien del sexo opuesto. El tema fue cuando me propuso algo que no… como decirlo… Que no me iba.
– ¿Qué?
Se ruborizó un poco. –No, no te lo puedo decir ahora.
–Me vas a dejar con la intriga.
–La cuestión es que charlamos y decidimos que lo nuestro no iba más. Cortamos, el empezó a ir a boliches gay y tres meses más tarde se fue a Miami.
– ¿Seguís en contacto?
–Sí, claro. Somos amigos.
–Qué bueno que lo hayas tomado así.
–Lo que tiene que ser, será. Y lo que no, no. No hay gran secreto en ello.
–El tema es saber qué será y qué no.
–Todo un tema. ¿Vos?
–Yo nunca tuve un noviazgo tan largo.
– ¿Por qué?
–Porque ninguna era como vos.
–Zalamero.
–No, sincero, Siempre salí con chicas muy estructuradas. Ordenadas, prolijas y con un plan de vida al cual ceñirse.
– ¿Y qué te dice que no soy así?
–Nada. Mi corazón.
–Upa.
– ¿Qué?
–No sé. “Mi corazón”. Es fuerte.
– ¿”Mi instinto” te gusta más?
–No, me gusta más “mi corazón”. No deja de ser fuerte. Pero desde ayer que nada deja de ser fuerte.
–Upa.
Ella rió. –No me robes frases.
–Lejos de mí robarte frases. Si quisiera robarte algo, sería un beso, o una sonrisa. Pero estas me las estás regalando tan seguido que creo que ya no necesito robarlas.
Suspiró. – ¿Vamos al cine? Tengo ganas de estar encerrada en un lugar oscuro con vos.
– ¿No sería mejor un hotel?
–Sí, pero no estoy lista para eso.
–Una película entonces. ¿Importa cuál?
–En realidad, no.
Nos levantamos de la mesa, dejando cuatro piezas de sushi y medio ceviche sin comer. No nos habíamos alejado dos pasos cuando las luces del centro comercial se apagaron y el cielo se iluminó con un resplandor tan violento que nos dejó ciegos por unos instantes. Pese a lo sucedido, nadie gritó. O, al menos, no escuché que nadie gritara. De hecho, no escuché nada.
Ese silencio intenso se había apoderado de todo. No escuché la bandeja que cayó a seis pasos delante de mí, ni a la nena que lloraba a los gritos. Las voces del silencio ahogaron todo sonido. Y en ese silencio, pude escucharlas.

6.
Para cuando regresó la luz, el patio de comidas del centro comercial era un desastre. Mesas volteadas, sillas tiradas, bandejas desparramadas. Había gente tirada en el suelo, había chicos que lloraban porque no veían a sus padres. Nosotros tuvimos la suerte de estar junto a una columna en el momento de que todo sucedió y nos acurrucamos junto a ella para evitar que la estampida nos aplastara.
Una mujer, junto al balcón del tercer piso, comenzó a gritar el nombre de un hombre. Leandro, Leandro, gritaba como loca mientras miraba hacia abajo. No quise acercarme a ver, ya que imaginaba la escena y me ya repugnaba. Pero mientras miraba hacia la mujer enloquecida por el dolor, pude ver en segundo plano un cielo azul en plena noche. Había estrellas, una luna luminosa como nunca y nubes blancas que reflejaban una luz fantasmal. Y sobre ellas, flotando sobre la nada, estaba el edificio que días atrás se levantaba en la calle Arias al 3700.
–Matilde… –alcancé a decir. Sólo pude señalar las nubes y esperar que ella percibiera lo que mis ojos no podían dejar de mirar.
El edificio parecía vivo, aunque era transparente. Luces destellaban detrás de diferentes ventanas de manera aleatoria, primero una abajo a la derecha, seguida por otra arriba y luego por otra en el centro. Detrás de su transparencia, nubes negras se aglutinaban amenazadoras, con el inquietante brillo de mil relámpagos que se aprestaban para desencadenar la próxima tormenta.
–Mierda… –dijo Matilde. Nos pusimos de pie y corrimos hacia la parte de atrás del patio de comidas, donde un par de escaleras mecánicas movían sus escalones en bucles infinitos que unían el segundo nivel con el tercero. Descendimos por la de la derecha y escuchamos una explosión detrás de nosotros. Al instante, nos metimos en el primer local a nuestra derecha para evitar la lluvia de cristales que llegaba desde el frente.
El local era una casa de ropa juvenil atendido por jóvenes de aspecto poco convencional. No tenía vidriera. Uno podía acceder por todo el frente del local y había muebles con ropa, patinetas, trajes de neopreno para usar en el mar, tablas de surf, patinetas y accesorios deportivos. Fuimos rápido hasta el fondo y buscamos refugio en la zona de probadores mientras los sorprendidos vendedores observaban lo que sucedía afuera con el maxilar inferior colgando del superior.
– ¿Qué está pasando? –preguntó Matilde apenas estuvimos en un lugar que considerábamos seguro. Sacudí mi cabeza sin saber que decir cuando una nueva explosión sacudió al centro comercial. Los vidrios de los laterales explotaron esta vez, propagando una lluvia de metralla cristalina de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Escuchamos los gritos de los vendedores dentro del local mientras eran lacerados por los vidrios. Luego los escuchamos retorcerse de dolor.
Entonces no pudimos escuchar nada más, sólo el silencio. Y el silencio hablaba.
“La hora está cerca” dijo antes de que todo se volviera oscuro.

