Este relato ambientado en la Antigua Roma será presentado en episodios a lo largo de los próximos días. Espero que lo disfruten. Los abrazo. Brian.
1.
Cayo
Nemesio Berilio se despertó sobresaltado. Le dolía la cabeza por la juerga de
la noche anterior. Recordaba haber ido a la casa de Regia Silva Suetonia, en la
que se organizaba un festejo en honor de Baco del cual se podía participar con
la módica suma de diez denarios. Recordaba haber robado el dinero a un
comerciante de aceites de Libia, recordaba haber pagado el precio y haber
bebido. Pero no recordaba nada más.
Se
rascó la incipiente calva y acomodó su túnica. Notó su herramienta tiesa, como
si no hubiera tenido oportunidad de aliviarla atendiendo con sus artes a una de
las chicas de Regia. El bulto era demasiado notorio, por lo que decidió
encontrar un rincón donde sacudirse la carga que llevaba y darle descanso a esa
parte del cuerpo.
En
la penumbra que precede al amanecer notó el cuerpo de Arminia recostado en el
lado opuesto de la habitación. Estaba desnuda, y sus pequeñas y negras nalgas
miraban al cielo que los separaba. Lo pensó menos de lo que le convenía y
decidió que ella era lo que necesitaba. Se apretujó contra ella y comenzó a
rozarla suavemente con su estandarte, procurando no perturbarla. Pero Arminia
estaba bien entrenada por su ama y sin el correspondiente pago en metálico no
había favores para nadie.
–Pero
ya le he pagado a Regia –. Su protesta se parecía a la de un infante.
–Has
pagado por beber, no por tenerme. Sabes el precio, Cayo Nemesio, cinco de tus
preciosas monedas, las que con tanto esfuerzo has robado y seré lo que tus
deseos ordenen.
–Sabes
que no tengo esa cantidad conmigo ahora.
–Sabes,
pues, que no puedes tenerme ahora.
–Sabes
que los conseguiré.
–Sé
que olvidarás pagarme si no lo haces antes.
–Al
menos ayúdame a aliviarme.
–¿Qué
quieres?
–Una
mano.
–Supongo
que una mano no se le niega a nadie –. Dicho esto, metió la mano entre las
nalgas de Cayo Nemesio y exploró su cavidad. Él protestó enérgicamente,
librándose de los dedos invasores.
–Oye,
no era eso a lo que me refería. Y ten cuidado con esas uñas, duelen.
Ella
se rió en su cara y volvió a dormir. Entonces, se tomó el miembro y apuntando
cuidadosamente a la cabeza de Arminia disparó su carga de orina. Los insultos
de la puta se escucharon en todo el Palatino. Por suerte para Nemesio, el orín
penetró en los ojos de la negra, cegándola momentáneamente, por lo que pudo huir sin recibir un castigo inmediato.
Después
de correr varias calles llegó a una fuente, donde se sentó para recuperar el
aliento y refrescarse.
Ese
mes de junio había comenzado en Roma con un día de espantoso calor, presagio de
que el verano sería insoportable. Los ricos ya habían partido de la ciudad
hacia sus fincas rurales, mucho más frescas que los hacinados barrios de la
ciudad. Para Nemesio y los de su clase, dichos privilegios no existían.
El
sol comenzó a elevarse sobre la ciudad eterna mientras comenzaban a escucharse los sonidos que marcaban la llegada de un nuevo día. Carros tirados por bueyes atravesaban
la ciudad, panaderos que comenzaban a distribuir su producto, comerciantes
que abrían sus tiendas, peleas de esposas y maridos, regaños a esclavos
y la voz de algún crío que lloraba.
Nemesio
estaba determinado a cambiar su suerte ese día, por lo que decidió caminar
hacia el foro.

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