1.
El silencio
llegó de manera inesperada.
Aquella noche
me encontraba caminando por el borde de Parque Saavedra para aprovechar un poco
de la fresca brisa que se dignó a visitar Buenos Aires después de tres días de
calor infernal. No había sido una decisión original. Sobre el césped, familias
enteras se tomaban un respiro mientras, sobre una lona o un mantel, desplegaban
termos, botellas con agua, jugo o bebidas carbonadas, sándwiches de milanesa,
de jamón y queso, salame y queso, mortadela y queso o de salchichón primavera y
fiambrín en pan francés, lacteado, figaza, de centeno, de salvado o con
semillas. Cada uno con su gusto y variedad. También estaban las parejitas que
tomaban helado comprado en la heladería nueva de Pinto y García del Río, o los que
sólo disfrutaban del aire fresco. Algunos lo hacían tirados sobre la hierba,
sin preocuparse por las hormigas, los mosquitos o los bichos colorados. Algunos
aprovechaban el regazo de su pareja para usarlo de almohada, otros se enredaban
en juegos amorosos, indiferentes de los que estaban tan indiferentes a ellos a
su alrededor.
Pese a que la
doceava campanada estaba pronta a tocar, podía escucharse entre las copas de
los árboles el trino de cientos de aves que, quizá, también festejaban la
llegada del aire fresco. Palomas, mirlos, zorzales, gorriones y verdes cotorras
chillonas se disputaban el aire. Por su parte los lapachos, jacarandás,
eucaliptos, tipas, pinos, palmeras, moreras, ceibos, aromos y sauces habían
organizado un concurso de danza de hojas en el que no parecía haber un seguro
ganador. En el cielo, las estrellas hacían de jurado con la conducción de una
luna que se había puesto sus galas de plenilunio. Las nubes parecían ser las
únicas que no habían sido invitadas a la reunión espontánea que se estaba
llevando a cabo en cada parque y espacio verde de Buenos Aires.
Ya había dado
dos vueltas por el sendero exterior cuando la sed me hizo acercarme a un hombre
que se paseaba con una heladerita de plástico colgada del hombro con una correa
dando aviso a voces de las ofertas del día.
– ¿Qué le
queda? –le pregunté.
–Gaseosas queda
algo, tengo agua mineral y de las aguas saborizadas me quedan de pera y de
mandarina.
– ¿Mandarina?
No sabía que hacían de ese sabor. ¿Cuánto?
–Diez pesitos.
Saqué el billete
de a diez y se lo entregué. El hombre sacó una botella de plástico de 600 ml y
me la entregó. La abrí y me apuré un buen trago.
–Rica –dije
después de tomar aire.
–La verdá –dijo
el hombre –no la probé. Odio las mandarinas. De chico teníamos un árbol y me
hacían comer mandarina para todo. “¿Qué hay de postre?” preguntaba yo y mi
vieja respondía “mandarina”. No las puedo ni ver.
–A mi me pasa
lo mismo con la manzana –le dije –, aunque nunca tuve un manzano en casa. Pero
mi viejo era de Río Negro y amaba las manzanas. Ni la sidra me banco.
–Ahhh, si
hicieran un licor con las mandarinas…
–Lo hacen. Es
parecido al lemoncello.
– ¿En serio? No
sabía.
–Sí, hay
lemoncello, narancello, uno de pomelo y otro de mandarina. Pero a esos les
dicen licor de pomelo y de mandarina, porque en mandarincello y el pomelcello
no son nombres muy marquetineros.
–Qué lo parió
–dijo mientras se colgaba la heladera al hombro nuevamente. Sin despedirse,
retomó su marcha al grito de “gaseosa fresca, bebidas” y yo aproveché para
tomarme otro trago que dejó medio llena mi botella de agua saborizada.
Me interné en
el parque y busqué un lugar tranquilo donde sentarme. Si hubiera sido de día,
hubiera tenido que esquivar a los grupos de futboleros que jugaban en sus
canchas imaginarias con arcos marcados por bolsos o remeras, hubiera tenido que
huir del rayo del sol y refugiarme bajo la sombra de alguno de los árboles
frondosos que allí moran, pero siendo la última hora del día, no había
energúmenos persiguiendo pelotas ni rayos de sol salvajes de los cuales huir,
así que me puse en un parche de hierba verde en el que abundaban los tréboles.
Con las nalgas
en el suelo y las rodillas levantadas, observé a la gente a mí alrededor. Había
dos mujeres con tres críos que hablaban a los gritos. No discutían ni peleaban,
pero gritaban. Una parecía ser la madre de la otra y las dos parecían haber
nacido con un megáfono en la garganta. Los tres críos, que tendrían entre ocho
y doce años, corrían de un lado al otro sin alejarse de ellas más de quince pasos.
Rodaban por el pasto y se reían, y las dos mujeres encontraban oportuno
reprenderlos a todo momento por divertirse.
Giré la cabeza
al otro lado y pude ver a una mujer con un perro. Era un bicho hermoso, con
pelaje oscuro y con unos ojos intensos. Su propietaria tenía cabello castaño
rojizo muy corto, casi afeitado a los costados. Tenía un piercing en la ceja y
fumaba mucho. Cuando ella me notó, bebí un sorbo de mi bebida. Ella volvió a su
cigarrillo y decidió ignorarme. Aproveché ese momento en que ella miraba hacia
el otro lado para concentrarme en su físico. Vientre plano, pechos pequeños,
piernas largas y bien marcadas por el gimnasio. Sus brazos eran delgados y
largos, pero no esqueléticos. Me llevé la botella a la boca y decidí enfocar la
vista hacia otro lado. Seguramente no tendría oportunidad con ella.
