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miércoles, 10 de octubre de 2012

LA SUERTE TIENE DOS CARAS - EPISODIO 8


8.

Finalmente, el barco que llevaba a Nemesio a Alejandría llegó a puerto.
Había sido un viaje de pesadilla. Estaba flaco, demacrado, harto de vomitar por la borda los alimentos que le daban. Se sentía débil, vulnerable. Su bolsa, que en Ostia estaba llena, había adelgazado tanto como él a causa de los honorarios del médico de abordo.
Al pisar tierra, una leve sensación de alivio lo invadió. Era un día caluroso, pero la brisa marina ponía el manto de frescura necesario para que fuera soportable. Pensó que sería grato ir a una taberna y sentarse a beber una copa y, quizás, comer un poco de pan recién hecho. Pero estaba muy ansioso, después de tantas penurias, por convertir en dinero el papel que le había entregado el esclavo griego de Léntulo. Primero lo primero, pensó, y fue a cobrar.
El primer problema que se le presentó fue básico, no sabía dónde estaba el banco.
Lo primero que hizo fue preguntar a unos funcionarios egipcios si conocían el banco de Léntulo, pero éstos lo miraron con cara de pocos amigos y él decidió alejarse antes de que ordenaran su arresto. Los egipcios tenían fama de ser gente pacífica, pero con costumbres muy extrañas. No quería cometer el error de pelearse con el funcionario equivocado.
Caminó por el distrito comercial de Alejandría hasta que se topó con un romano. Era un hombre joven, de cuna de oro, probablemente un noble. Se presentó cortésmente y le preguntó si sabía donde estaba el banco de Léntulo.
–Mire, no creo que haya ningún banco de Léntulo, como usted dice. ¿Qué le ha pasado hombre? ¿Acaso no se baña?
Nemesio se irritó por el comentario del noble. –Acabo de desembarcar, mi viaje no ha podido ser peor.
El noble lo miró con compasión. –Sí, los viajes en barco pueden ser bastante accidentados, por eso, aunque son más largos, prefiero viajar por tierra. El problema es que no hay garantías de nada.
El noble siguió contando una anécdota de su viaje desde Antioquia a Alejandría, de cómo no hay caminos apropiados y los delincuentes abundan.
–Estuve sin bañarme por días mientras cruzamos el desierto, fue algo espantoso.
–Disculpe, si no hay tal banco, ¿dónde podría ir a cobrar una letra de cambio librada por él?
–¿Se refiere a Máximo Bruto Léntulo?
–Al mismo.
–Hace tiempo que no lo veo, ¿cómo está él?
–La última vez que lo vi tenía un dolor en el cuello, pero seguramente era algo pasajero –respondió Nemesio, que comenzaba a impacientarse –. En cuanto a mi pregunta...
El noble se molestó. –No sea apurado hombre, que tenemos todo el tiempo del mundo a nuestra disposición. Venga, deje que le invite una copa en aquella posada y luego lo acompañaré a la casa del hermano de Máximo Bruto. No me va a decir que no le vendría bien una copa.
Nemesio lo pensó un instante. ¿Para qué enemistarse con los romanos del lugar? Alejandría parecía un lugar próspero donde instalarse. Buen clima, mujeres hermosas, dinero fácil.
–Tiene razón, le pido disculpas. Ese maldito viaje me ha hecho olvidar mis modales. Creo que no nos hemos presentado. Cayo Nemesio Berilio, a sus órdenes.
El noble hizo una leve reverencia. –Un placer. Yo soy Livio Claudio Escipión, pero llámeme Claudio. ¿Ya sabe dónde va a hospedarse?
Nemesio negó con un gesto. –Pensaba ocuparme de ello luego.
Claudio tomó a Nemesio del brazo y lo condujo hacia una taberna cercana. –Mi amigo, eso es lo primero de lo que debe ocuparse. Seguramente, siendo usted cliente de Léntulo, Marco Bruto le ofrecerá hospedarlo hasta que consiga su propia vivienda. Aunque no es seguro, ya que los Léntulo suelen apartarse del protocolo. Además, su esposa Agripina es una bruja. Me sentiré honrado si acepta ser mi huésped.
La primera impresión que Claudio había provocado en Nemesio estaba cambiando drásticamente. Evidentemente, al matar a Léntulo le había arrebatado su suerte, que parecía mostrarle el camino hacia una vida próspera y sin sobresaltos. Aceptó la invitación a condición de que no recibiera el mismo ofrecimiento del hermano de Léntulo.