7
La oscuridad era de una densidad tal que se hacía difícil respirar. Ni hablar de intentar pronunciar palabra. Me sentía sumergido en una ciénaga de alquitrán, ya que hasta el más mínimo movimiento denotaba un esfuerzo sobrehumano.
El silencio era dolorosamente violento. Era como si mis oídos hubieran sido llenados con cera caliente y ésta se hubiera enfriado de golpe, dejándome aislado del mundo sonoro. Ni siquiera las voces del silencio me resultaban audibles.
Sabía que Matilde estaba allí, muy cerca de mí, pero no podía percibirla. Estaba seguro que, al igual que yo, estaba angustiada, con miedo. Quizá estaba deseando no haberme conocido. De otro modo, jamás hubiera estado en el Dot conmigo cuando todo comenzó. Aunque no había garantía de que esto no estuviera sucediendo en todo el barrio, o en todo el planeta.
Traté de calmar mi mente. Podía respirar, pero con dificultad. La misma dificultad que tenía para mover un dedo o para parpadear. Entonces llegué a la conclusión que mis dificultades respiratorias no se debían a la falta de aire sino al esfuerzo de mover mi pecho y mi abdomen para inhalar y respirar.
Con los ojos cerrados, comencé a aletargar mis inspiraciones y espiraciones, con lo que logré cierta regularidad en el trabajo de mantener los pulmones activos. Mi corazón comenzó a aquietarse y, de a poco, sentí que comenzaba a retomar el control de mi existencia.
–No lo fuerces –dijo una voz desconocida –, dejate llevar y será más fácil.
El silencio comenzó a disolverse con la primera gota de luz que se filtró entre la negrura que me rodeaba. Era apenas un punto que brillaba con un fulgor apenas perceptible, pero dotado de una tibieza que traspasaba todo hasta llegar a mi corazón.
–Matilde… –llamé. Mi voz parecía no querer escapar de mis labios. Lo hizo con timidez, recorriendo el espacio que ya dejaba de ser tan negro para revelar las formas que antes habíamos conocido.
De a poco la gota de luz se volvía mar, cubriendo todo con su calidez. Allí, a medio metro de donde estaba yo pude ver a Matilde recostada sobre el suelo. Su rostro, con los ojos cerrados y los labios apenas abiertos, transmitía paz. Junto a ella, una silueta brillante la contemplaba. Resultaba difícil definir la forma de esta silueta, ya que no parecía tener límites definidos. En su centro, lo que podría llamarse su corazón latía a una velocidad de miles de pulsaciones por segundo y la fuerza de esos latidos se expandía hacia el exterior en ondas de colores que iban desde un rosa pálido al índigo para regresar al centro a su color original. Todo en milésimas de segundos cada vez.
La silueta cambio de forma para transformarse en una suerte de sirena que acariciaba la cabeza dormida de Matilde con suavidad. No tenía rostro, al menos no uno que yo pudiera distinguir. Pero podía escuchar como arrullaba a Matilde con una melodía dulce.
–Aquí hay amor –escuché decir a una voz. Entonces cientos de figuras luminosas se hicieron visibles. Algunas brillaban en gamas de verdes y amarillos, otras en gamas de rojos y naranjas, de violetas y azules, de verdes y azules, de amarillos y naranjas. Algunos pasaban de una gama de color a otra indistintamente, sin un patrón determinada.
–Sí, ella lo ama –dijo otra voz. Mis oídos estaban cerrados a todo otro sonido.
–Si hay amor, hay esperanza –dijo una tercera voz.
Entonces, las figuras se fundieron en una sola y una luz blanca muy intensa comenzó a brillar con fuerza cegadora. Mi corazón pareció detenerse mientras que frente a mis ojos una película comenzó a correr en reversa a toda velocidad. Allí estaba el rostro de Matilde, lleno de miedo mientras escuchábamos los vidrios que estallaban. Y estábamos corriendo hacia atrás por las escaleras mecánicas, volvíamos a la mesa y devolvíamos la comida que habíamos comprado. Bajábamos a mi vehículo y viajábamos en reversa hasta la casa de los padres de Matilde. Y la película se hizo tan veloz que no pude más que distinguir alguna imagen perdida. Hasta que, de pronto, la luz se apagó y me encontré sentado en el parque con una botella de agua saborizada de mandarina en la mano y las estrellas contemplándome desde lo alto. Sobre los árboles, los gorriones discutían con las cotorras sobre algún tema que no me incumbía. A un costado, dos mujeres charlaban a los gritos mientras amonestaban a los críos que tenían a su cuidado. Del otro lado, una joven hermosa con un gigantesco perro terranova me miraba. Me levanté y me acerqué.
–Hola –le dije.
–Hola –respondió ella con una sonrisa.
– ¿Puedo?
–Si no te asusta el perro…
–En general no me asustan los perros.
–A tu riesgo, entonces, no respondo por Goliat.
Me llené de la belleza de sus ojos amatista y sonreí, seguro de que había encontrado al amor de mi vida.


FIN.

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