Un perro
labrador dorado pasó corriendo a mi lado y me sobresaltó. Volví la vista hacia
la mujer del perro y vi que se reía. Era ahora o nunca. Me levanté, sacudí el
pasto de mis nalgas y me acerqué a ella. Ella no corrió la cara esta vez. No
más de siete pasos nos separaban, un espacio demasiado corto para pensar en
algo inteligente que decir. Cuando llegué a su lado, me limité a señalar el
pasto a su lado y preguntar:
– ¿Puedo?
–Si no te
asusta mi perro… –respondió ella.
–En general no
me asustan los perros, ese me tomó por sorpresa.
–A tu riesgo,
entonces, no respondo por Goliat.
Goliat era un
Terranova hermoso, con su pelaje negro brillante y unas fauces capaces de
quebrar un fémur con un mordisco. Antes de sentarme, el can giró la cabeza para
registrarme y, de cierto modo, me sentí intimidado. Sin embargo, la actitud de
la dueña me decía que no corría peligro así que me senté.
– ¿Qué tomás?
–me preguntó al ver mi botella.
–Agua
saborizada de mandarina.
– ¿En serio? No
sabía que hacían de mandarina.
–Yo tampoco, la
acabo de probar.
– ¿Y qué tal
es?
Qué hacer,
responder la pregunta u ofrecerle la botella para que juzgue por sí misma. Un
dilema que podía significar mi continuidad en el partido que comenzaba a
jugarse.
–A mí me gustó,
¿querés probar?
Le tendí la
botella y esperé. Ella no titubeó. Extendió su mano, agarró la botella y se la
llevó a los labios. Uno, dos, tres segundos duró el sorbo, el que tomó con la
cabeza inclinada hacia atrás, dejando al desnudo un perfil magnífico de su
rostro. Sólo unas facciones como esas podían llevar bien una cabeza medio
afeitada. Rostro con forma de diamante, con pómulos altos y una nariz delgada y
recta. Sus ojos eran de un color amatista muy llamativo.
–Rica –dijo a
la vez que me regresaba la botella –, gracias.
–De nada. Soy
Darío.
–Matilde y,
como ya dije, este es Goliat.
El sabueso giró
la cabeza nuevamente y tras jadear un instante, volvió su atención al frente.
–Un gusto.
Como seguir.
Hacer un comentario obvio sobre el clima, decir algo sobre su perro, tirarle un
piropo o comienzo un interrogatorio. O, alternativa nunca usada, no digo nada y
espero a que ella me dé un indicio respecto de cómo quiero seguir,
arriesgándome a quedar como un boludo.
–Es un
Terranova, ¿no?
Ella se
sorprendió. –Sí, muy bien. Se ve que sabés de perros.
–Un poco. Soy
veterinario.
– ¿En serio?
–Sí, pero no
ejerzo, Al menos, no de la manera convencional. Si bien soy veterinario, me
especialicé en patología. Eso hago, soy patólogo.
– ¿Y qué hace
un patólogo?
–Básicamente
estudio las muestras de tejido que me envían otros veterinarios y las analizo
para ayudar a determinar que patología las afecta.
–Wow. Así que
sos un bicho de laboratorio.
–Más o menos.
Sí.
– ¿Y eso te
gusta?
–Sí, prefiero
eso a ser el médico de los animales. Poco antes de terminar la carrera se me
murió mi perro y no pude soportarlo. Pensé que tratar con perritos que se
pueden morir iba a ser demasiado doloroso, así que opté por mi especialización.
Las muestras de tejido no te hacen ojitos cuando se sienten mal.
–Este estuvo
enfermo hace unos meses. No puedo explicar cuánto me angustié.
Se hizo un
silencio. Entre nosotros, porque las dos mujeres seguían gritando y las aves
seguían trinando. Pero ese silencio fue lo que necesitaba para salirme del tema
y preguntar.
– ¿Y vos? ¿Qué
haces?
–Estudio. Y
trabajo.
– ¿Se puede
saber qué?
– ¿Qué estudio
o de qué trabajo?
–Qué estudias.
La otra pregunta la dejamos para después.
–Estudio diseño
gráfico y trabajo en una imprenta.
– ¿En una
imprenta? ¿De las que hacen papelería comercial, participaciones y todo eso?
–De las que
hacen cajas para tintura de cabello, cajas de arroz, cajas de cereales, de
sobrecitos para hacer jugos. Los sobrecitos de los jugos. De ese tipo de
imprenta.
–Mirá que bien.
¿Y etiquetas para botellas?
–No las de esa
marca.
–Pero sí otras.
–Sí, hacemos
para una embotelladora de México.
– ¿Te gusta el
cine?
Se sorprendió
con la pregunta. –Sí, claro, me gusta ir al cine.
–Me gustaría
invitarte a ver una película uno de estos días. Vos elegís el título, yo veo
cualquier cosa.
– ¿Cualquier
cosa?
–Sí, amo el
cine y veo todo lo que puedo. Comedias románticas, dramas, pelis de tiros, de
vampiros. Vi las cuatro de Crepúsculo y vi las cinco de Duro de Matar. Hasta
las películas iraníes he ido a ver.
–Un fanático.
–No, fanático
no.
–Sí, me
gustaría ir al cine con vos.
Entonces, se
hizo un silencio grave entre nosotros. Pero no éramos sólo nosotros. Las dos
mujeres no gritaban, los árboles no susurraban y las aves no trinaban. Todos en
el parque se quedaron inmóviles. Personas, perros, aves, insectos. Hasta el
aire se detuvo. Entonces, el cielo se encendió con un relámpago y todo volvió a
la normalidad. Fue como si alguien hubiera apretado el botón de pausa en nuestras
vidas.
Goliat se
levantó y comenzó a moverse inquieto. Matilde me miró a los ojos. Estaba
asustada. Se puso de pie y miró al cielo. Yo hice lo propio. Goliat comenzó a
ladrar. Entonces me encontré con los ojos de Matilde nuevamente y,
desconcertada, ella preguntó.
