El taxi flotó sobre la plataforma de acceso principal y depositó a Frida y Gael sobre el disco de acceso al casino. Allí mismo se los sometió a un examen de seguridad, requisito indispensable desde el atentado contra el alcalde para poder siquiera ingresar al casino. Al llegar al mostrador de admisión, alquilaron una suite pequeña, por una noche, pagándola en efectivo en el momento. Esta estaba ubicada sobre la corona exterior del casino, a la que se accedía a través de la escalera flotante. Del mostrador salió una tarjeta y un clon vestido de rojo se acercó a ellos para guiarlos hasta la habitación. Apenas ingresaron, fueron directo al minibar y se sirvieron un coñac. Tragaron la bebida sin respirar, para tratar de anestesiar la ansiedad que los estaba embargando.
–Entramos –dijo por fin Frida acariciándose el bigote.
–Estoy tan ansioso. Te cogería ya mismo.
– ¿Así? ¿Toda barbuda?
–No estaría nada mal probar que sensaciones nos trae.
–Resultaste bastante perverso, ¿no?
–Diría que en su justa medida –Gael recorrió el pecho fajado
de Frida con sus dedos y se acercó a besarla. Ella lo rechazó, consciente de
que no era el momento.
–Ahora no –le dijo cuando Gael insistió–, que tenemos cosas
que hacer.
–Dale. Vamos a dar una vuelta por el casino para ver como
está el clima.
Bajaron por las escaleras flotantes y recorrieron el gran
salón del casino para comprobar que había más seguridad que lo habitual. No
obstante, miles de personas se agolpaban en torno a las mesas con la vil
esperanza de que la diosa fortuna les sonría alguna vez. Detectaron muchos
miembros de la policía de civil con sus gafas negras, sus corbatas mal anudadas
y cabello engrasado. En sus orejas se podía ver el minúsculo auricular con el
cual recibían instrucciones de su control. Llevaban en la solapa del saco el
micrófono para transmitir novedades. Debajo de la axila izquierda, como una
joroba que desvió su camino, el bulto del arma era evidente.
El Clan tampoco estaba ausente. Estos tenían un aspecto
menos solemne, pero también evidente. Una mujer de sombrero azul con velo
incorporado se mantenía de pie en una zona elevada en la punta del salón con su
mano apoyada sobre la cartera. Tres hombres de barba roja charlaban apoyados
contra la barra del bar del lado norte sin desviar sus ojos del centro del
casino. Un hombre de piel de serpiente caminaba por los pasillos de las
tragamonedas como si tuviera un recorrido determinado.
–Si alguien se tira un pedo explota una guerra –dijo Gael.
–Qué fino –dijo Frida con indiferencia –. Qué te parece si
nos vamos a la columna de ascensores.
–Antes vamos a jugar unas fichas al Black Jack.
– ¿Con qué dinero?
–Con los mil denarios en efectivo que tengo en el bolsillo.
–Los últimos mil que nos quedan.
–Pronto tendremos mucho más –dijo tomando a Frida del brazo
para arrastrarla hasta la mesa de 21 más cercana a la columna de los ascensores
de la torre principal. Frida ocupó el asiento del jugador y Gael se quedó de
pie, detrás de ella, con una copa de ron que una camarera le acercó. El dinero
se cambió por diez fichas de cien denarios cada uno y el tallador repartió a
los cinco jugadores y a sí mismo una carta tapada y luego una dada vuelta. A
Frida le tocó un tres de corazones, al cuál le tuvo confianza suficiente como
para ponerle encima la mitad de sus fichas. Cuando llegó su turno, sin mirar la
carta tapada, pidió otra. Un cinco de picas. Otra más. Un siete de diamante.
Tres y Cinco suman ocho, más siete, quince. Se plantó. Cuando todos hubieron
jugado el tallador, que tenía un nueve de trébol, dio vuelta su carta. Un As de
diamante. Uno a uno, los jugadores destaparon su juego y, uno a uno, la banca
les quitaba sus fichas, hasta llegar al tuno de Frida, que aún no conocía su
carta tapada. Seis de corazones. Quince más seis, veintiuno. Ganador.
