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lunes, 17 de diciembre de 2012

BAJO LA LUNA AZUL DE ROWELA - Episodio 10 de 12.

10.

El taxi flotó sobre la plataforma de acceso principal y depositó a Frida y Gael sobre el disco de acceso al casino. Allí mismo se los sometió a un examen de seguridad, requisito indispensable desde el atentado contra el alcalde para poder siquiera ingresar al casino. Al llegar al mostrador de admisión, alquilaron una suite pequeña, por una noche, pagándola en efectivo en el momento. Esta estaba ubicada sobre la corona exterior del casino, a la que se accedía a través de la escalera flotante. Del mostrador salió una tarjeta y un clon vestido de rojo se acercó a ellos para guiarlos hasta la habitación. Apenas ingresaron, fueron directo al minibar y se sirvieron un coñac. Tragaron la bebida sin respirar, para tratar de anestesiar la ansiedad que los estaba embargando.
–Entramos –dijo por fin Frida acariciándose el bigote.
–Estoy tan ansioso. Te cogería ya mismo.
– ¿Así? ¿Toda barbuda?
–No estaría nada mal probar que sensaciones nos trae.
–Resultaste bastante perverso, ¿no?
–Diría que en su justa medida –Gael recorrió el pecho fajado de Frida con sus dedos y se acercó a besarla. Ella lo rechazó, consciente de que no era el momento.
–Ahora no –le dijo cuando Gael insistió–, que tenemos cosas que hacer.
–Dale. Vamos a dar una vuelta por el casino para ver como está el clima.
Bajaron por las escaleras flotantes y recorrieron el gran salón del casino para comprobar que había más seguridad que lo habitual. No obstante, miles de personas se agolpaban en torno a las mesas con la vil esperanza de que la diosa fortuna les sonría alguna vez. Detectaron muchos miembros de la policía de civil con sus gafas negras, sus corbatas mal anudadas y cabello engrasado. En sus orejas se podía ver el minúsculo auricular con el cual recibían instrucciones de su control. Llevaban en la solapa del saco el micrófono para transmitir novedades. Debajo de la axila izquierda, como una joroba que desvió su camino, el bulto del arma era evidente.
El Clan tampoco estaba ausente. Estos tenían un aspecto menos solemne, pero también evidente. Una mujer de sombrero azul con velo incorporado se mantenía de pie en una zona elevada en la punta del salón con su mano apoyada sobre la cartera. Tres hombres de barba roja charlaban apoyados contra la barra del bar del lado norte sin desviar sus ojos del centro del casino. Un hombre de piel de serpiente caminaba por los pasillos de las tragamonedas como si tuviera un recorrido determinado.
–Si alguien se tira un pedo explota una guerra –dijo Gael.
–Qué fino –dijo Frida con indiferencia –. Qué te parece si nos vamos a la columna de ascensores.
–Antes vamos a jugar unas fichas al Black Jack.
– ¿Con qué dinero?
–Con los mil denarios en efectivo que tengo en el bolsillo.
–Los últimos mil que nos quedan.
–Pronto tendremos mucho más –dijo tomando a Frida del brazo para arrastrarla hasta la mesa de 21 más cercana a la columna de los ascensores de la torre principal. Frida ocupó el asiento del jugador y Gael se quedó de pie, detrás de ella, con una copa de ron que una camarera le acercó. El dinero se cambió por diez fichas de cien denarios cada uno y el tallador repartió a los cinco jugadores y a sí mismo una carta tapada y luego una dada vuelta. A Frida le tocó un tres de corazones, al cuál le tuvo confianza suficiente como para ponerle encima la mitad de sus fichas. Cuando llegó su turno, sin mirar la carta tapada, pidió otra. Un cinco de picas. Otra más. Un siete de diamante. Tres y Cinco suman ocho, más siete, quince. Se plantó. Cuando todos hubieron jugado el tallador, que tenía un nueve de trébol, dio vuelta su carta. Un As de diamante. Uno a uno, los jugadores destaparon su juego y, uno a uno, la banca les quitaba sus fichas, hasta llegar al tuno de Frida, que aún no conocía su carta tapada. Seis de corazones. Quince más seis, veintiuno. Ganador.