– ¿Qué pasó?
2.
¿Qué pasó? La
pregunta que Matilde escupió con miedo resonaba en mi cabeza. Ese silencio. Esa
inmovilidad involuntaria. Esa explosión de luz. Me hubiera gustado preguntar
primero, así no hubiera estado obligado a darle una respuesta.
–No sé. Fue
raro, ¿no?
–Sí…
Observamos a la
gente a nuestro alrededor. Allí estaban las dos mujeres con los tres críos. Sus
conversación a gritos parecía no haberse interesado en los eventos de hace unos
instantes. Los chicos parecían más interesados en correr y revolcarse sin
preocuparse por las amenazas de las dos mujeres que en el relámpago que había
vuelto día la noche por un segundo. Los perros corrían, los ciclistas rodaban
sobre sus bicicletas y las familias comían sus sándwiches bajo la luz de la
luna.
– ¿Somos los
únicos que nos dimos cuenta? –pregunté de pronto, apurado por no tener que
admitir mi ignorancia una vez más.
–No sé… Aunque
parece que nadie más…
–Sí…
–Mierda.
Volvimos a
sentarnos. Goliat se fue sobre su dueña, buscando refugio entre los brazos de
Matilde. Estaba nervioso, asustado. No me atreví a tocarlo, aunque estaba
seguro de que el perro no rechazaría mis caricias.
–Mejor me lo
llevo a casa –dijo Matilde.
–Te acompaño.
Si querés…
Me dedicó una
sonrisa tibia. –Sí, quiero.
–Lástima que no
estabas frente al altar.
Se rió. Chiste
arriesgado el mío. Todos saben que los chistes disfrazan una verdad escondida.
No era la primera vez que lo hacía, aunque sí era la primera vez que daba
resultado.
Caminamos hacia
el suroeste, hacia la esquina de Roque Pérez y García del Río, sin apuro, ya
que no queríamos llamar la atención. Aunque nada que hiciéramos podría alterar
las mentes de los que nos rodeaban. Todos parecían sumergidos en un estado de
indiferencia a lo que los rodeaba que a mí me resultaba inexplicable. Yo
siempre estoy atento a todo. Al hombre que va trotando por el borde del parque
y a la mujer que duerme sobre la reposera detrás de sus lentes oscuros. A los
adolescentes que comparten los auriculares de un mismo MP3 y a la señora que se
queja con su marido de que los calores de Buenos Aires ya no son como los de
antes.
Lo que nos
sorprendía más era que, en las conversaciones que escuchábamos al pasar, nadie
mencionaba ese silencio que nos había capturado ni ese resplandor que había
llenado el cielo por un instante.
Al detenernos
sobre el cordón de la vereda en la intersección de García del Río con Roque
Pérez pude ver a una pareja que abandonaba la mesa del café que funcionaba en
la esquina de enfrente. Al no venir autos por la calle, me apuré a cruzarla y
me coloqué junto a una de las sillas vacías para reclamarla como propia.
Entonces busqué la mirada de Matilde y la invité a sentarse.
–Es tarde…
–Mañana es
feriado.
–Es cierto.
–Necesito que
te sientes y tomes algo conmigo.
– ¿Necesito?
–Te juro que no
te voy a pedir que me limpies mi cabeza.
– ¿Ni que
cocine guisos de madre, postres de abuela y torres de caramelo?
–Lo juro.
–Porque no
puedo cocinar guisos, a lo sumo te hago un postre vigilante y si querés una
torre de caramelo, tendrás que conformarte con un montoncito de sugus.
–Si dejás
afuera los de menta, vamos con los sugus.
Con una sonrisa
hermosa en los labios, Matilde ocupó su silla con una elegancia que me dejó
incapacitado por unos segundos para ejercer cualquier función vital. Corazón
detenido, pulmones vacíos, solo la inercia hacía que mi sangre circulara por
los canales convencionales. Antes de perder el conocimiento, tanto pulmones
como corazón acataron la conciliación obligatoria dispuesta por el sistema nervioso
central, que a esas alturas estaba perdiendo la calma, y retornaron a sus
tareas habituales.
– ¿No te
sentás?
–Sí, sí. Sólo
estaba viendo dónde se ponía Goliat.
El Terranova me
lanzó una promesa de dolor con su mirada y se echó junto a los pies de su
dueña. Entonces ocupé la silla vacía a mi lado y comencé a pensar en cómo
manejar la situación.
Durante los
últimos nueve años había estado en pareja con una mujer que me había abandonado
por las promesas de amor y fortuna que su jefe, un alto directivo de la
aseguradora en la que trabajaban ambos, le había hecho. Ella era una secretaria
que soñaba con codearse con lo mejor de la sociedad. Algo que nunca queda
demasiado claro dónde está. Según el criterio aplicado, puede variar de manera
abismal el puesto que a uno le otorgan en el ranking social.
Nunca voy a ser
rico. Lo sé. Un patólogo veterinario no va a ganar el Premio Nobel, ni
desarrollará ningún producto revolucionario que lo convierta en un capitán de
la industria. Tampoco voy a ganarme la Lotería. No por mi mala suerte, sino
porque nunca juego. Tampoco quiero ser rico. Gano bien, vivo bien y no me
interesa tener más.
Yo creí que mi
ex era como yo, pero el desarrollo de los hechos me llevó a deducir que había
ciertas necesidades insatisfechas en ella que sólo alguien con mayores ingresos
–y cuando digo mayor, me refiero a la diferencia entre un neonato y un geronte
–podía satisfacer.
La cuestión es
que, durante los últimos nueve años, mis armas de seducción habían estado
guardadas en un viejo galpón que tenía goteras por todos lados. Cuando fui a
buscarlas, descubrí que estaban arruinadas por la humedad y el desuso. Por eso,
tenía miedo. Miedo a meter la pata, a decir algo inoportuno, a espantar a
Matilde para siempre.
