9.
Comieron, bebieron y se sentaron a fumar unos cigarros de
puro tabaco importado de las lunas de Saturno. A medida que el aroma dulzón y
embriagador se apoderó de la habitación, Gael y Frida sintieron que podían
volver a pensar con claridad. Especularon sobre la conveniencia de salir de su
escondite en ese momento y convinieron que, más allá de la necesidad imperiosa
de dinero que ambos tenían, sería imprudente salir de inmediato. No había duda
que aquellos que más se habían beneficiado con los eventos ocurridos en aquel
cuarto iban a mostrarse pronto. Podía ser el Ministro Zamudio, o el Secretario
Zagreb, o el Clan.
Las noticias eran reflejo del infierno. Acusaciones
cruzadas, ataques solapados, argumentación vacía, actos de demagogia,
demostraciones de fuerza, presiones debajo del mostrador, negociados ocultos. Todas
estas armas se blandían sin complejos frente al público mientras que los
analistas políticos especulaban, una prostituta devenida en diva manifestaba su
dolor por lo sucedido, artistas, intelectuales y fantoches hacían sus actos de
presencia para no perder notoriedad. Y en el medio de la nada, Gael y Frida
sudaban la gota gorda.
–Yo digo que llamemos al Clan –sentenció Gael mientras
apagaba su cigarro.
– ¿Para qué?
–En el cuarto quedó el morral, con el dinero que les debo.
– ¿Entonces?
–Les pedimos salvoconducto para ir al hotel y de paso les
pagamos.
–Y nos llevamos la otra mitad del millón.
–Y desaparecemos.
–O se quedan con el dinero y nos entregan a cambio de la
recompensa.
– ¿Qué recompensa?
–La que seguro van a dar por nuestras cabezas.
El silencio se apoderó de la habitación. Gael se levantó y
se sirvió un vaso de ron. Lo bebió despacio, con los ojos cerrados, con la
mente perdida en un recuerdo. Frida fue al cuarto de baño y se lavó la cara. Se
bajó la ropa interior con la intención de descargarse, pero tenía el cuerpo
cerrado, nada podía entrar ni salir. Ni siquiera una lágrima. Gael se dio vuelta
y la miró con detenimiento. La falda levantada, las bragas por las rodillas y
el rostro cubierto por sus manos. Sintió pudor por ella y desvió la mirada. Se
vio en un espejo y decidió que era hora de otro cambio. Buscó su kit higiénico
y comenzó a rasurarse la cabeza. Luego comenzó a depilarse el rostro. El láser
atacaba los bulbos pilosos y acababa con las células que generan el crecimiento
del cabello. Durante varios minutos recorrió su rostro con el láser, primero
los pómulos, luego la papada y finalmente el mentón. Dejó a salvo sólo el
espacio del bigote. Frida salió del baño con los ojos enrojecidos por el
llanto, lo que no le impidió soltar una pequeña risotada cuando vio el cambio
ocurrido en Gael.
– ¿Qué pasa? ¿Te gusto? –fue la reacción inmediata.
–La verdad que te prefería con pelo. ¿Te depilaste ahí
arriba también?
–No, ni la melena ni el bigote. Del resto puedo prescindir.
–A mí no me vendría mal un cambio. ¿Habrá hormonas?
–Las que guste.
Frida revisó el inventario y decidió el curso a seguir. Se
vendó los senos, se inyectó una dosis de hormonas masculinas y se colocó la
crema para el crecimiento del bello facial. En menos de una hora su rostro
estaba poblado de cabello que rasuró para dejar sólo una sombra en las
mejillas. Se dejó un candado corto alrededor de su boca y se cortó el cabello
muy corto, apenas unos milímetros de largo. Luego utilizó su cepillo para
teñirse cabeza, bigote y barba de un tono de dorado intenso. La ingesta de unos
aminoácidos le dieron algo más de volumen corporal y un tatuaje de una calavera
negra en la mano completó el cuadro.
–Qué tal.
–Perfecto. Falta un detalle. Probatelos.
Gael le entregó unas lentes de contacto que servían para
esconder el iris de los identificadores que existen en todas partes. Al
escanear el ojo la computadora confundía al usuario con otra persona, alguien
sin antecedentes y que, por lo tanto, no era buscado por la policía.
– ¿Vamos?
–Vamos.
Subieron al vehículo y lo usaron para llegar a los
suburbios. Allí lo abandonaron y buscaron un taxi para ir hasta el casino.
Mientras el transporte se elevaba hacia las nubes Gael y Frida se tomaban de la
mano. Tenían que jugar el as que guardaban en la manga, el último.
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