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lunes, 1 de octubre de 2012

LA SUERTE TIENE DOS CARAS. EPISODIO 6


6.

Esa noche, Nemesio esperaba a Fidias a pocos metros de la entrada de la residencia del difunto Máximo Bruto Léntulo. Las calles de Roma estaban desiertas y los últimos visitantes ya se habían retirado. Se decía que la esposa de Léntulo, Cornelia, se había descompuesto al enterarse de la noticia de la muerte de su esposo. Todos sabían que hacía varios años que no compartían el lecho y que ella tenía predilección por dos esclavos nubios con los que cada noche compartía su recámara. Pero si algo tenía Cornelia era una gran capacidad para el drama.
Los visitantes que concurrieron a dar el pésame a la viuda debieron esperar en el vestíbulo, el que pronto se atestó. Fidias tenía orden de su ama de no dar refrigerios a nadie, básicamente porque siempre había estado en desacuerdo con la costumbre de su difunto marido de darle de comer y beber a esa corte de parásitos que lo seguía a todas partes.
–Que sufran, como yo tengo que sufrir.
Antes del ocaso, Cornelia se presentó en el Atrio junto a dos de sus esclavas favoritas con un bello vestido de seda azul, desprovista de todo ornamento y con los ojos hinchados por el efecto de las cebollas que Eunice había preparado para que su ama pudiera tener lágrimas genuinas. Recibió las condolencias de un puñado de visitantes que aún no habían tomado la decisión de huir de aquel baño turco. Cornelia se había sentado en una sencilla silla de madera que trajeron para ella de la cocina para demostrar su carácter estoico y frugal, lo que contrastaba enormemente con el despliegue de lujos que había en el atrio de la casa. Frescos de brillantes colores, bustos de mármol con detalles de oro de los ancestros de Máximo Bruto, cortinas transparentes de delicado algodón egipcio.
Prácticamente no habló. Se limitó a hacer gestos y bajar la cabeza en señal de dolor. De esta manera, en pocos minutos pudo despachar a la clientela de la familia. Agotada por el esfuerzo que la tragedia suponía, pidió que le llevaran vino a su recámara, donde sus dos esclavos nubios la esperaban desnudos, estimulándose entre sí para estar bien dispuestos al momento que ella les pidiera que le aliviaran su pesar.
Fidias esperó a que el movimiento de la casa acallara para acudir a la puerta del frente. Antes de abrirla, se aseguró de que no hubiera ojos atentos a sus movimientos. De inmediato vio a Nemesio oculto entre las sombras y le hizo una seña. Éste se movió con sigilo y entró al domus sin hacer un ruido. Juntos fueron al estudio de Léntulo, donde estaban todos los papeles de trabajo del difunto.
Nemesio estaba sobreexcitado por la idea de hacerse rico.
–Vamos esclavo, muéstrame el oro.
Fidias estaba nervioso por la respuesta que tenía que darle al asesino de su amo –. Lo siento, pero aquí no hay oro.
La noticia rompió en mil pedazos la expresión de felicidad de Nemesio y una mueca de ira tomo su lugar. – ¿Qué dices? ¿Cómo que no hay oro?
–El amo tiene mucho oro –respondió, consciente de que había comenzado a transitar un sendero demasiado peligroso –, pero no en esta casa. Aquí guardaba una cantidad modesta de dinero. Pero hay algo más valioso que el oro.
Nemesio quedó desconcertado por la respuesta –. ¿Qué dices? ¿Más valioso que el oro?
Fidias sacó un anillo del cajón de la mesa. –Esto. Su sello, su firma, su nombre. ¿Sabes cuánto vale esto?
– ¿Es de oro? No sé. ¿Veinte denarios?
–Y tú te llamas comerciante. Este anillo vale mucho más que el oro con el que fue hecho. Con él, puedo hacerte una letra de cambio para que cambies en Alejandría por diez mil denarios. Sólo tienes que presentarte en el banco en esa ciudad y llevarte el dinero.
Nemesio se exaltó. – ¡Diez mil denarios! ¿Es eso realmente posible?
Fidias supo que lo tenía en la manga. –Dime, ¿cómo te llevarás los las quinientas monedas que Léntulo guardaba en su recámara? Esto no pesa, casi no ocupa lugar y es dinero en efectivo. Nadie en Alejandría te conoce y, por ello, nadie preguntará cómo es que te has hecho tan rico tan rápido. No habrá sospechas ni preguntas incómodas. Sólo tienes que ordenarme y la haré.
– ¿Por qué tan lejos? ¿No puedes hacer lo mismo para Capua?
Fidias levantó los ojos. –Porque allí es donde está el dinero. Podría darte un documento a presentar en Capua, pero no podrías cobrarlo. El amo operaba con banqueros de Alejandría por sus lazos comerciales. Además, el brazo de Roma no llega a Alejandría.
Nemesio se rascó la cabeza. –Vale. Prepara los papeles. Y tú te largas a Cartago, no te quiero cerca de esta casa. ¿Está claro? Toma el dinero de la bolsa de la recámara.
Fidias terminó de escribir la letra de cambio, le aplicó el polvo secante, la lacró, selló y se la entregó a Nemesio. Antes de enrollar el pergamino, se lo mostró a Nemesio para que diera su aprobación. –Lee –dijo, seguro de que no podría.
–No hace falta –respondió para evadir la vergüenza –. Supongo que habrás consignado todo correctamente. Diez mil denarios a mi nombre.
Fidias sonrió al comprobar que había apostado al número ganador. –Eso dice, ¿lo ves?
Nemesio asintió y enrolló el pergamino, que fue a parar a un estuche cilíndrico de cuero. Fidias entonces acompañó al asesino a la puerta.
–Suerte esclavo –dijo Nemesio antes de desaparecer en la noche –, busca a tu hembra y ve a disfrutar de tu libertad.

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