Aunque en el
fondo, estaba seguro de que ella no era de las que se espantan con cualquier
cosa.
Sentados en un
bar después de menos de media hora de conocernos, no sabía bien cómo actuar. No
sabía nada de ella. Ni sus gustos –salvo que le gustaban los perros y el agua
mineral con sabor a mandarina –ni sus costumbres me eran familiares. Entonces,
lo mejor era dejar que ella me guiara por ese gran parque temático que era
ella. Su vida, sus gustos, sus sueños y anhelos. Un parque al que, en ese
momento, estaba dispuesto a entregar hasta mi vida para que me dejen entrar.
La mesera se
acercó a nosotros con cara de cansancio y con una carpetita de plástico que
hacía las veces de carta. Amagó con dejarla e irse, algo que no debe permitirse
nunca, pero yo la atajé antes de que pudiera darse vuelta.
–Yo quiero una
cerveza –dije sin pensarlo –, ¿vos?
Matilde pensó
dos segundos y dijo. –Trae una grande y dos vasos.
– ¿Alguna en
especial?
Vi en una mesa
contigua una de las marcas que vendían y opté por ella. La moza se retiró y yo
me acomodé en la silla.
–Me estás
llevando por el mal camino –dijo Matilde con mucha seriedad.
–Primero el
alcohol, vaya a saber qué después.
–Tenemos
clarísimo qué. Los hombres sólo quieren una cosa.
–A veces
queremos dos.
Matilde se rió.
–Sí, a dos llegan, pero si vas por el tercero ya empiezan a poner reparos.
–Los años no
vienen solos.
– ¿Cuántos?
–Qué.
–Años.
–Como dirían en
tiempos pasados, llevo 36 inviernos en mi haber.
–No primaveras.
–La primavera
la sobrevive cualquiera. Lo complicado es el invierno.
–Así que no es
una cuestión de gusto.
–No, más bien
de supervivencia. ¿Y vos?
–Yo no
sobrevivo, vivo.
–Ah, que
profundo. ¿Y hace cuánto?
–A una dama no
se le pregunta.
–Perdóneme el
atrevimiento, Mi Señora.
–Pero como yo
no soy una dama, te lo puedo decir.
Ella hizo la
pausa. Estoy seguro que esperaba algún comentario de mi parte antes de que ella
soltara prenda, pero antes llegó la camarera con la botella de cerveza y dos
copas enfriadas. Esta apoyó las copas sobre la superficie de madera de la mesa,
destapó la botella y sirvió. Luego dejó la botella sobre la mesa y se fue.
–Podes decirlo,
pero no vas a decirlo –dije al fin.
–Démosle al
suspenso una oportunidad.
–De acuerdo –.
Alcé mi vaso e hice el inequívoco gesto del brindis. Ella hizo lo propio con el
suyo y los cristales chocaron por un segundo. La vibración en ambas copas nos
transportó al silencio que habíamos vivido hacía unos instantes. Mis ojos
quedaron nublados por el resplandor pasado.
–Darío –de
pronto escuché. Era Matilde. Se veía preocupada –. ¿Estás bien?
Es una pregunta
a la que se le suele dar una respuesta apurada. Yo no estaba preparado para
hacerlo. Me llevé mi copa a los labios y bebí la mitad de su contenido. Al
apoyarla sobre la mesa me metí dentro de los ojos de Matilde, tan bellos y
profundos, y pude serenarme.
– ¿Estás bien?
–insistió ella. Lo mejor era ser honesto.
–No lo sé.
3
Después de
pagar la cerveza acompañé a Matilde hasta su casa, un PH en la calle Jaramillo
entre Roque Pérez y Melián. Caminamos despacio, sin decir mucho, precedidos por
Goliat, que olisqueaba cada árbol, cada puerta, cada piedra levantada sobre la
vereda.
A medida que
nos acercábamos a destino, la tensión fue aumentando entre nosotros. A esa
altura, ya intuía que un poco le gustaba. Nunca fui demasiado avispado para las
cosas del corazón. Ni para las de la bragueta. La cautela que me caracterizaba
había sido una adquisición necesaria después de una cadena de rebotes
vergonzantes en mi juventud, cuando no había entendido que si una chica sólo me
pregunta por uno de mis amigos, iba a ser difícil que quisiera bailar conmigo.
Errores comunes de un adolescente caliente.
Esos errores te
marcan para toda la vida.
Al llegar a
pocos pasos de la puerta de la casa de Matilde, ella la señaló y, con timidez,
dijo,
–Ahí vivo.
–Linda cuadra.
–Una cuadra de
barrio. ¿Vos vivís cerca?
–No vivo lejos
de aquí, Núñez entre Zapiola y Cramer.
– ¿En la cuadra
del Colegio la Asunción?
–Justo
enfrente. Aunque ya no se llama así.
–Mi papá fue a
ese colegio, fue una pena que lo cerraran.
–Sí, siempre es
una pena cuando una escuela se cierra.
–No te invito a
pasar porque están mis viejos durmiendo. Tenemos un acuerdo…
–Me imagino.
Me acerqué a
besarla. Fue un acercamiento incierto, sin apuntar a ningún lugar específico.
Ella de inmediato decidió salir a buscarme con sus labios. Fue un beso pequeño,
pero promisorio. Ella me despidió con una sonrisa. Y cuando cerró la puerta, me
di cuenta que no le había pedido el teléfono. Sus padres dormían, no podía
tocar el timbre. Me quedé mirando la puerta durante medio minuto hasta decidir
que no había nada que hacer salvo devolverme a mi casa para pasar la noche. Di
la vuelta y comencé a bajar por Jaramillo.
No había dado tres pasos que escuché la puerta que se abría.
–Darío.
Tratar de no poner
cara de boludo en ciertas situaciones es imposible. Giré sobre mi eje y me
encontré con los ojos de amatista de Matilde asomándose a la vereda.
