3.
Cayo
Nemesio estaba sentado en el foro escuchando el relato de un comerciante de
especias llamado Primo Severo Nepote. Era una historia inventada, no cabía
duda. El hombre recién llegaba de un viaje que había hecho hasta Damasco
cargado de nuevas mercancías. Aprovechando que estaba tan cerca de Persia,
decidió intentar relacionarse con algún mercader que tuviera contactos en
oriente para establecer una ruta comercial. Así fue como conoció a un tal Ahmed
Badur, un hombre del desierto, curtido y carente de los modales de un caballero
romano al momento de hablar de negocios.
Al
cabo de un rato Nemesio se aburrió del relato de Nepote, y buscó otro lugar
donde ubicarse. El foro se estaba haciendo más concurrido y las oportunidades
de negocios comenzaban a mostrarse.
A
lo lejos divisó a un conocido hombre de negocios que se acercaba seguido de su
esclavo griego. Nemesio sonrió al reconocer a Máximo Bruto Léntulo, el
favorecido por la fortuna. Lo conocía bien. Alguna vez, cuando aún Nemesio
tenía su propio negocio, había tratado con él. Recordaba haberle vendido
esclavos, pero lo que más recordaba era que por culpa de Léntulo había terminado en la ruina.
Sabía
que el gordo siempre llevaba consigo una considerable cantidad de metálico y
que era extremadamente incauto. En un instante barrió el foro con la mirada y
adivinó hacia donde iría su próxima presa.
Léntulo
era un hombre de cuarenta años, fornido como un germano, pero con marcados
rasgos de obesidad. Tacaño y desconfiado, sufría de una cierta debilidad de
amor propio, la que compensaba con una nutrida corte de aduladores que lo
rodeaban a cada momento.
Nemesio
fijó su vista en la bolsa de monedas que colgaba del cinto de Léntulo y se
alegró al ver lo abultada que estaba. Calculó que debía haber al menos cien
denarios en ella, una cifra por la cual valía la pena tomar ciertos riesgos.
Desde su posición observó al gordo mercader mientras hacía su pequeña recorrida
saludando a conocidos, escuchando peticiones de sus clientes y contando alguna
anécdota al séquito de lisonjeros que siempre tenía la risa preparada para
complacer a su patrono.
Cuando
vio a Léntulo sentarse en la silla que cargaba el esclavo, Nemesio decidió
hacer su jugada. Se consideró afortunado, porque a pocos metros de donde había
elegido sentarse Léntulo estaba la fuente, y allí había ido el esclavo a buscar
agua. Nemesio se acercó a Fidias y le sonrió. Éste contestó por mera cortesía,
ya que sentía un profundo desprecio por los plebeyos de nula fortuna, y le dio
la espalda para servir el vino con agua a su amo. Fidias detestaba estos días
en los cuales debía cargar él solo con las pesadas alforjas, el banco y el odre
de vino. Se pasaba el día sin probar bocado ni beber nada, mientras a su
alrededor los hombres libres, muchos de ellos plebeyos cuyo único valor era la
libertad que él no tenía, disfrutaban las delicias que su amo siempre disponía
para ellos.
Fidias
recordó al hombre de la fuente. Lo asoció enseguida a Eunice. Él había sido
quien le había entregado a la niña a su amo varios años antes. Sin saber
porqué, sintió agradecimiento hacia ese hombre.
–Griego
–dijo Nemesio suavemente –. Acércate para que pueda hablarte.
–
¿Qué quieres? –preguntó en un suspiro, sin moverse de su posición.
Nemesio
le hizo una seña e insistió. –Acércate, vamos. Tengo información para tu amo.
Fidias
dudó. Miró un segundo a su amo y dedujo que podía moverse un poco hacia el
romano que lo llamaba. Se acercó tres pasos a él y se detuvo en seco –. Vamos,
que no muerdo –. Entonces abandonó su posición y fue a ponerse junto a Nemesio
–. Dile a tu amo que Cayo Nemesio Berilio ha escuchado que van a tratar de
asesinarlo hoy. Si quiere saber más, debemos hablar en privado.
Fidias
se sobresaltó. – ¿Cómo dices? ¿Quieren matarlo?
Nemesio
se hizo el interesante y acercó su boca a la oreja de Fidias. –Dije asesinarlo.
Ve y díselo.
Fidias
no sabía cómo reaccionar. De pronto se dio cuenta de que estaba sudando frío,
absolutamente alterado por lo que estaba ocurriendo.
–Ve
y dile a tu amo, esclavo. Hoy es tu día de suerte, seguro te darán una buena
recompensa por este servicio. Estaré allí –. Nemesio le apuntó a una calle
lateral, sonriendo, siempre sonriendo. Fidias se volvió hacia su amo que justo
lograba arrancar una fuerte carcajada del grupo de aduladores. Corrió hacia él
y se quedó de pie, a corta distancia, indicando que tenía que hablarle.
Léntulo
lo notó enseguida, pero siempre le gustaba hacer esperar a sus esclavos antes
de dirigirse a ellos. Miró hacia su copa y vio que aún estaba llena, situación
que no debía prolongarse.
–
¿Qué ocurre, esclavo?
Fidias
se acercó dos pasos e hizo una caravana. –Tengo un mensaje para sus oídos.
Léntulo
mostró su fastidio. –Vale, acércate.
Fidias
se colocó junto a su amo y cubriendo con sus manos su boca le susurró al oído.
–Cayo Nemesio Berilio me dijo que sabe que hay personas que hoy querrán
asesinarlo.
Léntulo
palideció en el acto. – ¿Dónde está?
Fidias
señaló la dirección y su amo le indicó que lo acompañase.
–Caballeros,
debo atender un negocio urgente, sírvanse lo que quieran, en breve estaré con
ustedes –. Fidias tuvo que ayudarlo a levantarse y partieron hacia el callejón
donde Nemesio los esperaba.
Allí
no había nadie. Léntulo enfureció y le gritó a su esclavo. Éste se arrodillo e
imploró misericordia. Entonces escucharon la voz de Nemesio.
–Máximo
Bruto, no debería tratar así a sus esclavos.
Léntulo
buscó entre las sombras el origen de la voz. –¿Cayo Nemesio?
Nemesio
salió de su escondite con la daga en la mano y atravesó al gordo a la altura
del hígado. –Sí, maldito, soy yo.
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