6.
Esa
noche, Nemesio esperaba a Fidias a pocos metros de la entrada de la residencia
del difunto Máximo Bruto Léntulo. Las calles de Roma estaban desiertas y los
últimos visitantes ya se habían retirado. Se decía que la esposa de Léntulo,
Cornelia, se había descompuesto al enterarse de la noticia de la muerte de su
esposo. Todos sabían que hacía varios años que no compartían el lecho y que
ella tenía predilección por dos esclavos nubios con los que cada noche compartía
su recámara. Pero si algo tenía Cornelia era una gran capacidad para el drama.
Los
visitantes que concurrieron a dar el pésame a la viuda debieron esperar en el
vestíbulo, el que pronto se atestó. Fidias tenía orden de su ama de no dar
refrigerios a nadie, básicamente porque siempre había estado en desacuerdo con
la costumbre de su difunto marido de darle de comer y beber a esa corte de
parásitos que lo seguía a todas partes.
–Que
sufran, como yo tengo que sufrir.
Antes
del ocaso, Cornelia se presentó en el Atrio junto a dos de sus esclavas
favoritas con un bello vestido de seda azul, desprovista de todo ornamento y
con los ojos hinchados por el efecto de las cebollas que Eunice había preparado
para que su ama pudiera tener lágrimas genuinas. Recibió las condolencias de un
puñado de visitantes que aún no habían tomado la decisión de huir de aquel baño
turco. Cornelia se había sentado en una sencilla silla de madera que trajeron
para ella de la cocina para demostrar su carácter estoico y frugal, lo que
contrastaba enormemente con el despliegue de lujos que había en el atrio de la
casa. Frescos de brillantes colores, bustos de mármol con detalles de oro de
los ancestros de Máximo Bruto, cortinas transparentes de delicado algodón
egipcio.
Prácticamente
no habló. Se limitó a hacer gestos y bajar la cabeza en señal de dolor. De esta
manera, en pocos minutos pudo despachar a la clientela de la familia. Agotada
por el esfuerzo que la tragedia suponía, pidió que le llevaran vino a su
recámara, donde sus dos esclavos nubios la esperaban desnudos, estimulándose
entre sí para estar bien dispuestos al momento que ella les pidiera que le aliviaran
su pesar.
Fidias
esperó a que el movimiento de la casa acallara para acudir a la puerta del
frente. Antes de abrirla, se aseguró de que no hubiera ojos atentos a sus
movimientos. De inmediato vio a Nemesio oculto entre las sombras y le hizo una
seña. Éste se movió con sigilo y entró al domus sin hacer un ruido. Juntos
fueron al estudio de Léntulo, donde estaban todos los papeles de trabajo del
difunto.
Nemesio
estaba sobreexcitado por la idea de hacerse rico.
–Vamos
esclavo, muéstrame el oro.
Fidias
estaba nervioso por la respuesta que tenía que darle al asesino de su amo –. Lo
siento, pero aquí no hay oro.
La
noticia rompió en mil pedazos la expresión de felicidad de Nemesio y una mueca
de ira tomo su lugar. – ¿Qué dices? ¿Cómo que no hay oro?
–El
amo tiene mucho oro –respondió, consciente de que había comenzado a transitar
un sendero demasiado peligroso –, pero no en esta casa. Aquí guardaba una
cantidad modesta de dinero. Pero hay algo más valioso que el oro.
Nemesio
quedó desconcertado por la respuesta –. ¿Qué dices? ¿Más valioso que el oro?
Fidias
sacó un anillo del cajón de la mesa. –Esto. Su sello, su firma, su nombre.
¿Sabes cuánto vale esto?
–
¿Es de oro? No sé. ¿Veinte denarios?
–Y
tú te llamas comerciante. Este anillo vale mucho más que el oro con el que fue
hecho. Con él, puedo hacerte una letra de cambio para que cambies en Alejandría
por diez mil denarios. Sólo tienes que presentarte en el banco en esa ciudad y llevarte
el dinero.
Nemesio
se exaltó. – ¡Diez mil denarios! ¿Es eso realmente posible?
Fidias
supo que lo tenía en la manga. –Dime, ¿cómo te llevarás los las quinientas
monedas que Léntulo guardaba en su recámara? Esto no pesa, casi no ocupa lugar
y es dinero en efectivo. Nadie en Alejandría te conoce y, por ello, nadie
preguntará cómo es que te has hecho tan rico tan rápido. No habrá sospechas ni
preguntas incómodas. Sólo tienes que ordenarme y la haré.
–
¿Por qué tan lejos? ¿No puedes hacer lo mismo para Capua?
Fidias
levantó los ojos. –Porque allí es donde está el dinero. Podría darte un
documento a presentar en Capua, pero no podrías cobrarlo. El amo operaba con
banqueros de Alejandría por sus lazos comerciales. Además, el brazo de Roma no
llega a Alejandría.
Nemesio
se rascó la cabeza. –Vale. Prepara los papeles. Y tú te largas a Cartago, no te
quiero cerca de esta casa. ¿Está claro? Toma el dinero de la bolsa de la
recámara.
Fidias
terminó de escribir la letra de cambio, le aplicó el polvo secante, la lacró, selló
y se la entregó a Nemesio. Antes de enrollar el pergamino, se lo mostró a
Nemesio para que diera su aprobación. –Lee –dijo, seguro de que no podría.
–No
hace falta –respondió para evadir la vergüenza –. Supongo que habrás consignado
todo correctamente. Diez mil denarios a mi nombre.
Fidias
sonrió al comprobar que había apostado al número ganador. –Eso dice, ¿lo ves?
Nemesio
asintió y enrolló el pergamino, que fue a parar a un estuche cilíndrico de
cuero. Fidias entonces acompañó al asesino a la puerta.
–Suerte
esclavo –dijo Nemesio antes de desaparecer en la noche –, busca a tu hembra y
ve a disfrutar de tu libertad.
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