–Sí.
Me tendió un
papel. –Mi teléfono.
No terminó de
decir “mi” que ya estaba quitándole el papel de la mano. –Ah, sí, que boludo,
no te lo pedí.
–Mandame un
mensajito así agendo el tuyo. Mañana, ahora me voy a dormir.
No pude
reprimir el impulso y volví a besarla. Esta vez fue un beso sostenido, que
incluyó una caricia sobre su rostro. Cuando me separé de ella estaba sin aire.
–No iba a poder dormir sin eso.
–Yo no sé si
voy a poder dormir ahora –dijo ella con tanta dulzura que pensé que me iba a
convertir en la primera persona en morir por combustión espontanea –. No te
olvides del mensajito, mañana.
La puerta se
cerró y yo comencé a transpirar como una bestia. Prácticamente corrí hasta mi
casa. Al llegar, lo primero que hice fue quitarme la ropa y darme una ducha
fresca para quitarme el perfume que los litros de sudor vertido me habían
regalado. Después busqué una lata de cerveza de la heladera y me fui al balcón
a beberla. Allí estaba cuando pude ver, hacia el noreste, una nube que parecía
albergar su tormenta eléctrica privada. La actividad lumínica era
impresionante. Un poco asustado, me metí dentro del departamento y arrojé la
lata vacía al tacho de basura.
En esa nube
había algo más, pero en ese momento yo estaba demasiado cansado para tratar de
averiguarlo.
4.
Al día
siguiente me levanté tarde. No tenía que llegar al laboratorio hasta después
del mediodía y había pasado una mala noche. Después de salir a correr un rato
me duché, desayuné un café con leche con tostadas y una banana. Encendí la
computadora y revisé mi cuenta de correo. Seis correos que me ofrecían ofertas
turísticas, para comprar otro automóvil, para agrandar el tamaño de mi músculo
más preciado y para conocer a la mujer de mis sueños. Ninguno de ellos resultó
ser de interés. Había dos correos de clientes y otro de una universidad de Perú
que me invitaba a participar de un simposio en Lima.
Después de
borrar los correos no deseados y contestar los de mis clientes, escribí una
poco inspirada nota de agradecimiento a la universidad que declinaba con cierta
cortesía la invitación enviada. Poco satisfecho con mi capacidad literaria, me
levanté del escritorio y encendí el televisor para enterarme de la temperatura
y el pronóstico para el día. Al sintonizar el canal de noticias, pude ver a una
cronista en un móvil que se había instalado en las inmediaciones del centro
comercial DOT. Al pie de pantalla, con letras de considerable tamaño, el
titular de la nota rezaba: “Edificio desaparece en Saavedra.”
–Así es Débora.
Esta mañana, los trabajadores del edificio de la calle Arias al 3700 llegaron
como cada lunes a trabajar para encontrarse que el edificio donde lo hacen
había desaparecido. Como podés ver, la reja que lo rodea y las garitas están
intactas, sólo falta el edificio. No se derrumbó, no fue demolido. Sólo
desapareció.
– ¿Cómo por
arte de magia? –preguntó la presentadora desde el estudio.
–O como si se
hubiera abierto un portal entre dos mundos. Pude hablar con varios vecinos de
la zona que cuentan que anoche, después de la medianoche, pudieron ver que el
edificio quedó envuelto por una nube oscura en la cual se desarrollaba una
actividad eléctrica que alarmó a muchos. Muchos decidieron refugiarse en sus
casas, por miedo a que los fulminara un rayo. Otros decidieron alejarse. Lo
cierto es que después de varias horas, la nube se disipó y, con ella, el
edificio.
Cambié de
canal. Y luego otra vez. Puse la CNN y luego un canal de Chile. En todos
hablaban del edificio que se había esfumado. Apagué el televisor. Desde mi
balcón había sido testigo de esa extraña actividad eléctrica. Nadie hablaba del
silencio. Ni del resplandor que cruzó el cielo mientras estaba en la plaza.
Claro, frente a la desaparición de semejante mole de concreto, acero y cristal,
lo que habíamos experimentado con Matilde en Parque Saavedra no parecía algo
relevante.
Matilde. Decidí
llamarla. Ya pasaban las once, seguro que estaba despierta.
El teléfono
repicó tres veces. Entonces escuché su voz. –¿Hola?
–Hola, soy
Darío.
–Hola, pensé
que me ibas a mandar un mensajito.
–Sí, pero me
pareció que me resultaría más placentero escuchar tu voz.
–Siempre con un
poco de miel en los labios vos.
–Así soy.
¿Viste el noticiero?
–No, no veo
tele.
– ¿De verdad?
–De verdad, de
hecho, no tenemos tele en casa.
–Bueno, cómo
explicarte. Desapareció el edificio que está atrás del DOT.
–¿Cómo?
–Como lo oís.
No está, se fue, se lo llevaron. No sé cómo pasó, pero ayer antes de irme a
dormir vi una nube con mucha actividad eléctrica para ese lado. Parece ser que
esa nube se tragó el edificio.
–Me estás
jodiendo.
– ¿Te parece
que es manera de conquistar a una dama? ¿Joderla con un tema así? Lo que seguro
me ganaría es una patada en el culo. ¿Internet tenés?
–Sí, claro. No
somos menonitas.
–Conectate y
vas a ver.
–Ahora te
llamo.
Me cortó. Diez
minutos más tarde, recibí su llamada.
–Es de no
creer.
–Sí, ¿viste?
Pero no dicen nada de lo que pasó antes.
–La verdad es
que la desaparición de un edificio entero le gana a lo que experimentamos en la
plaza.
–Sí, así son
las noticias, prevalece la más importante. Pero la pregunta subyace. ¿Qué
hacemos al respecto?