Bebieron unas cuantas copas y comieron unas aves asadas con pan y sopa de vegetales. Un par de comerciantes romanos que había cerca compartieron la mesa con ellos y aprovecharon la ocasión para bombardear a Nemesio con preguntas sobre las últimas novedades de Roma. Él respondió lo que sabía y un poco inventó lo que no, tratando de no ser demasiado fantasioso.
Claudio resultó ser un tipo de muy buen humor y generoso. Pagó la comida de todos y se hizo un brindis a su salud.
–Ahora, mis amigos –dijo mientras se levantaba de su asiento –, debo llevar a nuestro recién llegado a ver a Marco Bruto Léntulo. Por suerte va a sacarle dinero a ese gordo codicioso, por lo que no hace falta desearle suerte.
Esas últimas palabras despertaron cierto temor en Nemesio, que era muy supersticioso, aunque a los demás les provocó risa. Sin  embargo, optó por reírse también de la humorada de Claudio y no decir nada.
La casa de Marco Bruto estaba a varias calles de la taberna, en la zona más elegante de la ciudad. Era una villa exquisita, mucho más lujosa que la de su hermano en Roma. Pero claro, no estaba en Roma. Claudio golpeó a la puerta y se presentó ante el secretario de Marco Bruto, informándole que traía consigo a Nemesio. Los hicieron pasar al atrio, donde se sentaron en un banco de piedra esperando a que los hicieran pasar al tablinum.
El dueño de casa salió de su despacho, donde los saludó formalmente y los hizo pasar a su estudio, donde los esperaba un refrigerio. La habitación era modesta, provista de un escritorio, varias sillas y una mesa pequeña donde había una bandeja con agua, vino, algunas copas y fruta fresca.
–Vamos, acompáñenme con un trago, tengo la garganta seca y no quisiera beber solo.
Claudio hizo una broma y aceptó por los dos. Brindaron a la salud de Roma y bebieron. Luego Marco Bruto interrogó a Nemesio sobre su hermano, sobre Roma y sobre la situación política reinante.
–Sila es un gran estadista. Ha salvado nuestra amada República más de una vez –dijo el dueño de casa. Claudio aprobó el comentario y propuso un brindis por Sila.
Nemesio se había dado de cuenta que su impaciencia no tenía lugar en esos lares y sabía que si quería que todo saliera bien debía acomodarse al paso que marcaban los demás. Se armó de paciencia y siguió el juego de sus acompañantes omitiendo hacer comentario alguno sobre la letra de cambio. Hasta que Marco Bruto le pidió que le entregara el documento. Después de echarle un vistazo les pidió a sus huéspedes que lo esperaran en el Peristilo, un hermoso patio arbolado en el que crecían plantas exóticas, mientras hacía los arreglos necesarios para cumplir con el título.
–Dígame, ¿va querer llevarse todo en efectivo? Podría abrirle una cuenta aquí mismo –le dijo, aunque en seguida declinó –. No nos apresuremos, todo a su tiempo.
Se sentaron en un banco de mármol ubicado bajo la sombra de un enorme sicómoro a disfrutar del fresco y contemplar los peces que nadaban en el estanque que ocupaba el centro del peristilo.
–Esta villa es mucho más lujosa que la de Máximo Bruto en Roma –dijo Nemesio, que estaba deslumbrado con el lujo que el dueño de casa ostentaba en su vivienda.
Claudio arrojó una piedra al agua con desinterés.
–Es que aquí es posible tener estas mansiones por el precio de una pequeña ínsula en el Subura.
Pasaron unos minutos esperando al dueño de casa hasta que un esclavo se acercó a Claudio y le susurró algo al oído. Este se levantó de su asiento y se dirigió a Nemesio.
–Si me disculpas, debo dejarte. Mi villa está al otro lado de la calle, un par de calles hacia el sur. Pregunta y te informarán.
Nemesio se puso de pie y le estrechó la mano al noble. –Gracias Claudio, lo tendré presente.
Claudio partió y, de inmediato, seis hombres armados entraron al atrio, redujeron a Nemesio y lo encadenaron. Marco Bruto apareció luego con expresión severa. Miró a Nemesio con odio y se dirigió a sus hombres.
–Llévenselo, quiero su cabeza en una pica.
Claudio regresó al escuchar el alboroto y miró a Marco Bruto. El dueño de casa le tendió el pedazo de papel y Claudio leyó. Al terminar, levantó los ojos y al encontrarse con los de Nemesio le hizo saber cuánto lo despreciaba. Eso fue lo que más le dolió, ya que minutos antes había sentido que su suerte cambiaba, que había encontrado su lugar en el mundo, rodeado de personas que lo trataban con aprecio.
Ya nada importaba, sabía que pronto moriría.

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