Durante media hora jugaron en esa mesa. A veces se ganaba, a
veces se perdía, pero para cuando decidieron retirarse habían triplicado sus
fichas. Felices por el éxito, pagaron una ronda a los presentes y dijeron que
se iban a celebrar. Se encaminaron a los ascensores y esperaron junto a la
pequeña multitud que también se dirigía a sus habitaciones. Tomaron un elevador
del costado, uno que estaba atestado de gente, y pulsaron el botón del piso que
estaba dos niveles por encima del de su suite. A su alrededor vieron todo tipo
de caras. Mujeres sonrientes que habían conseguido la cita que pagaría el
jornal de aquél día, hombres ansiosos por sacarse los pantalones y jugar con la
carne que habían alquilado por un rato, ojos deprimidos por haber perdido las
ganancias de los próximos tres años, cuerpos cargados en exceso de alcohol que
apenas podían mantenerse en pie.
Entre tanta gente, Gael distinguió a uno de los tres hombres
de barba roja. Junto a él, la mujer del sombrero azul escuchaba lo que el
barbado le decía al oído. Ella giró la cabeza, se encontró con la mirada de
Gael y sonrió.
Apenas descendieron se encaminaron a la escalera mas
alejada, la que estaba del lado de su suite. Los del Clan habían bajado tres
pisos antes, probablemente para subir el último piso y cortarles el camino.
Sacaron sus pistolas, con cargadores llenos y baterías nuevas de láser, y
corrieron escaleras abajo. Allí estaba el hombre de barba roja, con su arma en
la mano, listo para matarlos. Disparó sin apuntar demasiado y falló. Gael le
dio en la rodilla con el láser y una bala de Frida le entró por las costillas
flotantes del lado derecho. El del clan cayó al suelo y un segundo haz de láser
le perforó el cuello. Aún se sacudía cuando llegaron a su lado. Gael le apuntó a
la frente y lo remató.
Del otro lado de la puerta, el infierno los esperaba. Frida
sacó una placa explosiva, la programó a tres segundos y la arrojó hacia el
pasillo. La explosión generó una reacción de fuego graneado que delató las
posiciones de los guardias. Una segunda carga fue más efectiva y les permitió
abrirse paso hacia la suite que estaba a sólo tres puertas de la escalera. La
mujer del sombrero azul, con un trozo de pared atravesándole la cara, caminaba
vacilante hacia ellos. Frida no dudó en atravesarle el pecho con dos balas
mientras Gael repelía a los que llegaban del otro lado. Abrieron la puerta de
la suite y la cerraron de inmediato, la cual estaba patas para arriba.
Plantaron explosivos con sensores de movimiento y corrieron hacia el hangar, el
cual aún seguía intacto. La nave en su lugar y la cerradura magnética sin
alterar. Al entrar, comprobaron que el millón y el fusil con mira telescópica aún
seguían en su lugar.
Afuera, los lobos acechaban.
– ¿Manejas o disparas? –preguntó Gael con el fusil en la
mano.
–Te ves bien con ese rifle –respondió Frida –, sería una
pena que tuvieras que dejarlo para ocuparte de los controles de la nave.
Subieron
al vehículo y lo desengancharon. Gael se puso el fusil al hombro y respiró
hondo mientras la luz comenzaba a filtrarse lentamente por la rendija que se
convertía en entrada. Del otro lado estaban las tres siluetas que querían
matarlos. Una bomba abrió la puerta de la suite y un ejército de policías
uniformados con equipo de combate irrumpieron en la habitación, activando los
explosivos plantados en la suite. Las compuertas se abrieron. Frida aceleró,
Gael apuntó el fusil hacia los que esperaban afuera. Entonces, el infierno se
desató.
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