– ¿De todo
esto? No sé, el patólogo y la diseñadora no parecen el equipo adecuado para
hacer nada al respecto.
–En serio, ¿qué
hacemos?
– ¿Querés cenar
esta noche? Podríamos ir al DOT a comer algo.
– ¿Te paso a
buscar a las ocho y media?
–A las nueve,
así tengo tiempo para ponerme linda.
–A las nueve entonces.
Beso.
–Beso…
5.
El día no
pasaba más. Fue otro día veraniego pesado y caluroso, de esos a los que Buenos
Aires no nos termina de acostumbrar nunca. Fui a trabajar, hice una docena de
informes, leí un artículo que pensé que me podría interesar, traté de trabajar
en uno que hacía meses que había comenzado y nunca encontraba el tiempo para
terminar. Almorcé, me tomé dos tazas de café y miré la hora en el celular unas
setecientas cincuenta y tres veces.
A las 19 salí
del laboratorio, me subí a mi auto, bajé las ventanillas y me dirigí a mi casa.
Ducha, desodorante, perfume y a elegir el vestuario. A las 20.30 estaba listo
para salir. Volví a subir a mi auto, esta vez con las ventanillas cerradas y el
aire acondicionado puesto para generar un ambiente que nos aislara del calor
insoportable que hacía afuera, y me dirigí a la casa de Matilde por el camino
más corto, vía Crisólogo Larralde hasta Melián para luego doblar por Jaramillo.
Detuve el auto
frente a la puerta del PH dónde había despedido a Matilde la noche anterior y
miré la hora en el celular. Eran las 8.45. Podía esperar hasta las 9 y bajar a
tocar el timbre, lo que quizá me pondría en la posición de tener que saludar a
sus padres, o podía mandarle un mensaje de texto avisándole que podía salir cuando
quisiera, que yo estaba afuera esperándola.
El miedo
patológico a conocer a los padres de una chica era una parte de mí. No
necesitaba a un profesional que me lo dijera. Había estado de novio con muchas
mujeres y de ninguna manera había aceptado conocer a sus padres, incluso
después de varios meses de relación. La verdad es que nunca me analicé, al
menos no con un profesional, pero me doy cuenta de que no soy de aquellos que
tienen la necesidad de agradar a los demás. Sólo a las personas que me agradan.
Eso me lleva a
no conocer a mucha gente, porque si no me agradan, tengo la necesidad de
hacérselos saber de alguna manera.
Por eso, mi
ocupación es ideal. No trato con personas casi nunca, salvo por correo
electrónico. Tengo una secretaria que me ayudan en mi trabajo. Ella es mi
antítesis. Habla con cualquiera de cualquier cosa y es difícil encontrarla
callada en actitud reflexiva. Se ocupa de mis clientes, de la cobranza y de
atender al contador, a los inspectores del Ministerio y a cualquier otra persona
que quiera, por algún motivo, comunicarse conmigo.
La verdad es
que, ahora que lo pienso, no sé como hice para comunicarme con Matilde aquél
domingo en el parque. La única explicación que encuentro es que realmente me
gusta mucho.
Escribí en mi
teléfono. “Aquí me tienes, de guardia ante tu puerta, esperando a que salgas a
opacar al mundo con tu belleza.”
Lo leí antes de
mandarlo y pensé que era demasiado cursi.
Lo borré.
Entonces
escribí. “Estoy afuera, en un Honda Fit rojo.” Más impersonal. Quizá demasiado.
Lo borré.
“Hola mi amor…”
Lo borré.
Primera cita y ya le digo mi amor. No va.
“Hola. Cuando
quieras salí, que estoy estacionado frente a tu puerta. Beso.”
El perfecto
equilibrio entre lo cursi y lo impersonal. Lo envié después de leerlo dos veces.
Un minuto más tarde, ella respondió con un “OK”. Ni un “ya salgo”, ni un
“aguántame que me estoy poniendo linda para vos.” Sólo “OK”. Me sentí
decepcionado. Se notaba que no le había dado mucho pensamiento al mensaje. Sólo
lo escribió y lo envió. Mientras que yo había redactado cuatro veces. O tres y
media, ya que el “Hola mi amor” no podía considerarse un mensaje completo.
¿Qué importaba
eso? Le había informado que estaba allí y ella me hacía saber que la
información había llegado a destino. ¿Qué más necesitaba? A veces soy más
jodido.
La puerta se
abrió y ella se asomó al mundo. Lo primero que vi fueron sus ojos de amatista.
Y sus labios, cubiertos por un brillante rojo que destacaba sus facciones más
sensuales. Vestía un top negro y un short blanco que contrastaba con su piel
dorada. Se había calzado unas sandalias negras de tiritas que se entrecruzaban
por su pantorrilla para terminar en un nudo debajo de su rodilla.
Me bajé del
auto al instante y fui a su encuentro. La besé en los labios y fui a abrirle la
puerta del lado del acompañante. Cuando hubo subido, cerré la puerta y corrí a
ocupar mi lugar en el vehículo.
–Qué bien que
se está acá –dijo de inmediato.
–No suelo usar
mucho el aire, pero hoy lo amerita.
Puse el auto en
marcha, di la vuelta por Roque Pérez hasta Larralde para retomar Melián. Pocas
cuadras después, entrábamos al DOT. Nos sorprendió el vacío que el edificio
desaparecido había dejado en el lugar. Había muchas personas, incluyendo media
docena de equipos televisivos que estaban de guardia para ver si el edificio se
dignaba a regresar, como si fuera un marido que había abandonado el hogar.
Dejé el auto en
el segundo nivel del estacionamiento y nos fuimos por el ascensor al patio de
comidas. Fuimos a un lugar en el que vendían ensaladas y sushi y pedimos una
caja con doce piezas y un ceviche con hierbas para compartir. Nos ubicamos en
una de las mesas y comenzamos a charlas un poco de nuestras vidas.