Durante media hora jugaron en esa mesa. A veces se ganaba, a veces se perdía, pero para cuando decidieron retirarse habían triplicado sus fichas. Felices por el éxito, pagaron una ronda a los presentes y dijeron que se iban a celebrar. Se encaminaron a los ascensores y esperaron junto a la pequeña multitud que también se dirigía a sus habitaciones. Tomaron un elevador del costado, uno que estaba atestado de gente, y pulsaron el botón del piso que estaba dos niveles por encima del de su suite. A su alrededor vieron todo tipo de caras. Mujeres sonrientes que habían conseguido la cita que pagaría el jornal de aquél día, hombres ansiosos por sacarse los pantalones y jugar con la carne que habían alquilado por un rato, ojos deprimidos por haber perdido las ganancias de los próximos tres años, cuerpos cargados en exceso de alcohol que apenas podían mantenerse en pie.
Entre tanta gente, Gael distinguió a uno de los tres hombres de barba roja. Junto a él, la mujer del sombrero azul escuchaba lo que el barbado le decía al oído. Ella giró la cabeza, se encontró con la mirada de Gael y sonrió.
Apenas descendieron se encaminaron a la escalera mas alejada, la que estaba del lado de su suite. Los del Clan habían bajado tres pisos antes, probablemente para subir el último piso y cortarles el camino. Sacaron sus pistolas, con cargadores llenos y baterías nuevas de láser, y corrieron escaleras abajo. Allí estaba el hombre de barba roja, con su arma en la mano, listo para matarlos. Disparó sin apuntar demasiado y falló. Gael le dio en la rodilla con el láser y una bala de Frida le entró por las costillas flotantes del lado derecho. El del clan cayó al suelo y un segundo haz de láser le perforó el cuello. Aún se sacudía cuando llegaron a su lado. Gael le apuntó a la frente y lo remató.
Del otro lado de la puerta, el infierno los esperaba. Frida sacó una placa explosiva, la programó a tres segundos y la arrojó hacia el pasillo. La explosión generó una reacción de fuego graneado que delató las posiciones de los guardias. Una segunda carga fue más efectiva y les permitió abrirse paso hacia la suite que estaba a sólo tres puertas de la escalera. La mujer del sombrero azul, con un trozo de pared atravesándole la cara, caminaba vacilante hacia ellos. Frida no dudó en atravesarle el pecho con dos balas mientras Gael repelía a los que llegaban del otro lado. Abrieron la puerta de la suite y la cerraron de inmediato, la cual estaba patas para arriba. Plantaron explosivos con sensores de movimiento y corrieron hacia el hangar, el cual aún seguía intacto. La nave en su lugar y la cerradura magnética sin alterar. Al entrar, comprobaron que el millón y el fusil con mira telescópica aún seguían en su lugar.
Afuera, los lobos acechaban.
– ¿Manejas o disparas? –preguntó Gael con el fusil en la mano.
–Te ves bien con ese rifle –respondió Frida –, sería una pena que tuvieras que dejarlo para ocuparte de los controles de la nave.

Subieron al vehículo y lo desengancharon. Gael se puso el fusil al hombro y respiró hondo mientras la luz comenzaba a filtrarse lentamente por la rendija que se convertía en entrada. Del otro lado estaban las tres siluetas que querían matarlos. Una bomba abrió la puerta de la suite y un ejército de policías uniformados con equipo de combate irrumpieron en la habitación, activando los explosivos plantados en la suite. Las compuertas se abrieron. Frida aceleró, Gael apuntó el fusil hacia los que esperaban afuera. Entonces, el infierno se desató.

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