Matilde me dijo
que había estado de novia siete años con un muchacho al que había conocido en
el secundario. Hacía seis meses él le confesó que era gay y se fue a vivir a
Miami con un señor treinta años mayor y con mucho dinero. Ella, desde que
rompió con su novio, estaba sola.
– ¿Siete años
con vos y era gay?
–Sí, yo lo
sabía, pero lo quería. De hecho, todavía lo quiero.
– ¿Lo supiste
siempre?
–No, siempre
no. Al principio ni él lo sabía. Pero ya hacía un par de años que yo lo sabía.
Al final éramos más amigos que novios.
– ¿Y no tenía
problemas para…? Ya sabes.
–A los 23 años
los pibes viven con una erección permanente. Gay o no gay, ese no era el
problema. El tema es que cuando estaba conmigo fantaseaba que en realidad
estaba con alguien del sexo opuesto. El tema fue cuando me propuso algo que no…
como decirlo… Que no me iba.
– ¿Qué?
Se ruborizó un
poco. –No, no te lo puedo decir ahora.
–Me vas a dejar
con la intriga.
–La cuestión es
que charlamos y decidimos que lo nuestro no iba más. Cortamos, el empezó a ir a
boliches gay y tres meses más tarde se fue a Miami.
– ¿Seguís en
contacto?
–Sí, claro.
Somos amigos.
–Qué bueno que
lo hayas tomado así.
–Lo que tiene
que ser, será. Y lo que no, no. No hay gran secreto en ello.
–El tema es
saber qué será y qué no.
–Todo un tema.
¿Vos?
–Yo nunca tuve
un noviazgo tan largo.
– ¿Por qué?
–Porque ninguna
era como vos.
–Zalamero.
–No, sincero,
Siempre salí con chicas muy estructuradas. Ordenadas, prolijas y con un plan de
vida al cual ceñirse.
– ¿Y qué te
dice que no soy así?
–Nada. Mi
corazón.
–Upa.
– ¿Qué?
–No sé. “Mi corazón”.
Es fuerte.
– ¿”Mi
instinto” te gusta más?
–No, me gusta
más “mi corazón”. No deja de ser fuerte. Pero desde ayer que nada deja de ser
fuerte.
–Upa.
Ella rió. –No
me robes frases.
–Lejos de mí
robarte frases. Si quisiera robarte algo, sería un beso, o una sonrisa. Pero
estas me las estás regalando tan seguido que creo que ya no necesito robarlas.
Suspiró. –
¿Vamos al cine? Tengo ganas de estar encerrada en un lugar oscuro con vos.
– ¿No sería
mejor un hotel?
–Sí, pero no
estoy lista para eso.
–Una película
entonces. ¿Importa cuál?
–En realidad,
no.
Nos levantamos
de la mesa, dejando cuatro piezas de sushi y medio ceviche sin comer. No nos
habíamos alejado dos pasos cuando las luces del centro comercial se apagaron y
el cielo se iluminó con un resplandor tan violento que nos dejó ciegos por unos
instantes. Pese a lo sucedido, nadie gritó. O, al menos, no escuché que nadie
gritara. De hecho, no escuché nada.
Ese silencio
intenso se había apoderado de todo. No escuché la bandeja que cayó a seis pasos
delante de mí, ni a la nena que lloraba a los gritos. Las voces del silencio
ahogaron todo sonido. Y en ese silencio, pude escucharlas.
6.
Para cuando
regresó la luz, el patio de comidas del centro comercial era un desastre. Mesas
volteadas, sillas tiradas, bandejas desparramadas. Había gente tirada en el
suelo, había chicos que lloraban porque no veían a sus padres. Nosotros tuvimos
la suerte de estar junto a una columna en el momento de que todo sucedió y nos
acurrucamos junto a ella para evitar que la estampida nos aplastara.
Una mujer,
junto al balcón del tercer piso, comenzó a gritar el nombre de un hombre.
Leandro, Leandro, gritaba como loca mientras miraba hacia abajo. No quise
acercarme a ver, ya que imaginaba la escena y me ya repugnaba. Pero mientras
miraba hacia la mujer enloquecida por el dolor, pude ver en segundo plano un
cielo azul en plena noche. Había estrellas, una luna luminosa como nunca y
nubes blancas que reflejaban una luz fantasmal. Y sobre ellas, flotando sobre
la nada, estaba el edificio que días atrás se levantaba en la calle Arias al
3700.
–Matilde…
–alcancé a decir. Sólo pude señalar las nubes y esperar que ella percibiera lo
que mis ojos no podían dejar de mirar.
El edificio
parecía vivo, aunque era transparente. Luces destellaban detrás de diferentes
ventanas de manera aleatoria, primero una abajo a la derecha, seguida por otra
arriba y luego por otra en el centro. Detrás de su transparencia, nubes negras
se aglutinaban amenazadoras, con el inquietante brillo de mil relámpagos que se
aprestaban para desencadenar la próxima tormenta.
–Mierda… –dijo
Matilde. Nos pusimos de pie y corrimos hacia la parte de atrás del patio de
comidas, donde un par de escaleras mecánicas movían sus escalones en bucles
infinitos que unían el segundo nivel con el tercero. Descendimos por la de la
derecha y escuchamos una explosión detrás de nosotros. Al instante, nos metimos
en el primer local a nuestra derecha para evitar la lluvia de cristales que
llegaba desde el frente.
El local era
una casa de ropa juvenil atendido por jóvenes de aspecto poco convencional. No
tenía vidriera. Uno podía acceder por todo el frente del local y había muebles
con ropa, patinetas, trajes de neopreno para usar en el mar, tablas de surf,
patinetas y accesorios deportivos. Fuimos rápido hasta el fondo y buscamos
refugio en la zona de probadores mientras los sorprendidos vendedores
observaban lo que sucedía afuera con el maxilar inferior colgando del superior.
– ¿Qué está
pasando? –preguntó Matilde apenas estuvimos en un lugar que considerábamos
seguro. Sacudí mi cabeza sin saber que decir cuando una nueva explosión sacudió
al centro comercial. Los vidrios de los laterales explotaron esta vez,
propagando una lluvia de metralla cristalina de derecha a izquierda y de
izquierda a derecha. Escuchamos los gritos de los vendedores dentro del local
mientras eran lacerados por los vidrios. Luego los escuchamos retorcerse de
dolor.
Entonces no
pudimos escuchar nada más, sólo el silencio. Y el silencio hablaba.
“La hora está
cerca” dijo antes de que todo se volviera oscuro.
7
La oscuridad
era de una densidad tal que se hacía difícil respirar. Ni hablar de intentar
pronunciar palabra. Me sentía sumergido en una ciénaga de alquitrán, ya que
hasta el más mínimo movimiento denotaba un esfuerzo sobrehumano.
El silencio era
dolorosamente violento. Era como si mis oídos hubieran sido llenados con cera
caliente y ésta se hubiera enfriado de golpe, dejándome aislado del mundo
sonoro. Ni siquiera las voces del silencio me resultaban audibles.
Sabía que
Matilde estaba allí, muy cerca de mí, pero no podía percibirla. Estaba seguro
que, al igual que yo, estaba angustiada, con miedo. Quizá estaba deseando no
haberme conocido. De otro modo, jamás hubiera estado en el Dot conmigo cuando
todo comenzó. Aunque no había garantía de que esto no estuviera sucediendo en
todo el barrio, o en todo el planeta.
Traté de calmar
mi mente. Podía respirar, pero con dificultad. La misma dificultad que tenía
para mover un dedo o para parpadear. Entonces llegué a la conclusión que mis
dificultades respiratorias no se debían a la falta de aire sino al esfuerzo de
mover mi pecho y mi abdomen para inhalar y respirar.
Con los ojos
cerrados, comencé a aletargar mis inspiraciones y espiraciones, con lo que
logré cierta regularidad en el trabajo de mantener los pulmones activos. Mi
corazón comenzó a aquietarse y, de a poco, sentí que comenzaba a retomar el
control de mi existencia.
–No lo fuerces –dijo
una voz desconocida –, dejate llevar y será más fácil.
El silencio
comenzó a disolverse con la primera gota de luz que se filtró entre la negrura
que me rodeaba. Era apenas un punto que brillaba con un fulgor apenas perceptible,
pero dotado de una tibieza que traspasaba todo hasta llegar a mi corazón.
–Matilde… –llamé.
Mi voz parecía no querer escapar de mis labios. Lo hizo con timidez,
recorriendo el espacio que ya dejaba de ser tan negro para revelar las formas
que antes habíamos conocido.
De a poco la
gota de luz se volvía mar, cubriendo todo con su calidez. Allí, a medio metro
de donde estaba yo pude ver a Matilde recostada sobre el suelo. Su rostro, con
los ojos cerrados y los labios apenas abiertos, transmitía paz. Junto a ella,
una silueta brillante la contemplaba. Resultaba difícil definir la forma de
esta silueta, ya que no parecía tener límites definidos. En su centro, lo que
podría llamarse su corazón latía a una velocidad de miles de pulsaciones por
segundo y la fuerza de esos latidos se expandía hacia el exterior en ondas de
colores que iban desde un rosa pálido al índigo para regresar al centro a su
color original. Todo en milésimas de segundos cada vez.
La silueta
cambio de forma para transformarse en una suerte de sirena que acariciaba la
cabeza dormida de Matilde con suavidad. No tenía rostro, al menos no uno que yo
pudiera distinguir. Pero podía escuchar como arrullaba a Matilde con una
melodía dulce.
–Aquí hay amor –escuché
decir a una voz. Entonces cientos de figuras luminosas se hicieron visibles.
Algunas brillaban en gamas de verdes y amarillos, otras en gamas de rojos y
naranjas, de violetas y azules, de verdes y azules, de amarillos y naranjas.
Algunos pasaban de una gama de color a otra indistintamente, sin un patrón
determinada.
–Sí, ella lo
ama –dijo otra voz. Mis oídos estaban cerrados a todo otro sonido.
–Si hay amor,
hay esperanza –dijo una tercera voz.
Entonces, las
figuras se fundieron en una sola y una luz blanca muy intensa comenzó a brillar
con fuerza cegadora. Mi corazón pareció detenerse mientras que frente a mis
ojos una película comenzó a correr en reversa a toda velocidad. Allí estaba el
rostro de Matilde, lleno de miedo mientras escuchábamos los vidrios que
estallaban. Y estábamos corriendo hacia atrás por las escaleras mecánicas, volvíamos
a la mesa y devolvíamos la comida que habíamos comprado. Bajábamos a mi
vehículo y viajábamos en reversa hasta la casa de los padres de Matilde. Y la
película se hizo tan veloz que no pude más que distinguir alguna imagen
perdida. Hasta que, de pronto, la luz se apagó y me encontré sentado en el
parque con una botella de agua saborizada de mandarina en la mano y las
estrellas contemplándome desde lo alto. Sobre los árboles, los gorriones
discutían con las cotorras sobre algún tema que no me incumbía. A un costado,
dos mujeres charlaban a los gritos mientras amonestaban a los críos que tenían
a su cuidado. Del otro lado, una joven hermosa con un gigantesco perro
terranova me miraba. Me levanté y me acerqué.
–Hola –le dije.
–Hola –respondió
ella con una sonrisa.
– ¿Puedo?
–Si no te
asusta el perro…
–En general no
me asustan los perros.
–A tu riesgo,
entonces, no respondo por Goliat.
Me llené de la
belleza de sus ojos amatista y sonreí, seguro de que había encontrado al amor
de mi vida.
FIN.
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